jueves, 18 de diciembre de 2014

Baz el guerrero

Anoche andaba yo un poco somnoliento y en lugar de programar la entrada de "Las aventuras de Baz el guerrero" para que se apareciera a una hora más normal, la acabé publicando a las 3 de la mañana. Así que si echaban de menos la entrega semanal de Baz y Tayner, sólo tienen que retroceder un par de entradas y la encontrarán.

Las aventuras de Baz el guerrero 22

—Eres un niño malcriado —se rio Baz.

—Quítate ese taparrabos y te demostraré que no soy tan niño como piensas —replicó el príncipe.

El guerrero le miró fijamente a sus preciosos ojos verdes y a punto estuvo de quitarse la única prenda de ropa que llevaba. Tayner tenía un cuerpo bien formado, un rostro bellísimo (sobre todo con esos ojos verdes que le hipnotizaban cada vez que los veía) y entraba totalmente dentro del tipo de hombre que solía gustarle, al menos en el plano físico. Le resultaba obvio que el conjuro amoroso que le unía al príncipe le hacía minusvalorar sus muchos defectos de carácter (muchísimos si lo pensaba fríamente) o la diferencia de edad, pero aun así debía reconocer que le atraía bastante. solo dos cuestiones le hicieron pensárselo mejor. El primero tenía que ver con su responsabilidad innata y su sentido del deber. Se había comprometido a proteger al chico y a actuar como su guardaespaldas, por lo que cualquier contacto carnal quedaba fuera de lugar. Además, estaba seguro de que liarse con un cliente atentaba contra el atentaba contra el Código Ámbar de los Caballeros y ya había acumulado suficientes faltas durante ese viaje. La segunda idea que evitó que su taparrabos acabase en el suelo fue el recuerdo de Trelios. Por mucho que el hechizo le hiciera sentirse atraído por Tayner, ese sentimiento no era comparable con el que aún conservaba por su antiguo compañero de Academia. Incluso los ojos verdes de este superaban a los del príncipe.

—No digas tonterías —dijo por fin. Su mano derecha (que parecía tener ideas propias) aún permanecía en la cintura del taparrabos, como esperando que su dueño cambiara de parecer y tuviera que actuar.

—Tú te lo pierdes —respondió Tayner—. Cuando vuelvas arrastrándote pidiéndome amor, quizás ya no esté de humor para atenderte. O, a lo mejor, disfrutas del mejor rato de tu vida —añadió con una sonrisa.

La mente de Baz se nubló por un momento y la mano derecha de Baz empezó a bajar lentamente el taparrabos, pero el guerrero consiguió recuperar el control sobre su cuerpo antes de que quedara al descubierto lo poco de su anatomía que todavía estaba oculto a la vista.

—Ya lo veremos —murmuró el guerrero molesto por haber sufrido ese pequeño instante de debilidad.

De haberse prologado la conversación, Tayner hubiera tenido muchas posibilidades de superar la voluntad del guerrero y lograr sus propósitos. Sin embargo, fueron interrumpidos por el regreso repentino de Häarnarigilna. Concentrados en su charla, ninguno de los dos había sido consciente de la ausencia de la vaca, que se había marchado a buscar el tesoro que el príncipe le había pedido. En sus manos traía un collar de platino con una gema roja como la sangre, tal y como la había descrito el rey Morfin. Viéndolo en las pezuñas de la guardiana, a Baz no le quedó ninguna duda de que esa era la joya que les había encargado encontrar el rey de Elveiss.

—¡Contemplad el Corazón de la Montaña! —proclamó la vaca con el tono que solía usar para anunciar cosas.

—¿Se llama así porque le arrancaron el corazón a una montaña? —preguntó Tayner.

—Pues la verdad es que sí —respondió Häarnarigilna.

—No debieron de pasar mucho tiempo buscando un nombre.

—La leyenda cuenta que el héroe Fusi Dil lo arrancó con sus manos desnudas del pecho el dios montaña Giger —continuó la vaca—. Su cuerpo se petrificó en el acto y llenó por sí mismo un mar entero, dando lugar a la región en la que nos encontramos.

—Mola —dijo el príncipe sonriente—. Ahora debemos estar en sus intestinos petrificados ¡Somos las lombrices de un dios!

—Es tan asqueroso y tan herético que debería arrestarte por decir semejantes palabras —se quejó Baz.

—Busquemos otras joyas hechas de órganos divinos —prosiguió el príncipe sin hacer caso a su guardaespaldas—. Quiero unos pendientes con los riñones de la montaña… o con sus testículos. Seguro que Fusi Dil no se conformó con el corazón y se llenó el joyero con todo lo que pudo coger.

—¿Cómo consigues resistir la tentación de matarle? —le preguntó la vaca al guerrero.

—A veces yo también me sorprendo de la paciencia que demuestro —contestó Baz.  

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Las aventuras de Baz el guerrero 21

La vaca cayó rodando, junto con el resto de barras y planchas metálicas que habían formado la jaula, por el duro suelo de la cueva. Baz se acercó rápidamente a comprobar si se encontraba bien tenía algún daño de gravedad.

—He estado a punto de convertirme en ternera asada —dijo la rumiante con un tono de alegría a pesar de que su cuerpo estaba cubierto de heridas sangrantes y magulladuras.

—Nunca llueve a gusto de todos —murmuró Tayner. Baz le oyó perfectamente, pero no Häarnarigilna. Al menos, no pareció inmutarse por el comentario del príncipe.

—Me alegra que estuvierais aquí para ayudarme a escapar de esa horrible trampa mortal —continuó la vaca. Su voz reflejaba cierta tristeza—. De no haber sido por vosotros… y eso que me he estado portando como una auténtica bruja, con todas esas pruebas que os he obligado a pasar.

—Tranquila, tranquila —le susurró Baz al notar que sus enormes ojos negros empezaban a verse algo más acuosos que de costumbre—. Tú solo cumplías con tu deber. Tampoco es que podamos atribuirnos el mérito. Has sido tú sola la que has conseguido desarmar la jaula con tus habilidades.

—Y con tu peso —añadió Tayner. De nuevo, la vaca no dio muestras de haberle escuchado.

—Quizás esto que voy a confesar os sorprenda, pero… yo no soy la verdadera guardiana de Reevert Tull.

—Uy sí, nos sorprende muchísimo y es una información completamente nueva de la que no teníamos ningún conocimiento —comentó el príncipe con sarcasmo—. De haber comenzado con las confesiones hace cinco minutos, no habrías tenido ese problema con la parrilla.

—Cuando llegué a esta región, la mazmorra estaba abandonada y en un estado bastante lamentable —continuó la vaca haciendo caso omiso de lo que decía Tayner—. Se notaba que hacía mucho tiempo que nadie se acercaba por aquí. Mientras la exploraba, me encontré con un libro en el que se explicaban las normas del lugar y su larga historia. Quedé fascinada por los relatos y, dado que no había nadie, decidí quedarme como su guardiana para revivir el lugar. Puede que me metiera demasiado en el papel, pero yo no tenía intención de hacer nada malo. solo quería encontrar un cometido en mi vida.

—Te has pasado ¿y sabes qué les ocurre a aquellos que suplantan a guardianes de mazmorra? —le preguntó Tayner.

