Häarnarigilna había encontrado su enorme maza en Reevert Tull el mismo día que llegó para convertirse en su guardiana. Ella no lo sabía, pero la habían tallado muchas décadas antes los mejores maestros enanos a partir de un sólido bloque de granito esmeralda y fue pensada como arma de asalto para el Ugoss, el escuadrón ogro de conquista bajo las órdenes de Fafí, la reina de las hadas. Su peso era tan sumamente descomunal que incluso en ese monstruoso ejército, solo aquellos soldados en mejor forma física podían empuñarla. Los humanos, como ya comprobaron Baz y Tayner, ni siquiera eran capaces de moverla y se hubieran necesitado una decena de musculosos herreros para transportarla unos poco metros. Y sin embargo, salió despedida de la pezuña de su dueña como si se tratara de una flexible y ligera jabalina de bambú.
Cortando el aire a toda velocidad, el colosal martillo de piedra recorrió volando la enorme distancia que separaba a la rumiante del gigantesco rey. En un suspiro, impacto contra el cráneo de Morfin, provocando un horripilante sonido que acompañaría las pesadillas de Baz durante muchos meses. El efecto del golpe fue inmediato y de lo más inesperado: el rey se desplomó. Su cuerpo cayó todo lo largo que era, como si se tratara de un inmenso árbol o el campanario de una iglesia al derrumbarse, levantando a su alrededor una densa nube de polvo amarillento. Cualquier cosa que quedó bajo su gigantesca anatomía, fue completamente espachurrada, sin importar si era de madera, piedra, metal o hueso. Baz dio gracias a los espíritus del lugar que había impedido que fuera aplastado.
El guerrero contempló atónito toda la escena, pero Häarnarigilna se mostró bastante más dinámica. Ni siquiera esperó a que su maza noqueara al rey para salir corriendo hacia él. Se detuvo a pocos metros de donde acabaría cayendo su cabeza y en cuanto Morfin se desplomó, se lanzó sin perder un segundo a su cuello.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Baz poco después, cuando se reunió con ella.
—Tenemos que quitarle el Corazón de la Montaña antes de que se recupere —mugió la rumiante tratando de romper la cadena del colgante mágico—. Échame una mano.
—Claro —respondió el guerrero, aunque dudaba que sus débiles músculos (al menos, comparados con los de la vaca) fueran a marcar alguna diferencia en el resultado.
Ambos tiraron del colgante de todas las formas posibles, pero no obtuvieron ningún resultado. La cadena no se rompía y tampoco podían quitarle el Corazón de la Montaña al rey. Parecía que el colgante se había vinculado a Morfin y no había forma de separarlos.
—Me temo que la única manera va a ser destruyéndolo —opinó Baz.
Häarnarigilna asintió y agarró con fuerza su maza. No le agradaba destruir uno de los tesoros más especiales de Reevert Tull, pero era consciente de que debían quitarle el colgante al rey antes de que descubriera el resto de destructivos poderes que otorgaba el collar. Así que levantó su arma, se concentró en el blanco y hubiera destrozado el Corazón de la Montaña de un golpe si, en ese preciso momento, no la hubiera detenido un grito lejano.
—¡Nooooooo! —chilló una figura que corría hacia ellos—. No rompáis la gema. Antes dejad que mire bajo sus pantalones.