martes, 30 de octubre de 2012

Gente Diferente 3

Robert se despertó gritando y bañado en sudor.

—Vaya pesadilla —pensó.

Sin embargo, no tardó en hacerse patente que el supuesto sueño no había sido tal. Que la habitación en la que estaba le fuera desconocida le dio una pista. La nota sobre un montón de ropa, se lo confirmó: "Querido amigo: Espero que haya dormido bien, después de un día tan duro como el de ayer. Puede usar el baño si le apetece y le he dejado ropa limpia, que confío sea de su talla. Como supongo que tendrá hambre, le convido a que nos acompañe en el comedor (saliendo, todo recto la segunda puerta a la derecha)."

Aparte de la despedida, no decía más, aunque a Robert ya le parecía bastante. Demasiadas emociones para acabar de levantarse. Pero estaba más que dispuesto a aceptar la oferta de la nota y darse una ducha. También se cambió de ropa, a pesar de que las camisetas de manga corta podían no ser lo más apropiado para el Abril escocés. Terminada la higiene, salió a reunirse con el viejo y con quienes le acompañasen. No le agradaba demasiado ese exceso de suspense. Ya había tenido sorpresas para un mes.

Apareció en una gigantesca biblioteca. Las estanterías se elevaban, repletas de libros, hasta el techo, situado a unos seis metros de altura. A mitad de pared, a modo de segunda planta, una plataforma de hierro forjado a la que accedía por una escalera de caracol, recorría el perímetro. La habitación daba paso a un comedor que ocupaba una gran y sólida mesa de roble con cuatro platos sobre ella. Varios cuadros adornaban las paredes y la chimenea despedía un agradable calor desde la fachada este.

Una sombra cruzó una puerta cercana. Era el viejo. Se presentó como Michael McLowell. Parecía simpático, aunque preguntaba demasiado para no resultar pesado.

Por otra puerta, apareció una chica con una bandeja de comida. Era alta, rubia, tenía los ojos azules y se llamaba Sara. Dejó el almuerzo en la mesa, salió por donde había venido y regresó a los pocos segundos para sentarse frente a Robert.

Un chirrido y una brisa de aire fresco anunciaron la llegada del cuarto comensal.

—Y esta es nuestra chica española, Nuria Ríos —la presentó el viejo. La chica tenía poco que ver con la anterior. Piel morena. Pelo y ojos, negros.

Durante la comida, la conversación fue intrascendente y se basó, principalmente, en el socorrido tema del tiempo. Robert trató de profundizar un poco en lo que preocupaba, pero el viejo siempre le contestaba que lo dejara para más tarde.

—Podrás preguntarme lo que quieras tras el postre —decía—. Ahora disfruta de la comida.

Terminado el almuerzo, Michael le condujo hasta la parte del enorme salón que hacía las veces de sala de estar. Nuria y Sara les siguieron con una tetera y varias tazas.

—Ya puedes hacerme esas preguntas que tenías —le anunció el viejo.

—Eh... —empezó Robert inseguro. Tenía dificultades para plantear la cuestión—. Soy uno de esos monstruos. Quiero decir —rectificó al darse cuenta de que estaba insultándose a sí mismo—, soy uno de esos tíos que hacen cosas raras y la gente odia ¿verdad?

—Eso parece. Eres un PEC, una Persona Extrañamente Capacitada.

—Vaya nombre.

—Sí, es algo rimbombante.

—Pero ¿por qué yo? No he hecho nada para serlo ¿se puede curar?

—Nadie sabe a qué se debe —respondió Michael—. Algunos piensan en la religión. Otros en la genética. Y unos pocos, en abducciones extraterrestres. Personalmente tengo más fe en que se trate de otro elemento más poderoso que todos los demonios y marcianos del mundo.

—¿Cuál es? —preguntó Robert.

—La magia.

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lunes, 29 de octubre de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 65

La cara de Miguel debió ser un poema. Fue una lástima no poder verlo porque, desde luego, su tono de voz sufrió varios y radicales cambios, incluyendo un agudo "gallo" de lo más hilarante. Y eso que me limité a decirle (textualmente) "creo que necesito un compañero de piso ¿qué te parece?". Era una consulta de lo más simple sobre mis planes de acoger viajeros ciegos, pero parece que lo entendió como una proposición personal. Vale que el planteamiento era bastante ambiguo y es cierto que lo hice a propósito, pero no esperaba que empezara a hablar como si acabaran de castrarle. "Muerto por compromiso" hubieran dicho los periódicos de haberle sugerido que viviéramos juntos. Aunque si algo me molestaba es que fuera tan tonto para creer que yo podría estar sugiriendo eso. Y me enfadaba más como exjefe que como pseudonovio. No me gusta contratar imbéciles y había que ser ciertamente estúpido para pensar que yo propondría vivir juntos en una "relación" que se basaba en poco más que en una sucesión inconexa de polvos. Bueno, seguro que en algún momento ocurría, pero no a mí. Yo sigo pudiendo diferenciar entre noviazgos y rollos.