—No —admitió Häarnarigilna con cara de preocupación.

—Pues yo tampoco lo sé, pero para eso tenemos entre nosotros a un verdadero caballero. Baz ¿cuál es el castigo por usurpar un puesto de guardián?

—Que yo sepa, ninguno —respondió Baz—. Sobre todo si esto no tiene ningún dueño conocido.

—Bueno, da igual —se quejó el príncipe—. Ahora lo único importante es que me merezco mi tesoro.

—¡Tayner! No es el momento —le riñó el guerrero.

—No, si tiene toda la razón —intervino la rumiante—. Os merecéis algo por haber conseguido llegar hasta aquí. Eso sí, las reglas me permiten otorgaros una única recompensa.

—Elegiré el diamante más grande que tengas.

—No sería mejor que pidieras el collar de platino que te pidió el rey Morfin —le dijo Baz—. Es la única forma que podrás librarte de él.

—Está bien —gruñó el príncipe—. Pero estoy harto de que todo el mundo me esté diciendo continuamente lo que puedo o no puedo hacer.

—Es que todavía eres un niño malcriado —se rio el guerrero.

—Quítate ese taparrabos y te demostraré que no soy tan niño como piensas.

Baz le miró fijamente a sus preciosos ojos verdes y a punto estuvo de quitarse la única prenda de ropa que llevaba.  

sábado, 15 de noviembre de 2014

Nueva historia de Blaine

Dije que no Blaine no iba a tardar mucho en regresar y aquí está la prueba. Sólo un fin de semana de vacaciones se ha cogido el brujo más salido antes de ponerse con un caso nuevo. Eso sí, a partir de ahora saldrá únicamente en la web de Historias con Hache. Espero que les guste igual o más que el anterior.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Las aventuras de Baz el guerrero 20

La vaca saltó hacia arriba y, después de un par de intentos desesperados, consiguió colgarse del techo de la jaula. Era una solución pasajera, pues el cansancio no tardaría mucho en obligarla a soltarse, pero ella suspiró aliviada al verse alejada del fuego que le había quemado parte del pelo de las patas.

—Vale, vale —dijo Häarnarigilna con una cara de sufrimiento que dejaba claro que, a pesar de su prodigiosa fuerza, ese ejercicio resultaba demasiado para sus extremidades—. Admito que no soy la Guardiana de Reevert Tull.

Miró hacia el suelo esperando que su confesión hubiera producido algún cambio en la situación, pero todo seguía exactamente igual.

—Quizás tendrías que contar más cosas —apuntó Tayner mirando divertido a la vaca—. Si se cae y se asa, tendremos comida para una semana —le susurró a su compañero.

—No seas borrico —le regañó Baz mientras trataba de abrir la jaula con las ganzúas que siempre llevaba con él. Tenía claro que la vaca se lo había buscado ella sola por meterse en la trampa y tampoco negaba que se mereciera un castigo, sobre todo después de intentar matarle. Pero bajo ningún concepto iba a dejar que se convirtiera en un banquete chuletones y solomillos a la parrilla. Se lo prohibía su conciencia y honor. Además, salvar de una muerte segura a una enemiga podía ser una buena forma de empezar a compensar la larga lista de malas acciones que había cometido desde que conoció al príncipe.

—¿Qué haces con unas ganzúas? —le preguntó Tayner—. Eso suele ser un instrumento de ladrones… me parece que alguien no es tan honrado como quiere hacernos creer.

—Son ganzúas de emergencia —gruñó Baz probando una nueva ganzúa—. Me las regaló un amigo hace un tiempo.

—Querría que le abrieras su corazón. O puede que otros lugares más oscuros y recónditos —se rio el príncipe.

—Si no vas a ayudar, mejor quédate calladito —le pidió Baz—. ¿Qué está murmurando la vaca?

—Creo que sigue confesando sus pecados.

—… y entonces me hice pasar por una sacerdotisa de Jung, el dios de las comidas familiares, para poder acercarme a un joven duque del que estaba enamorada —decía la vaca—, pero él me rechazó porque pensaba que mis cuernos eran muy pequeños y yo huí hasta que encontré refugio en una granja donde me escondí disfrazada de oveja…

—¿Le falta mucho? —preguntó Baz—. Me está poniendo un poco nervioso.

—Me parece que sí —respondió Tayner.

—Entonces será mejor que acabemos cuanto antes ¿te importaría ir a buscar una piedra grande?

—¿Cómo de grande? ¿del tamaño de la que reventé contra la cabeza de la vaca hace un momento?

—Sí, eso estaría muy bien —dijo Baz un poco preocupado por si la vaca les escuchaba. Por suerte, ella parecía concentrada en sus pecados y no pareció enterarse—. La necesito para romper el candado. Las ganzúas no dan el resultado que esperaba.

—Es que eres un aficionado. Pero te buscaré esa piedra. Eso sí, la traes tú que los príncipes no cargamos peso.

—Claro, claro.

Tayner se marchó dispuesto a encontrar la piedra más grande del lugar, momento que aprovechó Baz para terminar de abrir el candado con sus ganzúas.

—Con un poco de tranquilidad se trabaja mejor —pensó—. Ya verá quién de los dos es el aficionado.

Pero él no era el único que había decidido poner fin al cautiverio de la vaca. También la propia Häarnarigilna estaba harta de que sus confesiones no sirvieran de nada y decidió terminar con eso de la mejor manera que conocía. Se balanceó un poco, tomó impulso y se lanzó con fuerza contra uno de los laterales de la jaula. La estructura era de sólido hierro y podía hacer frente a muchas cosas, pero los herreros que la forjaron no debieron pensaron que una vaca de tamaño considerable (incluso para ser vaca) sería lanzada (por voluntad propia o ajena) contra los barrotes. El impacto de Häarnarigilna desarmó la jaula en un abrir y cerrar de ojos.  

martes, 11 de noviembre de 2014

Cambio de día de Baz

A partir de esta semana, “Las aventuras de Baz el guerrero” se empezarán a publicar los miércoles por la mañana, ocupando el espacio que dejó libre “Diario de dos treintañeros, uno ciego y ambos gais”.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Blaine se acaba

Parece que se me acumulan los finales últimamente porque Blaine pone hoy punto y final al misterio de Ameisenhaufen. Pero que nadie se alarme porque lo único que se termina es el caso, pero Blaine seguirá buscando misterios en breve. Este ya no da más de sí y hay que renovarse o morir. Ahí fuera hay un enorme universo de seres sobrenaturales esperando a que Blaine les detenga y, en algún caso, también les desnude.

Tengo que decir que creo que es la historia que mejor ha funcionado hasta ahora y la más fácil de escribir. A ver si no la cago con la siguiente. Muchas gracias a todos los que habéis seguido las aventuras de Blaine. Y los que no lo hayáis hecho no os preocupéis porque pronto saldrá el recopilatorio. Se llamará “Blaine Nicholas, brujo a domicilio 1: El misterio de Ameisenhaufen”. Lo sé, me ha quedado demasiado corto.

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 30

— Pero quizás no sobrevivas. — Había dicho el líder naga.

