miércoles, 10 de octubre de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 62

Si la noche que siguió a la comida china, rica en conversación y vino tinto, se narrase en un libro, el capítulo recibiría el nombre de “La Historia de Sergio” o algo por el estilo. Era curioso que hubiera tardado tanto en contarme qué había sido de su vida desde que nos separamos años atrás... aunque parece algo lógico si se tiene en cuenta que ambos queríamos evitar, a toda costa, hablar de dicha separación. A mí, desde luego, lo que menos podría apetecerme era enterarme que mis pasadas depresiones se debían a que había conocido a otro que la tenía más grande, se había olvidado de llamarme o se había fugado con un circo. Aún no estaba preparado para dar ese paso. De momento, con haberle dejado dormir en mi casa y no haberle pateado en cuanto apareció, ya había hecho suficiente por un tiempo.

El tema de la separación tampoco debía ser de sus favoritos, porque se lo saltó muy convenientemente al comenzar su historia. Yo lo agradecí aunque, por un milisegundo, no pude evitar que algo en mi interior sintiera curiosidad por saber qué había sucedido en ese tiempo.

—¿Sabes? Esta va a ser una de las mudanzas que más me cueste en mi vida.

—Lo dices como si hubieras tenido muchas —dije esperando que otra fuera la vez que me dejó. Pero como ya he mencionado, no me apetecía hablar de ese tema en concreto, así que nada añadí a ese respecto. Además, me daba pánico que fuera a responder que esa había sido sencilla.

—Unas cuantas —contestó—. Después de mi primer año de carrera en Londres, me mudé a Brighton.

—¿Estudiaste en Londres? Qué guay. No tenía ni idea.

—Bueno, estaba allí, pero la universidad era española. La UNED y la ONCE me dieron una beca en Administración y Dirección de Empresas, lo que me permitía cambiarme de país o ciudad a mi antojo.

—Tampoco mencionaste nada sobre que fueras licenciado. Con esa titulación te hubiera encontrado un hueco en mi empresa.

—Bueno, en realidad nunca llegué a terminarla —admitió—. Me disipé bastante en Brighton y acabé dejando la carrera.

—No me imagino qué te podría distraer en la capital gay del Reino Unido —dije con sorna—. Desde luego, seguro que no fueron unos cuantos tíos cachas.

—Más que unos cuantos, fueron un montón —respondió él—. Yo me consideraba abierto, pero cuando llegué a esa ciudad no sé qué me ocurrió que me volví el mayor zorrón que ha existido en la Gran Bretaña. Ni siquiera entiendo de dónde saqué tiempo material para liarme con tanta gente.

—Qué orgulloso me haces sentir —bromeé.

—Terminé tan quemado, que me fui de la ciudad antes de seis meses —continuó Sergio—. Y terminé en Dublín, que entre las capitales europeas, me pareció de las más tranquilas.

—¿Y no era así? —pregunté—. Se supone que tiene mucho ambiente universitario.

—Pues si lo había, se escondió bien de mí, porque me aburrí como una ostra.

—Seguro que cuando aparecías en un local, todos se quedaban callados para que pensaras que estaba vacío.

—Vaya chiste de ciegos más malo —dijo—. Aunque ya no me extrañaría nada. Tenía tal tedio, que solicité otra oportunidad a la universidad y me apunté a Filología Hispánica.

—¿Y cuánto estuviste allí?

—Creo que un par de meses —respondió Sergio—. Por alguna razón desconocida no acabé de conectar con esa ciudad.

—Entonces te mudaste a algún sito más movido —afirmé.

—Qué va. Todo lo contrario. Aún quería tranquilidad, pero decidí ser algo extremo y me fui a vivir a un pueblo escocés. Ahí sí que viví bien. Era relajante, había algunos tíos bastante aceptables con los que calmar las penas y Edimburgo quedaba lo suficientemente cerca como para poder hacer una escapada, acompañado obviamente, en caso de que necesitase algo de “urbanidad”. Incluso conseguí un empleo de profesor particular de un niño ciego.

—Yo sería incapaz de trasladarme tan seguido —opiné—. Solo pensar en ello me da pereza. Aprenderte los caminos con el bastón, perderte un par de veces, conseguir que la gente deje de sentir lástima por ti, confesarles que además de ciego eres gay… Ni siquiera sé si podría hacerlo una vez. Sería como volver a la adolescencia.

—No es tan malo. Y te permite conocer sitios geniales, como Escocia. En pocos sitios me he sentido tan feliz como allí.

—¿Qué pasó? —pregunté—. ¿Por qué te fuiste?

—Bueno, me enamoré de uno de esos tíos bastante aceptables con los que me liaba de vez en cuando y cuando él se trasladó Roma, le seguí.

—Qué bonito.

—Supongo, aunque no duramos ni un mes —respondió—. La convivencia no nos fue nada bien.

—Con lo sencillo que es vivir contigo —intervine—. No haces ruido, cocinas, limpias, no roncas, hueles bien...

—Puede que por aquel entonces no lo pusiera tan fácil o que me faltar aprender ciertas cosas como que liarte con el mejor amigo de tu novio no está bien visto.

—Eres la mar de avispado —dije.

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