—Pero es... demasiado pronto ¿no? quiero decir... es que no llevamos... bueno ¿llevamos algo? porque, en realidad no... no tenemos etiquetas... restringen las relaciones...

—No sé de qué me hablas —dije para que terminase con su interminable letanía de excusas a medio acabar—. Yo te decía que iba a buscar un nuevo compañero de piso.

—¿Qué? —preguntó con un nuevo tono de voz mucho más serio—. ¿Algún otro exnovio? —agregó con inquina. Se ve que descubrir que alojaba a Sergio no le había sentado nada bien.

—No es que me queden demasiados ex que valgan la pena —respondí.

—¿Entonces algún desconocido que esté bueno?

—Viajeros ciegos que estén en la ciudad.

—¿Gais?

—No sé —respondí. Tenía la sensación de que esa conversación no iba demasiado bien, pero no acababa de entender la causa—. Me da igual, aunque si lo fueran tendría menos problemas.

—Ya, lo que quieres es liarte con ellos —dijo con una seriedad y un resquemor que dejaba bien claro que, a pesar de lo que pudiera parecer, Miguel no estaba bromeando.

—¿Estás celoso? —pregunté riéndome. Esa situación era ridícula. Que el hombre antietiquetas se enfadara por lo que pudiera pasar en un poco probable futuro con un hipotético huésped me parecía algo absolutamente surrealista. Especialmente porque, hasta donde yo recordaba, tenía su permiso expreso para liarme con quien quisiera. Empezaba a temerme que Miguel era de esos que defendían las parejas abiertas solo en los casos en los que el abierto era él.

—¿Celoso yo? —dijo con desprecio, volviendo a poner la pose de “yo soy muy liberal”—. Ya te gustaría.

—Te prometo que si me compañero de piso está bueno, solo le pondré la mano encima si hacemos un trío contigo.

—Eso me empieza a gustar más.

—A mí también —contesté feliz de percibir que la conversación se alejaba de los nubarrones de los celos y se encaminaba hacia regiones más “cálidas” y “húmedas”—. Nunca he hecho uno.

martes, 23 de octubre de 2012

Gente Diferente 2

Robert sólo podía pensar en correr y salvar la vida. Si le cogían, tenía bastantes posibilidades de acabar en el fondo del mar con una piedra atada al cuello. Algo que tardaría poco en ocurrir si las cosas no cambiaban. La jauría que trataba de cazarle ganaba terreno y él empezaba a cansarse. Además, aunque la lluvia había cesado, sus vaqueros empapados pesaban como el plomo. Cansado y sin opciones, el chico torció por una callejuela en un intento desesperado de despistar a sus perseguidores. Casi no había doblado la esquina, cuando escuchó una cercana voz.

—¡Eh! chaval —dijo—. Por aquí.

Robert dudó durante un segundo, temiendo que fuera una trampa. Pero sus vacilaciones no tardaron en desaparecer. Realmente, no tenía nada que perder. Estaban a punto de darle alcance. Si era una emboscada, solo adelantaría lo inevitable. Y si no, podría ser su salvación. Decidido, entró en el portal del que procedía la voz y cerró la puerta tras de sí. Un anciano de espesa barba blanca y que vestía como un personaje de Humfrey Boggart, gabardina y sombrero marrones, le esperaba. A Robert le hubiera encantado darle las gracias y acribillarle a preguntas, pero el viejo se lo impidió al taparle la boca con su arrugada mano. En el exterior, el silencio fue roto por los pasos del tumulto pasando de largo.