Cualquier otro que no conociera a los de su especie se hubiera preocupado, pero lo cierto es que las nagas tienen fama de ser muy exageradas. Quizás por eso no se lleven bien con las equidnas que, a pesar de su fama de belicosas y caníbales, suelen vivir la vida de forma más relajada. Lo máximo que le puedo reconocer al líder naga es que tocar el cristal dolió bastante, aunque a esas alturas de la noche poco me importaba. Tenía el cuerpo tan machado que pronto quedó difuminado entre el resto de mis dolencias.

— ¡Por aquí! — Grité a pleno pulmón. — ¡Esta es la salida!

Mi voz se expandió ayudada por la reverberación existente por toda la caverna. Gotthold me escuchó en alemán con acento húngaro. Las nagas lo harían en ssississ, mientras que las equidnas debieron creer que hablaba en isssisssisssi, una lengua mucho más común entre ellas que la primera. Y, por último, la hormiga… bueno, la hormiga no sé realmente si captó algo de ese mensaje. Dudo que la maldición (o lo que sea) me traduzca a formas de comunicación no idiomáticas como las feromonas o las vibraciones en el suelo. En cualquier caso, no necesitó entenderme para dirigirse hacia el portal. Allí era a donde iban todos aquellos de los que quería vengarse.

— Ciérralo antes de que entre la hormiga. — Me pidió el líder de las nagas en el momento en que desaparecía por el portal.

— Por supuesto. — Respondí algo ofendido porque no confiase en mi palabra. Después de todo, había sido yo el que propuso esa solución. Claro que también era cierto que nunca había tenido la intención de hacerlo. Que la hormiga se fuera lejos del pueblo y de la familia de Gotthold parecía lo más apropiado y para eso debía meterla en el portal. Sabía que causaría estragos al otro lado, pero lo veía como una especie de justo castigo por todo el sufrimiento que le habían causado a la pobre criatura durante las últimas decenas (o centenas) de años. Así aprendería a no esclavizar monstruos gigantes.

Sin embargo, cambié de opinión al escuchar un pedazo suelto de conversación perdido entre la muchedumbre que huía a la carrera. “Ya volveremos a buscar lo que queda” dijo alguna de los seres reptilianos. Inmediatamente, concluí que la hormiga debía quedarse allí. Las equidnas y nagas se merecían su castigo, pero yo necesitaba que alguien o algo guardase lo que allí estuviera enterrado. Era de vital importancia que un objeto de semejante poder no cayera en las manos equivocadas y esa era la única manera de lograrlo. No podía pasarme la vida excavando y tampoco era posible dinamitar la cueva sin poner en peligro la seguridad de la población. Lo mejor sería dejar un guardia. Y no se me ocurría ninguno mejor que la hormiga. Era enorme, extremadamente fuerte y nunca más volvería a confiar en ninguna criatura que se le acercara. Y, además, estaba cabreada. Un rugido de clara indignación me taladró los oídos en cuanto aparté las manos del cristal y se cerró el portal. Yo traté de explicarle la situación pero, como ya expliqué, no tengo muy claro que sea capaz de entenderme. Al menos se tranquilizó. Quizás supiera que nosotros no éramos una amenaza. El caso es que nos dejó tranquilos y se fue a explorar sus dominios.

Me hubiera gustado triturar el cristal azul para asegurarme de que nadie volviera a utilizarlo, pero era demasiado grande para moverlo. Tuve que conformarme con hacerle una grieta con una de las espadas olvidadas por las equidnas. Me llevó un buen rato, pero al final conseguí romper un par de esquirlas y rajar parte de la superficie. La forma y la pureza son dos cualidades muy importantes en las joyas mágicas. Es lo que determina el grado de poder al que pueden llegar o, en aquel caso concreto, que pueden acumular. Ese cristal seguiría siendo útil, pero sólo con hechizos menores. El portal de teletransporte, nunca más se volvería a abrir. Y para asegurarme de ello, recogí los dos trozos que se habían roto. Los cristales mágicos, aunque no sean perfectos, siempre vienen bien y quedan muy decorativos.

— Al final, no ha salido mal. — Me dijo Gotthold.

— Hubiera preferido herirme un poco menos pero, en general, estoy satisfecho.

— Habrá que mejorarlo.

El conde se acercó a mí y me besó en la boca mientras sus manos empezaban a desabrocharme las prendas de ropa que encontraban en su camino. Yo no tardé en imitarle. Me dolía todo el cuerpo, pero estaba seguro de que ese tipo de tratamiento me haría olvidar mis males. Y así fue. La mayoría de mis dolencias fueron desaparecieron al contacto de los labios de Gotthold sobre mi cuerpo desnudo y las que quedaron, se desvanecieron mientras jugueteábamos sobre uno de los sacos de dormir que el conde llevaba en su mochila. Tengo que decir que el conde se portó mucho mejor de lo que me había imaginado y que demostró un dominio de su varita mágica (y de la mía, en alguna ocasión) digno de un maestro de las artes oscuras (cómo me gusta decir guarradas usando dobles sentidos). Me echó unos hechizos que lograron compensar todos los males que me habían sucedido esa noche.    

Seguimos retozando hasta que el hambre empezó a reclamar nuestra atención y decidimos que sería mejor regresar al castillo. Llegamos con un hambre atroz, empapados y agotados por el sexo y la falta de sueño. La madre de Gotthold nos recibió en camisón y cubierta en lágrimas.

— ¿Te ha hecho algo? — Le preguntó a pesar de que era yo el que presentaba peor aspecto.

— Ya lo hemos solucionado. — Respondió su hijo. Hubiera sido gracioso que le contara a su madre todas las cosas que le había hecho, especialmente cuando se encontraba desnudo, pero prefirió guardarse esa información.

— Dudo que el monstruo de su familia tenga ganas de volver a atormentarles nunca más. — Comenté. — Sospecho que lo único que le interesa es que lo dejen en paz.

— Dice usted muchas tonterías, señor Nicholas, pero reconozco que ha cumplido su parte y estaré encantada de pagarle.

— Ya le dije que no cobraba.

— Como quiera, pero le advierto que mi hospitalidad tiene límites y que sólo dejaré que se quede esta noche. — Gruñó la mujer. — Mañana tendrá que irse.

— Tampoco eso resultará un problema. Debo regresar antes de que se me presente otro caso. Me marcharé lo más pronto posible.

Y así lo hice. Con los primeros rayos del sol salí de la cama de Gotthold en la que había pasado la noche (no durmiendo, precisamente) y me escabullí fuera de la casa. No desperté a mi conde. Él no me acompañaría en mi viaje de regreso y ninguno quería tener que afrontar una despedida. Le habría gustado, pero sus responsabilidades de aristócrata rural se lo impedían. Y era lo mejor para todos. A mí tampoco me apetecía dejar mi carrera de brujo promiscuo. Aunque reconozco que le iba a echar mucho de menos. Me lo había pasado muy bien resolviendo con él el misterio de Ameisenhaufen. Seguro que el próximo no resultaba ni la mitad de interesante o excitante.  

domingo, 26 de octubre de 2014

Las aventuras de Baz el guerrero 19

—Antes de poder entrar a la cámara del tesoro de Reevert Tull —había proclamado Häarnarigilna—, queda una última prueba que yo llamo “La parrillada de los mentirosos”.

