lunes, 28 de marzo de 2011

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 3

—Pareces algo tenso —dijo Marc—. Si quieres, podría ayudarte a que te relajes con una visita al baño.

Sonreí divertido. Marc siempre estaba dispuesto. Es una de sus virtudes. También uno de sus defectos más insoportables. Su continua lujuria a flor de piel es incompatible con una mínima fidelidad. Únase eso a su increíble físico y se obtendrá una tortura continuada para cualquiera que pretenda ser su novio. Pero como exnovio y amigo con derecho a roce, no está mal. Aunque en esa ocasión decliné su oferta. Como suele ser habitual, lo que nos es asequible y conocido suele perder parte de su interés, mientras que lo imposible tiende a atraernos sin remedio. Y yo ya tenía mi imposible. De hecho, tenía dos. Uno era Sergio, mi primer amor y primer abandono, del que me acordaba siempre que estaba soltero. El otro, un poco más accesible, era Miguel, uno de mis compañeros de trabajo. Era listo, divertido, olía maravillosamente bien y, por lo que me había dicho mi amiga Sara, cumplía mis exigencias en cuestión de físico. Y era invidente claro, como la mayoría de mis empleados. Trabajar juntos me permitía hablar con él habitualmente, pero impedía profundizar más en nuestra relación. Sería poco ético. Además, ni siquiera sabía si era gay o hetero. Pero ni la moral ni la incertidumbre impedían que, cada vez que nos tocábamos por accidente, se me pusiera el vello del cuerpo de punta. Y quien dice el vello, puede decir otra cosa.

En fin, qué se le va a hacer. No siempre es posible conseguir lo que se quiere. Y tengo a Marc para consolarme. Por lo menos mis necesidades sexuales están cubiertas. Y con alguien a quien aprecio. Es más de lo que mucha gente puede decir.

—Todavía no me has dicho a qué debo el placer de tu visita —insistí.

—Cierto. Me había distraído con la posibilidad de tener un excitante encuentro sexual en el baño. Aunque podría alegrarme el día con alguno de tus empleados. Hay un par que no están mal...

—Ni se te ocurra —le corté—. Este es mi territorio. Mantén las manos apartadas de ellos.

—Parece que te interesa alguno ¿eh? —rio.

—¿Me vas a decir a qué has venido? —le pregunté. Empezaba a cansarme. Sobre todo, porque estaba haciendo sus insinuaciones demasiado alto y temía que pudieran oírnos.

—Qué quejoso eres. Venía porque...

Antes de que pudiera despejar mis dudas, Miguel se acercó.

—Santi, ya he terminado el balance —dijo saludándome con un apretón de mano que hizo que el estómago se me pusiera del revés—. Te lo he mandado al correo.

—Gracias —respondí con dificultad. Era una suerte que él fuera ciego o habría visto la sonrisa que se me había puesto.

—Así que era ese ¿eh? —me dijo Marc cuando estuvimos en la seguridad de mi despacho.

—No sé de qué me hablas —repliqué.

—Tu cara era muy significativa —añadió Marc—. Y el bulto de tus pantalones, más. Por cierto, mi anterior oferta de ayuda sigue en pie.

—Pues...

Bajé las persianas de las ventanas de mi despacho y eché el cerrojo de la puerta.

lunes, 14 de marzo de 2011

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 2

Marc es, lo que se podría llamar, un chico en braille. Con sus abdominales y pectorales; sus bíceps, tríceps y cuádriceps; sus dorsales y lumbares; sus abductores, glúteos, deltoides, trapecios y serratos; mayores, menores, superiores, inferiores, anteriores y posteriores. Todos ellos marcados y definidos a la perfección. Desarrollados en su justa medida, sin exageraciones ni faltas. Un manual, a tamaño real, de anatomía para ciegos y un placer, para cualquier gay. Ese es mi exnovio.

Por desgracia, su maravilloso cuerpo cincelado con precisión y su buen olor, constituyen la mayoría de sus virtudes. Desde luego, a mí no me bastan. Sin embargo, como amigo desempeña una buena labor. Y como amante ocasional, tampoco está mal.

—Vaya cara que me traes —me dijo con una risita.

—Qué maravilloso placer me causa oír tu armoniosa voz diciéndome cosas tan bonitas, Marc —le respondí con ironía—. Consigues que cualquier chico se sienta mejor a estas horas de la mañana.

—Eres muy picajoso.

—El problema es que me saca de quicio el camino desde mi casa hasta aquí, con esa cantidad de coches, humo y obras.

—No, Santi —me replicó—. El problema es que eres un orgulloso y te niegas a tener un chófer que te lleve y te traiga.

—A pesar de lo que creas, no soy rico.

—Ya. Y yo no tengo unos abdominales estupendos.