Desaparecido el ruido, el hombre retiró la mano y le indicó que le siguiera por el largo pasillo que se extendía ante ellos y que llevaba a una puerta trasera. Casi simultáneamente, unos golpes atronaron en la puerta, acompañados de gritos exigiendo su apertura. Robert, sin darse cuenta, se había metido en un callejón sin salida y la turba estaba registrando una por una las casas de la pequeña calle. El corazón del chico se aceleró más de lo que estaba tras la carrera y su frente se empapó de sudor helado. Estaba muerto de miedo. Tanto, que su primer instinto fue esconderse en el trastero que había bajo la escalera. Pero el viejo tenía otras ideas y le condujo, tirando de su brazo derecho, hasta la salida. A sus espaldas escucharon la voz de una señora mayor intentando tranquilizar a las masas.

Salieron a la calle. Robert quería aprovechar ese momento de tranquilidad para preguntar unas cuantas cosas, pero un "¡Ahí están!", procedente del pasillo que acababan de dejar, le hizo olvidarlas. Mientras tanto, el viejo se las había arreglado para que un amable motero le prestara su Harley-Davison que un amable motero le había prestado. El chico subió intentando comprender cómo alguien podría prestar semejante moto a un desconocido.

El anciano, con una habilidad que le sorprendió, dirigió la máquina con una perfección absoluta hasta el puerto de Leith. Pero allí no embarcaron, sino que abandonaron la moto cerca de un almacén y se dirigieron a un edificio encalado cercano.

—Póntelo —dijo el hombre ofreciéndole un pendiente—. Te ayudará con tu problema

Robert sustituyó el que solía llevar por el aro que el viejo le había dado e, instantáneamente, la luz desapareció y se sintió más tranquilo. Mientras tanto, el viejo había entrado en el edificio encalado. Media hora más tarde, salió de él conduciendo un deportivo rojo.

En las dos o tres horas que duró el viaje ninguno de los dos habló. Robert había olvidado sus dudas y su salvador estaba concentrado en coger casi todos los desvíos que encontraba con el fin de, así lo creyó el chico, ocultar su rastro. Cuando pararon lo hicieron delante de una casa solitaria. Era grande y a su alrededor solo se veían montañas y bosque, un paisaje bastante habitual en Escocia. A Robert no le dio tiempo a fijarse en nada más, porque en el momento que salía del coche, el cansancio, el frío, el estrés acumulado y unas extrañas sensaciones y dolores que recorrían su cuerpo, le hicieron desmayarse.

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lunes, 22 de octubre de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 64

El estridente pitido del telefonillo consiguió sacarme de mi sopor mucho antes de lo que me hubiera agradado. Traté de ignorarlo y continuar con mis sueños, pero no hubo manera. Insistentemente, el insoportable ruido volvió a requerir mi presencia ante la puerta. Al final, asqueado y cabreado, logré levantarme de la cama y arrastrarme hasta la entrada dispuesto a pagar mi rabia primero con Sergio por no haber abierto y, después, con quien hubiera apretado el botón del telefonillo sin importarme si se trataba de un borracho trasnochador o un cartero madrugador. Pero no me fue posible desahogar mi ira. Sergio tenía una excusa perfecta para no haber abierto la puerta, puesto que estaba en la ducha. Y quien llamaba al telefonillo también andaba sobrado de razones para hacerlo: era Víctor y venía a ayudar a Sergio. Era el día de la mudanza.

Media hora y un beso en la frente más tarde, mi exnovio se había marchado con su única maleta, dejando la casa vacía y a mí desvelado. Me había quedado sin compañero de piso y eso me causaba sentimientos encontrados. Por un lado me alegraba mucho recuperar mi espacio, mi intimidad, y mi soledad. Ya podía volver a hacer lo que quisiera, con quien me diera la gana, a la hora que me apeteciera, en el lugar de la casa que más me gustara y vistiendo la cantidad de ropa que creyera conveniente, sin preocuparme por si alguien regresa a casa. Eso es impagable.

Sin embargo, el cambio también traía consigo ciertas incomodidades. Se acabaron las charlas nocturnas, los desayunos calientes al levantarme o la ayuda para limpiar el baño. Eran nimiedades comparado con lo otro, pero las echaría de menos. Y la compañía, claro. Porque lo malo de vivir solo, es que estás solo.