—Quizás será mejor que lo dejemos para otro día —dijo Baz.

—Sí, no hace falta que nos des tu precioso tesoro —comentó Tayner—. Puedes quedártelo. Nos conformamos con algunas joyas y monedas. Bastarán con las que sea capaz de cargar mi guardaespaldas.

—Me sorprende que permitas que alguien más toque tu oro —gruñó el guerrero.

—Los sirvientes no cuentan como “alguien” —respondió el príncipe.

—¡¡Silencio!! —mugió la vaca—. Nadie podrá llevarse ni un solo doblón hasta que no se haya completado la mazmorra.

—Está bien ¿Qué tenemos que hacer?

—Un momento —dijo la guardiana dando un paso atrás. De repente, como si hubiera accionado un mecanismo oculto, decenas de antorchas empezaron a arder mientras del suelo surgía una especie de vieja jaula de metal. Su aspecto hizo pensar a los presentes en señores con capuchas negras, cadenas de hierro y un sinfín de enfermedades altamente contagiosas—. Contemplad ¡la parrilla de los mentirosos! —bramó.

—Bonita, aunque yo la pintaría de verde pistacho o un bonito azul cielo —sugirió Tayner —el rojo óxido ya no se lleva nada en la corte, ni siquiera para los instrumentos de tortura.

—¿Para qué sirve? —preguntó Baz.

—El sujeto que pretenda obtener el tesoro debe introducirse en el interior de la jaula —explicó Häarnarigilna abriendo la puerta del artilugio—. Una vez encerrado tras estos barrotes irrompibles, se le harán tres preguntas. Si contesta con la verdad, se volverá tremendamente rico. En caso contrario, se asará a la parrilla y me proporcionará una rica cena.

—Creía que eras vegetariana.

—Es para darle más dramatismo al asunto —confesó la vaca—. ¿Alguna pregunta antes de que comencemos?

—¿Dónde has dicho que hay que meterse? —preguntó Tayner.

—Aquí, en esta jaula —dijo la guardiana impaciente.

—¿Dentro?

—Sí, así —continuó la vaca introduciéndose en la celda—. ¿Ves? Así estará alguno de vosotros cuando entre aquí.

—Ya veo. Entonces, supongo que la puerta que hay que cerrar es esta ¿no?

—Efectivamente. Se cierra con solo empujar. No necesita candado.

—¿Así? —preguntó el príncipe dándole un empujón a la puerta que encerró a Häarnarigilna en el dispositivo.

—Muy bien —le felicitó la vaca—. Y ahora, si yo fuera uno de los aspirantes a obtener el tesoro, tendríais que hacerme tres preguntas.

—¿De qué tipo?

—Del que se le ocurra al guardián.

—Muy bien —dijo Tayner sonriente—. ¿De verdad te llamas Häarnarigilna?

—Pues sí —respondió la vaca. Nada sucedió en la jaula, por lo que debía de ser verdad.

—¿Te gusta que te toquen las ubres?

—Eh… esto es algo personal, pero contestaré por el bien de la demostración: No me gusta mucho —mugió aún ignorante de su condición de prisionera. Tampoco ocurrió nada relevante.

—¿Ves? —susurró Baz a su compañero.

—¿De verdad eres la guardiana de esta mazmorra? —continuó le príncipe sin hacer caso al guerrero.

—Por supuesto —respondió Häarnarigilna. Una gran llama surgió del suelo del artilugio.

sábado, 25 de octubre de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 29

La hormiga gigante se encabritó como si se tratara de un caballo salvaje cabreado. Claro que existía una diferencia de tamaño y peso (incluso de número de patas) considerable y los efectos que su mal humor produjo en su entorno, también variaron bastante. La mayoría de los equinos no provocan terremotos al enfadarse, ni poseen unas pinzas capaces de cortar la roca sin problemas, ni cuentan con una fuerza 10 veces superior a la que tendría un humano medio en proporción a su tamaño (aunque hay excepciones a cada una de estas afirmaciones). El insecto sobrenatural, al verse libre de sus milenaria esclavitud quiso hacer uso de todas las ventajas que la evolución y/o la magia le habían conferido y las dirigió contra todo lo que encontró a su paso.

Los andamios cayeron bajo la embestida de sus antenas (gordas como troncos de árbol), las paredes temblaron ante el trote de sus seis patas y varias estalactitas de un tamaño considerable fueron arrancadas del techo rocoso por sus poderosas mandíbulas para ser inmediatamente lanzadas contra sus antiguos captores. Todo eso acompañado por otro de esos chillidos que te hacían desear arrancarte los tímpanos y una lluvia de ácido fórmico que nos provocó un fuerte escozor en los ojos. Era una vitalidad asombrosa para una criatura que, hasta unos minutos antes, se encontraba en la más completa inmovilidad. Parecía que hubiera estado guardando fuerzas para un momento como ese. Y debía reconocer que las utilizaba a conciencia, aunque también empezaba a pensar que todos los allí reunidos moriríamos en el proceso. Liberar a la hormiga gigante homicida no pasaría a la historia como una de mis mejores ideas, a pesar de haber cumplido completamente su objetivo: Las equidnas y las nagas estaban concentradas en la criatura y ya no atacaban más a Gotthold. Mi siguiente tarea sería evitar que el conde resultara herido por alguno de los desastres causados por la hormiga. Pero primero me tendría que salvar a mí mismo. Subir a lomos del monstruo había resultado un auténtico suplicio y parecía un millón de veces más sencillo que bajar después de que se hubiera descontrolado. Al final fue la misma hormiga la que me ayudó a desmontar. Claro que “ayudar” puede que no sea el término más adecuado para decir que me tiró al suelo de un antenazo. La leche (por no decir otra palabra) fue monumental. Me dolía todo.

— ¿Qué tal te encuentras? — Me preguntó Gotthold preocupado.

— Bien. — Mentí con un hilo de voz. — No ha sido para tanto.

— Me siento muy orgulloso de ti, pero ¿qué hacemos ahora? La cueva no va a resistir mucho más.

— Sígueme, tengo una idea. — Le dije antes de echar a correr. Mi cadera soltó un crujido, el coxis me ardió como si estuviera a punto de soltar llamas por el culo y varios calambres torturaron mis piernas. No estaba en mi mejor momento para hacer ejercicido, pero no tenía remedio. Debía hacer algo o moriríamos ante la rabia desatada de la hormiga.

A pesar de mi pésimo estado, no tuvimos problemas en adelantar a las nagas y equidnas que reptaban despavoridas. En un primero momento habían tratado de hacerle frente, pero pronto comprendieron que resultaba inútil y escaparon. Eso sí, cada uno trataba de huir con los de su especie, lo que me facilitó bastante las cosas porque los individuos que me interesaban para mi plan eran los menos numerosos de la manada.

— ¡Tenéis que abrir el portal! — Le grité a un grupo de nagas que me miraron con cara de incomprensión. Sabía que me entendían, porque ya les dije que soy capaz de hablar cualquier idioma, incluso las sobrenaturales. Quizás nunca habían visto a un humano usar el ssississ, uno de las lenguas de su reptiliana raza. Me hubiera gustado que me contaran qué acento tenía (orco, seguro), pero mis prioridades eran otras. — Si abrís el portal, podréis escapar.

