El estridente pitido del telefonillo consiguió sacarme de mi sopor mucho antes de lo que me hubiera agradado. Traté de ignorarlo y continuar con mis sueños, pero no hubo manera. Insistentemente, el insoportable ruido volvió a requerir mi presencia ante la puerta. Al final, asqueado y cabreado, logré levantarme de la cama y arrastrarme hasta la entrada dispuesto a pagar mi rabia primero con Sergio por no haber abierto y, después, con quien hubiera apretado el botón del telefonillo sin importarme si se trataba de un borracho trasnochador o un cartero madrugador. Pero no me fue posible desahogar mi ira. Sergio tenía una excusa perfecta para no haber abierto la puerta, puesto que estaba en la ducha. Y quien llamaba al telefonillo también andaba sobrado de razones para hacerlo: era Víctor y venía a ayudar a Sergio. Era el día de la mudanza.
Media hora y un beso en la frente más tarde, mi exnovio se había marchado con su única maleta, dejando la casa vacía y a mí desvelado. Me había quedado sin compañero de piso y eso me causaba sentimientos encontrados. Por un lado me alegraba mucho recuperar mi espacio, mi intimidad, y mi soledad. Ya podía volver a hacer lo que quisiera, con quien me diera la gana, a la hora que me apeteciera, en el lugar de la casa que más me gustara y vistiendo la cantidad de ropa que creyera conveniente, sin preocuparme por si alguien regresa a casa. Eso es impagable.
Sin embargo, el cambio también traía consigo ciertas incomodidades. Se acabaron las charlas nocturnas, los desayunos calientes al levantarme o la ayuda para limpiar el baño. Eran nimiedades comparado con lo otro, pero las echaría de menos. Y la compañía, claro. Porque lo malo de vivir solo, es que estás solo.
Lo cierto es que no me importaría seguir compartir piso, aunque no fuera con Sergio. Claro que encontrar compañero podría ser una odisea. No tengo espacio suficiente, ni camas de invitados o ni paredes que separen mi habitación del resto de la casa (en realidad hay media, pero no aísla demasiado). Y por si fuera poco, el piso está tan adaptado a las necesidades de un ciego, que seguramente sería bastante incómodo para un vidente. Así que si quería volver a vivir con alguien necesitaba a alguien a quien no le importara dormir en un sofá, que fuera ciego, que no valorara la intimidad y tuviera escasas pertenencias. Los candidatos ideales eran, obviamente, un exnovio trotamundos al que le diera igual dormir en el sofá o un novio, que compartiendo lecho se ahorra mucho espacio. Pero en mi caso esas opciones no estaban disponibles. Teniendo en cuenta que aún no sabía de qué iba nuestra relación, Miguel era capaz de desmayarse si le sugería algo similar a vivir juntos.
Así que se me ocurrió otra opción. Llamé al centro de ayuda para ciegos al que yo solía ir y me ofrecí para alojar a viajeros invidentes. Podría ser divertido. Desde luego, mucho más que pedirle a Miguel que se mudara conmigo.
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