Lo cierto es que no me importaría seguir compartir piso, aunque no fuera con Sergio. Claro que encontrar compañero podría ser una odisea. No tengo espacio suficiente, ni camas de invitados o ni paredes que separen mi habitación del resto de la casa (en realidad hay media, pero no aísla demasiado). Y por si fuera poco, el piso está tan adaptado a las necesidades de un ciego, que seguramente sería bastante incómodo para un vidente. Así que si quería volver a vivir con alguien necesitaba a alguien a quien no le importara dormir en un sofá, que fuera ciego, que no valorara la intimidad y tuviera escasas pertenencias. Los candidatos ideales eran, obviamente, un exnovio trotamundos al que le diera igual dormir en el sofá o un novio, que compartiendo lecho se ahorra mucho espacio. Pero en mi caso esas opciones no estaban disponibles. Teniendo en cuenta que aún no sabía de qué iba nuestra relación, Miguel era capaz de desmayarse si le sugería algo similar a vivir juntos.

Así que se me ocurrió otra opción. Llamé al centro de ayuda para ciegos al que yo solía ir y me ofrecí para alojar a viajeros invidentes. Podría ser divertido. Desde luego, mucho más que pedirle a Miguel que se mudara conmigo.

martes, 16 de octubre de 2012

Gente Diferente 1

Capítulo 1



Caía una fina llovizna sobre las calles de Edimburgo, algo bastante común en esa época del año. O, mejor dicho, algo bastante común en cualquier época en Escocia. Obviamente, la pequeña borrasca no había pillado por sorpresa a nadie, salvo a unos pocos turistas despistados. Bajo ella, la gente andaba tranquila, protegida por paraguas, capuchas y alguna que otra bolsa de plástico. Cerca del castillo una pareja no se preocupaba ni de la débil lluvia ni de sus paisanos, que pasaban a su lado sin mirarles. Con la ropa mojada y apoyados en una pared, solo prestaban atención al beso en el que estaban sumidos.

Pero en ese instante, algo, un súbito parpadeo de luz verdosa, les interrumpió. Sorprendidos, los jóvenes se separaron y miraron a su alrededor, buscando alguna explicación al fogonazo esmeralda. No encontraron nada. Sin embargo, tampoco le dieron mayor importancia. Tenían cosas más importantes que hacer que preocuparse por un fenómeno que podía haber sido fruto de su imaginación. Así que se volvieron a abrazar, dispuestos a terminar con lo que habían empezado. Un nuevo resplandor verde les detuvo. Seguros de haberlo visto, se afanaron por encontrar su causa. Y cuando ella la encontró, se apartó bruscamente de su compañero y empezó a gritar de terror. La luz provenía de él y cada vez se hacía más intensa. El chico, aturdido y sin comprender qué sucedía, se miraba una y otra vez. Después, sus ojos se dirigieron hacia la gente que se había detenido a observarle. La curiosidad y la sorpresa se tornaron miedo y, éste, ira. La muchedumbre fue acercándose empuñando paraguas y bastones.

—¡Policía! ¡Policía! ¡Otro de los monstruos! ¡Que no infecte a la chica! ¡Detenedlo! ¡Matadlo! ¡Qué no se escape! —gritaban.

Robert, que así se llamaba el chico, echó a correr calle abajo seguido por la turba, que fue aumentando de tamaño a medida que más personas se unían a la persecución, incluidos una pandilla de skin-heads, encantados de poder dar una paliza a alguien con el apoyo popular.

Entre tanto, Samantha, la chica, Sam para los amigos, se encontraba llorando en el suelo. Algunas señoras trataban de consolarla por haberse enamorado de un monstruo repugnante. Consejos y lamentos iban acompañados de rápidos exámenes físicos para asegurarse de que el engendro no la hubiera herido o infectado.

Sam no las escuchaba. Solo pensaba en lo estúpida que había sido al gritar, en lugar de esconder a Robert. Siempre se preguntó qué pasaría si conocía a uno de esos seres que, desde hacía un par de meses, habían irrumpido en el mundo. Pensaba que los defendería. Pero cuando le vio brillando…

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Gente Diferente

Una nueva historia, esta vez de superhéroes, para rellenar un poco la semana. Esta vez va de superhéroes y ya está escrita, que así descansan mis neuronas. Y si a alguien le gusta mucho, mucho en Libros con Hache, la historia va bastante más avanzada.

lunes, 15 de octubre de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 63

—Una vez hubimos cortado, duré poquito en Roma —continuó Sergio—. No es una ciudad muy cómoda para ser ciego. Los italianos no son conocidos precisamente por conducir despacio y pararse en los pasos de peatones. Y, además, hay demasiados agujeros en los que caerse. Ellos dicen que son ruinas, pero eso no evita que me pueda abrir la crisma.