— Pero la hormiga nos seguirá. — Escuché que siseaba uno de ellos. La corona emplumada que llevaba en la cabeza era mayor que la del resto, por lo que supuse que se trataría del líder del grupo o el brujo principal.

— No os preocupéis, yo lo cerraré en cuanto salgáis. — Les prometí.

— Está bien. — Aceptó la criatura.

El resto del grupo no dijo ni siseó nada. Se limitaron a seguir a su jefe al enorme cristal azul que había en la caverna principal. Seis de ellas se situaron a su alrededor y pronto el cristal azul empezó a emitir el rayo luminoso que abría el portal de teletransporte en una de las paredes de la cueva. Una vez conseguido, el líder se me acercó y me pidió que le acompañara al círculo.

— Para que el portal permanezca abierto, deberás estar en contacto con el cristal. — Me siseó. — Pero quizás no sobrevivas.

sábado, 18 de octubre de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 28

— ¡Rolac! ¡Nóisuf! — Grité. No tardé nada en arrepentirme de haberlo hecho.

Se dice que las opiniones son como los culos, pues todo el mundo tiene una. En el mundo brujeril es igual. Cada hechicero cuenta con su propia teoría, por absurda que resulte. Algunos incluso llegan a contradecirse en el mismo pergamino, lo que no ayuda precisamente al aprendizaje de la magia. Al final, la hechicería no se diferencia en nada de las teletiendas que prometen pérdidas de grasa o abdominales labrados a cincel sin moverte del sofá (eso sí que es magia y no lo que hago yo).

Una de esas locas teorías, formulada por un tal Guimplin, defendía que se podía ampliar el rango de acción de los hechizos añadiéndoles extensiones. Así un brujo sería capaz de progresar en sus estudios aunque sólo poseyera un único conjuro. Parecía una hipótesis hecha a mi medida, pero nunca me había decidido a ponerla en práctica. Y no sólo porque fuera contra el principio básico de invariabilidad de la magia. También porque el señor Guimplin había fallecido tratando de demostrar que el cianuro no era venenoso en sí mismo, sino que el efecto dependía de la comida con la que se mezclase, del aire que lo rodease y de los malos pensamientos del asesino. Comprenderán que no me fiara mucho de una algo escrito por el señor que se bebió un litro de cianuro sin respirar esperando sobrevivir al proceso.

Sin embargo, en ese momento no me quedaban muchas más opciones. La cadena no iba a caerse sola y Gotthold necesitaba ayuda urgente. Pronto alguna a equidna se le ocurriría la genial idea de tirarle una piedra a la cabeza o las nagas comenzarían a soltar rayos por las manos. En principio, el asunto no presentaba demasiadas complicaciones. Era como animar a un niño a hacer los deberes. Había que indicarle lo que querías que realizase con cierta alegría y cariño para que el hechizo te complaciera. Todo eso teniendo en cuenta que nos estamos refiriendo a una cosa mágica que no llega a ser un ente en sí mismo y que sólo posee un leve soplo de algo que podríamos llamar conciencia, siendo generosos.

En cualquier caso, por leve que fuera su soplo de conciencia, a mi hechizo de calentar agua no debió de gustarle lo más mínimo la teoría de las extensiones, pues las manos me empezaron a quemar.

— ¡No a mí! — Chillé. — A la cadena ¡Nóisuf!

El ardor de mis manos aumentó, señal de que había algo que no estaba haciendo bien o que la teoría del señor Guimplin era tan válida como su idea sobre la toxicidad del cianuro.

— Por favor, hechizo de calentar agua bonito. — Añadí recordando que había que ser amable. Sé que parecerá una tontería hablarle a unas palabras que leí años atrás en una vieja piel de cabra que encontré en un monasterio abandonado, pero estaba desesperado. Y, además, funcionó porque la quemazón de mis manos se atenuó y parte se trasladó a la cadena. No se equivoquen, seguía doliendo mucho. Más incluso que el hechizo de defensa de la espada de fuego que me había causado ampollas en la mano. De verdad esperaba que Gotthold fuera bueno en la cama o, como poco, que se le dieran bien los trabajos manuales porque yo iba a pasarme una larga temporada sin poder coger nada o autocomplacerme. Al menos, no era el único que sufría con el proceso. A juzgar por los chirridos que soltaba y que me taladraban el cerebro igual que un estilete, la hormiga tampoco se estaba divirtiendo con eso. Ya lo dice el refrán: mal de muchos, consuelo de tontos. Y yo soy bastante tonto. Aunque me consolé más cuando la cadena se rompió y la hormiga se encabritó.  

sábado, 11 de octubre de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 27

Salté hacia delante con los ojos fuertemente cerrados para no ver a la criatura, aunque no tardé en abrirlos. Me estaba lanzando al vacío desde una altura más que considerable, con la pequeña esperanza de caer sobre el lomo de una hormiga gigante que no sabía si se encontraba donde yo creía porque me daba pánico mirarla. Poseo la autoestima de un tamaño considerable (como todo), pero hasta mi confianza en mí mismo tiene límites. Así que abrí los ojos un par de décimas de segundo después de que mis pies se separan del andamio. Inmediatamente, comprendí que habría sido mejor abrirlos un poco antes. Había tomado demasiado impulso desde una altura muy superior a la conveniente. No iba a aterrizar sobre su lomo con gracilidad felina, sino que me pasaría de largo y me estamparía contra el suelo como si fuera un saco de patatas. Sólo me salvé gracias a que pude agarrar uno de los largos pelos (o lo que fueran) que sobresalían de su lomo. Sentí que el brazo izquierdo se me desgajaba del hombro dislocado, las ampollas de la mano se reventaron y a punto estuve de vomitar por el dolor, el miedo y el asco que me daba tocar al insecto gigante. Pero, al menos, estaba vivo. Tampoco al monstruo debió gustarle mucho que le cogiese de ahí, porque soltó otro de esos chirridos antinaturales que nos habían taladrado los oídos con anterioridad, aunque en esta ocasión me pareció que era mil veces más potente e hiriente, seguramente por la cercanía del bicho. Por suerte, mi instinto de supervivencia (que también tiene un tamaño considerable) me obligó a mantenerme agarrado a los extraños pelos del animal o me hubiera caído por el borde.

El dolor fue muy intenso, pero mantuvo el miedo a raya en esos momentos tan críticos y me permitió asegurar mi posición sobre el monstruo. Sin embargo, a medida que se fue calmando, mi nerviosismo fue creciendo. Volví a cerrar los ojos para tratar de serenarme. No funcionó. Mi mente era incapaz de olvidar que me encontraba sentado encima de una hormiga. Y gigante, nada menos.

— Venga, Blaine. Tú puedes hacerlo. — Oí que me gritaba Gotthold desde el suelo. Miré en su dirección para ver cómo se encontraba mi conde predilecto. El número de equidnas a su alrededor había aumentado enormemente, aunque parecía mantenerlas a raya con la espada llameante. Las nagas presentes, no más de una decena, se habían concentrado a varios metros de la zona de combate. Sus manos chisporroteaban de energía mientras chismorreaban entre ellas. Eso no presagiaba nada bueno. Si le mataban, nunca me lo podría tirar (no, no me va la necrofilia).

