Robert sólo podía pensar en correr y salvar la vida. Si le cogían, tenía bastantes posibilidades de acabar en el fondo del mar con una piedra atada al cuello. Algo que tardaría poco en ocurrir si las cosas no cambiaban. La jauría que trataba de cazarle ganaba terreno y él empezaba a cansarse. Además, aunque la lluvia había cesado, sus vaqueros empapados pesaban como el plomo. Cansado y sin opciones, el chico torció por una callejuela en un intento desesperado de despistar a sus perseguidores. Casi no había doblado la esquina, cuando escuchó una cercana voz.
—¡Eh! chaval —dijo—. Por aquí.
Robert dudó durante un segundo, temiendo que fuera una trampa. Pero sus vacilaciones no tardaron en desaparecer. Realmente, no tenía nada que perder. Estaban a punto de darle alcance. Si era una emboscada, solo adelantaría lo inevitable. Y si no, podría ser su salvación. Decidido, entró en el portal del que procedía la voz y cerró la puerta tras de sí. Un anciano de espesa barba blanca y que vestía como un personaje de Humfrey Boggart, gabardina y sombrero marrones, le esperaba. A Robert le hubiera encantado darle las gracias y acribillarle a preguntas, pero el viejo se lo impidió al taparle la boca con su arrugada mano. En el exterior, el silencio fue roto por los pasos del tumulto pasando de largo.
Desaparecido el ruido, el hombre retiró la mano y le indicó que le siguiera por el largo pasillo que se extendía ante ellos y que llevaba a una puerta trasera. Casi simultáneamente, unos golpes atronaron en la puerta, acompañados de gritos exigiendo su apertura. Robert, sin darse cuenta, se había metido en un callejón sin salida y la turba estaba registrando una por una las casas de la pequeña calle. El corazón del chico se aceleró más de lo que estaba tras la carrera y su frente se empapó de sudor helado. Estaba muerto de miedo. Tanto, que su primer instinto fue esconderse en el trastero que había bajo la escalera. Pero el viejo tenía otras ideas y le condujo, tirando de su brazo derecho, hasta la salida. A sus espaldas escucharon la voz de una señora mayor intentando tranquilizar a las masas.
Salieron a la calle. Robert quería aprovechar ese momento de tranquilidad para preguntar unas cuantas cosas, pero un "¡Ahí están!", procedente del pasillo que acababan de dejar, le hizo olvidarlas. Mientras tanto, el viejo se las había arreglado para que un amable motero le prestara su Harley-Davison que un amable motero le había prestado. El chico subió intentando comprender cómo alguien podría prestar semejante moto a un desconocido.
El anciano, con una habilidad que le sorprendió, dirigió la máquina con una perfección absoluta hasta el puerto de Leith. Pero allí no embarcaron, sino que abandonaron la moto cerca de un almacén y se dirigieron a un edificio encalado cercano.
—Póntelo —dijo el hombre ofreciéndole un pendiente—. Te ayudará con tu problema
Robert sustituyó el que solía llevar por el aro que el viejo le había dado e, instantáneamente, la luz desapareció y se sintió más tranquilo. Mientras tanto, el viejo había entrado en el edificio encalado. Media hora más tarde, salió de él conduciendo un deportivo rojo.
En las dos o tres horas que duró el viaje ninguno de los dos habló. Robert había olvidado sus dudas y su salvador estaba concentrado en coger casi todos los desvíos que encontraba con el fin de, así lo creyó el chico, ocultar su rastro. Cuando pararon lo hicieron delante de una casa solitaria. Era grande y a su alrededor solo se veían montañas y bosque, un paisaje bastante habitual en Escocia. A Robert no le dio tiempo a fijarse en nada más, porque en el momento que salía del coche, el cansancio, el frío, el estrés acumulado y unas extrañas sensaciones y dolores que recorrían su cuerpo, le hicieron desmayarse.
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