—Suerte que no te has mudado a Madrid hasta ahora, porque hace unos años, parecía que nos hubieran bombardeado. Había más zanjas que bares.

—No es que ahora haya pocas, precisamente —respondió mi ex—. Cada día me encuentro una obra nueva.

—Nuestros alcaldes suelen ser arqueólogos frustrados. Pero nos estamos desviando del tema fundamental ¿Te fuiste de Roma?

—Sí. Ni me gustaba la ciudad ni podía pagármela. Así que volví a mudarme.

—Los de la universidad estarían encantados contigo —apunté.

—Hombre, algún lío tuve por estar a miles de kilómetros del consulado donde me tocaba examinarme, pero nada que no se pudiera solucionar con un par de llamadas. Ya sabes que tengo cierta maña para razonar con la gente.

—Tú lo llamas razonar, yo lo llamo manipular —respondí bromeando—. Pero sí que eres bueno.

—Muchas gracias. Pues sí, soy tan bueno "razonando", que para cuando me mudé a París, tenía la licenciatura acabada y un par de matrículas de honor en mi expediente. Y sin visitas privadas a despachos ni nada.

—Porque no estabas en el país, que si no...

—Si hubiera estado aquí, seguro que habría tenido más matrículas —contestó riéndose—. En vivo, se me da mejor "razonar" que por teléfono.

—A veces me asombra los niveles de putiferio a los que eres capaz de llegar —dije.

—Por una matrícula, lo que sea. Hasta con las mujeres hubiera "razonado". Pero como no se puede tener todo en esta vida, tuve que conformarme con las dos que me saqué por lo legal.

—Tampoco está mal.

—La verdad es que no sé por qué me quejo. Nunca había tenido unas notas así de buenas. Y, encima, me sirvieron para conseguir un trabajo en una editorial —me explicó Sergio—. Aunque ahí creo que valoraron más que fuera ciego y la subvención que les iban a pagar por mi contrato. Después de los años, me acabaron ascendiendo porque trabajaba más que nadie y era de los pocos que cumplía con los objetivos, pero los primeros meses me tenían como si fuera un mueble más.

—¿Y a qué te dedicabas en la editorial? —pregunté.

—A hacer resúmenes de los manuscritos que la gente envía para que les publiquen. Al principio lo hacía con el lector del procesador de textos, pero era iba lento que acabaron por comprarme un teclado de esos que traduce a braille lo que pone en la pantalla.

—¿Pero tú no estabas en París trabajando en algo relacionado con los restaurantes? Al menos, eso fue lo que me dijiste cuando volviste a Madrid.

—La editorial pertenecía a un grupo empresarial que también tenía restaurantes, hoteles y un par de marcas de ropa —me explicó Sergio.

—Vaya mezcla más extraña.

—Sí, yo acabé en el área que llevaba la publicidad y las redes sociales del grupo. Era mucho más coñazo que hacer resúmenes, pero me pagaban de maravilla. Supongo que les darían una subvención mucho mejor que la anterior.

—¿Y cómo acabaste volviendo a tu España natal si te iba tan bien en París?

—Bueno, me enamoré del hijo del dueño y...

—¿Le pusiste los cuernos con su mejor amigo? —le interrumpí—. Por favor, no me digas que fue con su padre.

—Mira que eres morboso —se quejó Sergio—. Nadie puso los cuernos a nadie... al menos, no sin que el otro diera su consentimiento. Simplemente, se terminó y yo decidí que había que poner tierra de por medio cuanto antes.

—Sí, lo entiendo —dije. Estaba claro que Sergio seguía con su afición a huir de sus parejas. Escapando de mí se fue de España y escapando de otro había regresado. Lo único que esperaba era que esta vez se hubiera acordado de romper con su novio antes de salir del país.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 62

Si la noche que siguió a la comida china, rica en conversación y vino tinto, se narrase en un libro, el capítulo recibiría el nombre de “La Historia de Sergio” o algo por el estilo. Era curioso que hubiera tardado tanto en contarme qué había sido de su vida desde que nos separamos años atrás... aunque parece algo lógico si se tiene en cuenta que ambos queríamos evitar, a toda costa, hablar de dicha separación. A mí, desde luego, lo que menos podría apetecerme era enterarme que mis pasadas depresiones se debían a que había conocido a otro que la tenía más grande, se había olvidado de llamarme o se había fugado con un circo. Aún no estaba preparado para dar ese paso. De momento, con haberle dejado dormir en mi casa y no haberle pateado en cuanto apareció, ya había hecho suficiente por un tiempo.