Alentado por mi preocupación por Gotthold y por mi imperiosa necesidad de sexo, volví a abrir los ojos. Para mi sorpresa, descubrí que así sentía menos miedo. Lo que realmente me aterraba era la idea de encontrarme sobre una hormiga y no tanto el hecho de estarlo. Sobre todo porque, desde mi punto de vista, el monstruo parecía más un toro descomunal que una hormiga.

— Es un toro, es un toro, es un toro, es un toro. — Repetía en voz alta una y otra vez mientras buscaba a mi alrededor la cadena que ataba a la criatura. No me fue fácil encontrarla pues, después de tantos años (quizás siglos) llevándola, se había acabado mimetizado con su cuerpo. De hecho, se había fusionado tanto con su exoesqueleto que el animal soltó otro chirrido de dolor al tratar de quitársela. Y la cosa empeoró cuando comprendí que lo único efectivo sería la magia.

— ¡Rolac! — Grité mientras apoyaba las manos sobre la cadena. — ¡Nóisuf!  

sábado, 4 de octubre de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 26

No tuvimos que esperar mucho para descubrir si los gritos de alarma de la naga habían tenido el éxito que ella esperaba. Apenas habían pasado unos segundos y ya empezaba a llegarnos un murmullo lejano que me hizo pensar en decenas de cuerpos arrastrándose sobre la roca. Parecía que cuando se presentaba un peligro, nagas y equidnas eran capaces de dejar de lado sus enfrentamientos. Estaba acumulando tantos conocimientos sobre las dos especies y sus relaciones mutuas que pronto podría escribir un libro sobre el tema. Aunque primero tendría que sobrevivir a la experiencia.

— Yo me encargo. — Se ofreció Gotthold. — Tú encárgate del monstruo.

Protesté y empecé a exponer una retahíla de argumentos en contra de ese reparto de papeles: yo llevaba años acumulando odio hacia las equidnas y las conocía mejor, mi magia tenía más posibilidades de triunfar frente a un ejército que sus manos desnudas, los neófitos como él debían encargarse de la tarea menos peligrosa que, en ese caso, era la que incumbía a la hormiga gigante... podía mencionar mil razones además de mi mirmecofobia, que era el verdadero motivo por el que prefería combatir contra cientos de criaturas caníbales antes que subirme a una mansa hormiga gigante. Mi palabrería fue inútil porque Gotthold no escuchó nada de lo que le dije. Casi no había empezado a hablar y el conde ya se encontraba descendiendo por los andamios a toda prisa. Yo insistí durante un tiempo, pero me tuve que rendir cuando saltó sobre la naga desde más de cuatro metros de altura. Fue una suerte que no le pasara nada grave. Me refiero al conde, por supuesto. La naga, en cambio, quedó inconsciente. Le lancé la espada encantada para que tuviera algo con lo que defenderse.

— ¿Qué tengo que hacer para activarla? — Me preguntó a gritos.

— No lo sé. Es posible que lo único que tiene de especial es que te abrasa cuando la coges. — Respondí. — Hay brujos que disfrutan fastidiando al personal.

— Ya, pero si hiciera algo ¿qué sería?

— Pues te puedo asegurar que no va a hacer crecer gominolas del suelo. — Contesté algo molesto. De haber bajado yo, no habría tenido ese problema. Y me habría ahorrado la parte de la hormiga, claro. — Prueba con los elementos naturales. Es lo más típico en las espadas.

— ¡Hielo! — Gritó Gotthold. — Espera... había que decirlo al revés... o... l... e.. ih ¡Oleih! — Repitió. No pasó nada. — ¡Oleih! — Insistió.

— Prueba con otro.

— Ah, sí. Eh... ¡Auga! ¡Otneiv! — Ambos tuvieron los mismos resultados que el primero. — ¡Ogeuf!

La espada estalló en llamas, dándonos un susto de muerte. Gotthold a punto estuvo de dejar caer el arma y yo casi me olvido de agarrarme al endeble andamio de madera al que estaba subido.

— Qué apropiado. — Pensé. — Un mago que sólo sabe usar un hechizo de fuego encuentra una espada de fuego. Ya me podía haber tocado algo diferente. Por variar un poco. El día que deje de resolver misterios, el único trabajo que me va a conseguir la magia es asando castañas.

— Gracias. — Me dijo el conde. Se le notaba contento con su ardiente espada. — Yo me ocupo de las equidnas. Tú sigue subiendo. Piensa en lo que haremos luego.

Nuevamente quise protestar y sugerirle que intercambiáramos los puestos. Pero para entonces las primeras equidnas ya habían llegado a la altura de Gotthold y este se encontraba entretenido repartiendo mandobles a diestro y siniestro.

— En fin, vamos allá. — Me dije.

Respiré profundamente un par de veces, me concentré en las cosas que pensaba hacerle al conde más tarde y, usando las escasas fuerzas que aún me quedaban, subí a la carrera los cuatro peldaños del andamio que faltaban para llegar a la altura necesaria para lo que pretendía hacer. Luego cerré los ojos, me puse de cara a la hormiga y, tras un par de amagos, salté hacia delante.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Las aventuras de Baz el guerrero 18

—¿Qué ha ocurrido? No lo recuerdo —preguntó Häarnarigilna incorporándose a duras penas del suelo—. ¿Me has vencido de nuevo? ¿He vuelto a caerme desmayada tras mi enésima derrota?

—Eh… sí, por supuesto. Yo, Baz Sannir, hidalgo del reino de Kierg salido de la Academia Militar Interna de los Gentiles y Alegres Paladines Decapitadores te he vendido a ti, oh… señora vaca —mintió el guerrero. Se sentía fatal por tener que hacerlo, pero le parecía la única forma de sobrevivir a semejante experiencia y, de paso, encontrar la joya que le salvaría la vida al Tayner. Así, además, él se libraría del hechizo amoroso causado por el Cristal de Marggen que le tenía suspirando por el príncipe. Sobre ese punto el rey Morfin no había sido muy explícito, pero Baz asumía que así sería. Era lo que solía ocurrir en los cuentos de hadas. El bravo caballero consigue salvar la vida de una bella princesa y, con ello, queda libre de la maldición que pesaba sobre él.

—Y en esta ocasión tampoco te han dado con una piedra en la cabeza —continuó Tayner con una sonrisa.

La vaca que hasta el momento no había sido consciente de la presencia del príncipe, le echó una mirada de odio desmedido mientras se erguía con fuerzas y agilidad renovadas.

—¡Tú! —bramó enfadada—. Has desafiado a la guardiana de Reevert Tull al entrar sin su autorización expresa.

—Bueno, lo cierto es que sí que me diste permiso para pasar —apuntó Tayner.

—Dije “alejaos de mí y pereceréis” —respondió la rumiante—. Estaba implícito en la frase.

—No, de eso nada. Si perecíamos era por, cito textualmente, “los peligros que acechan en la negrura de sus galerías”.