La verdad es que Marc tenía razón. En lo de que soy un orgulloso, me refiero. También en lo de que tiene unos abdominales estupendos, con los cuatro superiores de tamaño similar y los inferiores difuminándose de camino a la cintura. Pero me estoy desviando del tema. El caso es que sí que podía permitirme un chófer. Después de todo, yo no era un currito más de la empresa. Era el dueño y fundador. Una asesoría legal, económica y fiscal con especial buena prensa entre las personas "con una discapacidad" (no sé a quién se le ocurrió que "discapacitado" era un término menos ofensivo que, por ejemplo, ciego). Confiamos más en gente que pasa por casos similares a los nuestros. Sin embargo, a pesar de mis posibilidades, siempre me he negado a tener chófer o asistente. Estoy harto de que otros hagan las cosas por mí. Aunque limpiar el baño sea un coñazo y un asco, seré yo el que meta la mano (con guantes, por supuesto) en el retrete. Y a pesar de que el paseo hasta la oficina pueda suponer un suplicio de vez en cuando, seguiré haciéndolo mientras me fuera posible.

lunes, 7 de marzo de 2011

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 1

Un claxon. Dos. Tres. Diez. Veinticuatro. Cincuenta… Por el ruido, podrían ser tres mil. Todas las mañanas lo mismo. Tres mil cláxones ensordecedores perforando el aire al unísono. Tres mil cláxones unidos a tres mil tubos de escape que hacen que me duela el pecho con su humo. Claro que, el que sea fumador, seguro que no ayuda.

Ese es el comienzo de mi odisea diaria hacia el trabajo. Por suerte, mi paseo entre el “smog” dura poco. Un par de calles hasta que doblo a la derecha y mi bastón impacta contra una verja. Ese sonido, como el de un gong chino, es el de la serenidad absoluta. El de un paraíso terrenal, un edén encerrado en una burbuja de quietud. Sin atascos o gente malhumorada. No sé si podría levantarme por las mañanas sin ese parque en mi camino. Es como volver, durante cinco minutos, a las comunas para ciegos. A la campiña. Con Sergio…

Debería atravesar esa verja metálica un día y disfrutar de una mañana sin preocupaciones. Solo el sol calentando mi piel, el sonido de los pájaros y el olor a hierba y tierra mojada. Pero siempre tengo miles de cosas que hacer. Y el parque pasa en un suspiro. En quince pasos. Diez. Cinco. Dos. Vuelta a la realidad de la ciudad.

Alguien me tocó el hombro. “¿Le puedo ayudar?” me preguntó. Olía a amoniaco y naftalina. Otra señora haciendo su buena acción del día. La verdad es que podría cruzar yo solito. Únicamente tendría que esperar a que sonase “el canario” del semáforo (no sé a quién se le ocurriría que eso parece un pájaro), pero la dejé hacer. Es bonito ayudar a la gente a que se sienta útil.

Cuando el canario se calló, el estruendo del tráfico volvió a inundar el aire y la señora se despidió. Debería ir al zapatero. Por el sonido que hacía al andar, le faltaba la tapa de uno de los tacones.

A mí me quedaban cinco pasos antes de girar a la izquierda. Cinco, cuatro, tres, dos, uno, mi bastón impactó contra una valla. Pero esta no era de un parque ni su aroma, el de las lilas. Era de unas obras y apestaba a pies. Me encanta hacer equilibrismos por pasarelas inestables sobre zanjas de dos metros. Qué bien me hubiera venido una señora en ese momento. Su buena acción tendría utilidad y me ahorraría aguantar las quejas de los que vienen detrás. Ya me gustaría a mí poder ir más deprisa.

Es un descanso llegar al final y torcer la esquina. Así puedo volver a caminar a mi ritmo y ellos, a seguir con sus improperios de ejecutivos acelerados.

Vaya forma de empezar el día. Pero ya solo me quedaba un paso de peatones. El canario del semáforo empezó a chillar en cuanto llegué. Podía cruzar. Pero también podía darme la vuelta. Regresar al parque y quedarme recordando la campiña. Acordándome de Sergio. Escuchando el piar de pájaros de verdad en lugar de esa burda imitación mecánica. Sería bonito. Pero estaba tan cerca de la oficina. Y sentí que era incapaz de volver a pasar por todo de nuevo. Regresar a las pasarelas de madera, al tufo a pies y a las viejas con hedor a naftalina y amoniaco. Otra vez no. Ni siquiera por las lilas o Sergio. Crucé.

Ante el portal del edificio donde estaba mi oficina me recibió un olor a limón y madera. El perfume de Napoleón, lo había llamado la National Geographic en el número que desvelaba también la fragancia de Cleopatra. Una persona había quedado fascinada por ese olor y, tras algunos experimentos mezclando esencias, lo había convertido en su aroma personal. Era Marc Rossels. Mi exnovio.

Presentación

Ahora que "Quiero Ser Mutante" ya aparece en los buscadores, toca ampliar la familia de blogs. Si pretendo que algún agente literario se fije en mí, tendré que ofrecerle algo más que opiniones acerca de cómics. Así que he decidido hacer una novela por entregas, como en el siglo XIX. En principio, la idea es que las entradas sean semanales, pero ya veré.

Mi idea es escribir semana a semana, sin plantearme el argumento a largo plazo. Y eso implica que la historia tiene que ser sencilla y fácil de llevar. Así que me he decantado por hacer un pseudodiario. Una especie de culebrón humorístico acerca de un ejecutivo ciego y gay contado en primera persona. A ver qué sale.