El tema de la separación tampoco debía ser de sus favoritos, porque se lo saltó muy convenientemente al comenzar su historia. Yo lo agradecí aunque, por un milisegundo, no pude evitar que algo en mi interior sintiera curiosidad por saber qué había sucedido en ese tiempo.

—¿Sabes? Esta va a ser una de las mudanzas que más me cueste en mi vida.

—Lo dices como si hubieras tenido muchas —dije esperando que otra fuera la vez que me dejó. Pero como ya he mencionado, no me apetecía hablar de ese tema en concreto, así que nada añadí a ese respecto. Además, me daba pánico que fuera a responder que esa había sido sencilla.

—Unas cuantas —contestó—. Después de mi primer año de carrera en Londres, me mudé a Brighton.

—¿Estudiaste en Londres? Qué guay. No tenía ni idea.

—Bueno, estaba allí, pero la universidad era española. La UNED y la ONCE me dieron una beca en Administración y Dirección de Empresas, lo que me permitía cambiarme de país o ciudad a mi antojo.

—Tampoco mencionaste nada sobre que fueras licenciado. Con esa titulación te hubiera encontrado un hueco en mi empresa.

—Bueno, en realidad nunca llegué a terminarla —admitió—. Me disipé bastante en Brighton y acabé dejando la carrera.

—No me imagino qué te podría distraer en la capital gay del Reino Unido —dije con sorna—. Desde luego, seguro que no fueron unos cuantos tíos cachas.

—Más que unos cuantos, fueron un montón —respondió él—. Yo me consideraba abierto, pero cuando llegué a esa ciudad no sé qué me ocurrió que me volví el mayor zorrón que ha existido en la Gran Bretaña. Ni siquiera entiendo de dónde saqué tiempo material para liarme con tanta gente.

—Qué orgulloso me haces sentir —bromeé.

—Terminé tan quemado, que me fui de la ciudad antes de seis meses —continuó Sergio—. Y terminé en Dublín, que entre las capitales europeas, me pareció de las más tranquilas.

—¿Y no era así? —pregunté—. Se supone que tiene mucho ambiente universitario.

—Pues si lo había, se escondió bien de mí, porque me aburrí como una ostra.

—Seguro que cuando aparecías en un local, todos se quedaban callados para que pensaras que estaba vacío.

—Vaya chiste de ciegos más malo —dijo—. Aunque ya no me extrañaría nada. Tenía tal tedio, que solicité otra oportunidad a la universidad y me apunté a Filología Hispánica.

—¿Y cuánto estuviste allí?

—Creo que un par de meses —respondió Sergio—. Por alguna razón desconocida no acabé de conectar con esa ciudad.

—Entonces te mudaste a algún sito más movido —afirmé.

—Qué va. Todo lo contrario. Aún quería tranquilidad, pero decidí ser algo extremo y me fui a vivir a un pueblo escocés. Ahí sí que viví bien. Era relajante, había algunos tíos bastante aceptables con los que calmar las penas y Edimburgo quedaba lo suficientemente cerca como para poder hacer una escapada, acompañado obviamente, en caso de que necesitase algo de “urbanidad”. Incluso conseguí un empleo de profesor particular de un niño ciego.

—Yo sería incapaz de trasladarme tan seguido —opiné—. Solo pensar en ello me da pereza. Aprenderte los caminos con el bastón, perderte un par de veces, conseguir que la gente deje de sentir lástima por ti, confesarles que además de ciego eres gay… Ni siquiera sé si podría hacerlo una vez. Sería como volver a la adolescencia.

—No es tan malo. Y te permite conocer sitios geniales, como Escocia. En pocos sitios me he sentido tan feliz como allí.

—¿Qué pasó? —pregunté—. ¿Por qué te fuiste?

—Bueno, me enamoré de uno de esos tíos bastante aceptables con los que me liaba de vez en cuando y cuando él se trasladó Roma, le seguí.

—Qué bonito.

—Supongo, aunque no duramos ni un mes —respondió—. La convivencia no nos fue nada bien.

—Con lo sencillo que es vivir contigo —intervine—. No haces ruido, cocinas, limpias, no roncas, hueles bien...

—Puede que por aquel entonces no lo pusiera tan fácil o que me faltar aprender ciertas cosas como que liarte con el mejor amigo de tu novio no está bien visto.

—Eres la mar de avispado —dije.