—Le tengo que dar la razón al joven —intervino Baz—. El mensaje no decía nada de que fueras a matarnos si entrábamos por nuestra cuenta. De hecho a mí me comentaste que tu intención era rescatarle, no matarle.

—Y por cierto, estoy muy descontento con la mazmorra —añadió Tayner—. Ha quedado claro que me he alejado de ti y no he perecido. Me gustaría una compensación. En forma de tesoro, a ser posible.

—De acuerdo, no le mataré —se rindió Häarnarigilna—. Es obvio que hoy no hago más que llevarme pedradas.

—¿Perdón? —dijo Baz, de pronto blanco como la nieve. La posibilidad de que la guardiana de la mazmorra hubiera averiguado su juego y pretendiera tomarse la revancha le aterraba. Se había enfrentado a muchas cosas a lo largo de su vida, incluso a dragones, pero nunca había sentido tanto miedo como delante de esa vaca loca.

Tayner no debía de estar igual de preocupado por las represalias de la rumiante, porque empezó a reírse a carcajadas.

—¡Mira lo que dice la vaca! —al príncipe casi no se le entendía debido al ataque de risa incontrolable que dominaba su cuerpo.

—¿Acaso he dicho algo mal? —preguntó Häarnarigilna confusa—. Dijiste que “pedrada” significaba “perder”.

—Uy, sí, sí —le respondió Baz.

—Bien, entonces se acerca la hora de ir a la gran cámara del tesoro de Reevert Tull. —Anunció la vaca.

—¡Sí! —gritó Tayner con entusiasmo.

—Pero antes, queda una última prueba que yo llamo “La parrillada de los mentirosos”.

—Quizás será mejor que lo dejemos para otro día.

sábado, 27 de septiembre de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 25

Las piernas y las manos me temblaban, a veces tan fuerte que tenía que detener mi lento ascenso por los andamios por miedo a caerme. Me encontraba a una altura respetable y cualquier paso en falso supondría muchos meses de recuperación. Si tenía suerte. Pero no era el vértigo o la posibilidad de partirme el espinazo lo que me provocaba esos amagos convulsivos que me obligaban a pararme. El verdadero problema no se encontraba debajo de mí, sino a mi espalda.

El pánico se iba incrementando a medida que escalaba. Cada paso suponía una verdadera lucha contra mi cuerpo y mi mente. Accionar los músculos de mis extremidades en contra de mis propios sistemas fisiológicos requería un esfuerzo sobrehumano y hacía mucho que las piernas habían comenzado a dolerme de puro agotamiento. Por si eso fuera poco, un tirón se había apoderado de mi gemelo derecho unos peldaños antes y el hombro izquierdo se me dislocó en algún momento del camino. Y, además, las ampollas que la espada encantada me produjera en la mano me hacían ver las estrellas cada vez que agarraba una de las barras del andamio. No estaba siendo el momento más agradable de la aventura, ni tampoco el más placentero, pero yo continuaba con determinación férrea movido por la promesa que Gotthold acababa de hacerme. Eso era lo único que mantenía viva a la pequeñísima parte de mi consciencia que aún no había caído presa del terror más absoluto. Puedo llegar a hacer muchas tonterías por echar un polvo, pero hasta ese momento nunca había sentido tanto dolor.

— Venga, Blaine, no te rindas ahora. Ya falta poco. — Me animó Gotthold desde unos peldaños más abajo al ver que me tomaba el enésimo descanso. Él no sufría el mismo pavor que yo, pero tampoco era inmune a la presencia del monstruo y mis continuos parones le estarían haciendo mucho más difícil mantener la compostura.

— Ay. — Me hubiera gustado decir algo más, pero eso fue lo máximo a lo que llegué. Las múltiples maldiciones e improperios que dediqué a buena parte de la familia del conde (con especial énfasis en su madre) y al día que nos conocimos se quedaron como meros pensamientos flotando en mi cabeza.

— Si quieres, me voy adelantando yo. — Añadió. En su voz se distinguía un ligero tono de impaciencia. O puede que fueran imaginaciones mías. En ese estado, era capaz de encontrarle el lado negativo a cualquier cosa. Salvo al sexo, por supuesto, o no me hallaría en semejante situación.

— No. — Gruñí con orgullo. Aun así, me encontré incapaz de elevar la pierna y proseguir la marcha.

— Entonces piensa en lo que ocurrirá luego.

El comentario me dio fuerzas renovadas y, durante unos segundos, el ascenso se realizó a un ritmo aceptable. Luego, exhausto y sin aliento, tuve que detenerme de nuevo. Además, mi pánico había alcanzado su nivel máximo. Antes de empezar a subir Gotthold había contado los niveles del andamio que debíamos subir para alcanzar la altura que queríamos y, si no me había equivocado, sólo quedaban cuatro. Eso significaba que estábamos a punto de llegar y que, en pocos segundos, me vería obligado a darme la vuelta. A punto estuve de soltar mis agarres de puro terror. Sin embargo, ni el cansancio ni el miedo me impidieron escuchar el ruido que se produjo en ese instante en el suelo de la cueva. Al girar la cabeza, tanto Gotthold como yo, pudimos contemplar sin problemas a una naga con cara de cabreo. Sus manos empezaron a emitir un leve brillo azulado mientras daba el grito de alarma.

sábado, 20 de septiembre de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 24

Casi me desmayo al darme cuenta de que el enorme monstruo que se alzaba ante nosotros, aquella descomunal mole del tamaño de un edificio, era nada más y nada menos que una hormiga obrera gigante. Mis piernas se dispusieron para salir corriendo a toda velocidad y de no ser porque Gotthold me detuvo, estoy convencido de que habría saltado al vacío desde lo alto del andamio.

— ¿Qué te pasa? — Me preguntó el conde abrazándome con fuerza. Estábamos cara a cara, pecho contra pecho y otras cosas frente a otras cosas.

— Hormiga. — Conseguí responder gracias a que el rostro de Gotthold se encontraba tan cerca del mío que me impedía ver el monstruo. Seguía cagado de miedo, pero era capaz de hablar. — Gigante.

— Antes no te importaba estar cerca ¿qué ha cambiado para que ahora estés tan asustado?

— Me... me dan miedo las hormigas. — Confesé. — Es una larga historia, pero se podría resumir en que mis poderes tienen una serie de contrapartidas y una de ellas es padecer un sin fin de fobias absurdas. Este mes, parece que por una broma del destino, me ha tocado ser mirmecófago... no, espera, me he equivocado. Es mirmecófobo.

— Si fueras mirmecófago ahora mismo te estarías dando un festín de hormiga. — Se rio el conde.

— Sé que tenerle miedo a un insecto es una completa estupidez. Soy consciente de ello en todo momento, incluso en medio de un ataque de pánico. Pero no puedo evitarlo. En cuanto empiezo a asustarme, mi cuerpo toma el control y deja de atender a razonamientos lógicos. — Le expliqué. Gotthold aún no me había soltado, pero no me importaba. Me relajaba tenerle tan cerca (bueno, había zonas de mi cuerpo más intranquilas que otras).

— Le ocurre a cualquiera.

— Lo mío es extremo. La semana que tuve electrofobia, me daba tanto miedo la electricidad que acabé viviendo en lo alto de un árbol en medio del campo. No bajé en cinco días. Logré sobrevivir gracias a que era un naranjo cargado de fruta madura, aunque acabé con cagalera y con una lesión de espalda. Además, a su dueño no le hizo ninguna gracia que le robara y me obligó a trabajar en su granja durante 15 días en compensación. Y lo peor de todo es que siempre he odiado las naranjas.

— Pero en esta ocasión es diferente. — Dijo el conde. — Aquí al lado hay una hormiga gigante con unas mandíbulas que serían capaces de cortar por la mitad un automóvil sin esfuerzo.

— Eso no me ayuda. — Me quejé revolviéndome.

— Quiero decir que, en esta ocasión es un miedo racional. A mí también me pone los pelos de punta tener cerca el bicho este. Si no he salido corriendo hasta ahora ha sido gracias a que estás aquí.

— Pues entonces, deberíamos marcharnos cuanto antes y ocuparnos de nuestros propios asuntos. — Propuse con una sonrisa nerviosa en la cara.

— La pobre hormiga está encadenada. No podemos dejarla así. Las equidnas y las nagas la tienen esclavizada.

— Y la están usando para encontrar una joya que les daría un poder inmenso. — Añadí.

— Vamos a liberarla y luego te daré algo que te gustará mucho.

— No creo que haya nada que me convenza...

La frase murió cuando los labios de Gotthold entraron en contacto con los míos y me besó. Mientras tanto, sus manos dejaron de retenerme y se dirigieron a reforzar el mensaje que quería transmitir. Una tocó por delante y la otra, por detrás.

— Es una propuesta interesante. — Admití.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 23

— ¿Eso es un monstruo? — Me preguntó Gotthold claramente asustado.

Era comprensible. Yo mismo, a pesar de mi experiencia en temas sobrenaturales, me sentía aterrado en ese instante. La perspectiva desde la que observaba la situación había variado drásticamente. Para empezar, ya no nos encontrábamos bajo una misteriosa e inmensa estructura que se extendía por toda la cueva sostenida por seis enormes pilares, sino que lo que teníamos por encima de nuestras cabezas era un monstruo descomunal erguido sobre sus correspondientes patas. Su altura debía de ser de varias decenas de metros y su longitud era de una magnitud que, desde yo me encontraba (en la zona del culo) era incapaz de ver el otro extremo. A ojo, calculaba que la criatura ocuparía la mitad del volumen de la cueva.

Con el descubrimiento, también quedaba demostrada (obviamente) la existencia del monstruo de la familia Ameisenhaufen. Y, además, se aclaraba el enigma de cómo habían sido capaces de excavar semejante sistema de cuevas las equidnas y las nagas. Por muy habilidosas que fueran en temas de ingeniería y magia (respectivamente), una obra de esa envergadura escapaba se (por mucho) de sus posibilidades. En realidad era el monstruo el que perforaba la roca y, al hacerlo, causaba los temblores de tierra que tanto asustaban a la gritona madre de Gotthold. Debían de haberlo esclavizado mucho tiempo atrás y le habían utilizado para tratar de desenterrar los objetos mágicos que se encontraban por las cercanías.

— Debería estar contento. — Pensé. — He resuelto un montón de misterios de un plumazo.

— ¿Qué clase de monstruo es? — Me preguntó el conde. Su voz reflejaba bastante menos miedo y mucha más curiosidad.

— ¿Perdona? — Respondí extrañado.

— Es la criatura que ha estado atormentando a mi familia desde su creación, me gustaría saber a qué especie pertenece.

— Ah, sí, es un… Gigantus mastodonticus. — Dije.

— Te lo acabas de inventar. — Se rio el Gotthold.

— Si te soy sincero, no tengo ni idea. — Confesé.

— Vayamos a averiguarlo. — Sugirió mi acompañante. Aunque más que una sugerencia se trató de una afirmación. Desde luego, no esperó a que yo respondiera antes de empezar a trepar por los andamios de madera que cubrían cada milímetro de pared. Parecía entusiasmado por descubrir algo que había sido tan importante para la historia de su familia.

A mí, por el contrario, la expedición no me hizo la misma ilusión. Y no se debía sólo a que fuéramos a situarnos a la altura de la cabeza (con sus ojos para ver y sus dientes para comer) de un monstruo enorme. Tampoco los andamios me inspiraban demasiada confianza. Sin embargo, a pesar de mis negros augurios, no sufrimos ningún accidente y conseguimos acercarnos al extremo delantero lo suficiente para poder distinguir qué tipo de monstruo era. Fue entonces cuando grité.

— ¡Hormiga!

lunes, 8 de septiembre de 2014

Las aventuras de Baz el guerrero 17

—Los clásicos, siempre funcionan —había comentado Tayner después de haber dejado sin sentido por segunda vez a Häarnarigilna.

—Gracias —dijo Baz. No era que aprobase el método que había usado el chico, pero tenía que admitir que le había salvado la vida. La vaca era un rival demasiado fuerte para él y, además, estaba completamente loca. Hubiera preferido que le rescatasen con algo de honorabilidad, pero empezaba a pensar que iba a ser difícil que eso sucediera si Tayner se encontraba por los alrededores.

—¿Me dejas tocarle las ubres ya?

—Desde luego que no —gruñó el guerrero asqueado.

—Eres muy aburrido.

—Sí, lo sé —admitió Baz—. Por cierto ¿te encuentras bien? ¿has tenido algún percance mientras corrías en la oscuridad?

—La verdad es que no. Me asusté un poco cuando me dispararon un montón de flechas, pero no fue nada.

—¿Fue cosa tuya que la trampa no tuviera flechas?

—Hombre, tenerlas las tenía —respondió Tayner sonriente—. Las dejé allí mismo, en unos montones. Como a ti te va eso del orden y no robar, pensé que así te sentirías orgulloso de mí y me dejarías ver qué escondes debajo del taparrabos.

—¿Y cómo es que no te ocurrió nada? —preguntó Baz tratando de ignorar el último comentario, a pesar que una parte de él (aquella que se encontraba bajo la influencia del hechizo amoroso) se moría de ganas de arrancarse la prenda y dejarse llevar por la lujuria y por los preciosos ojos verdes de Tayner—. Había varias decenas de proyectiles bastante afilados. Es imposible que las esquivaras todas.

—No hace falta. El campo de fuerza se ocupa de esas cosas —contestó el príncipe.

—¿Me estás diciendo que cuentas con un campo de fuerza mágico capaz de detener cualquier ataque contra ti?

—Básicamente, sí.

—Me habría gustado saberlo cuando trataba de salvarte de aquellos supuestos asesinos —se quejó Baz.

—Entonces te habrías relajado —explicó Tayner—. Estar en peligro de muerte siempre consigue que los guardaespaldas trabajen mejor.

A Baz (también a la parte de él que estaba enamorada de los ojos verdes del príncipe) le habría encantado abofetear al chico en ese momento pero dos cuestiones lo impidieron. La primera fue que recordó que su juramento de fidelidad a la corona de Kierg le prohibía agredir a miembros de la familia real. Y la segunda fue que Häarnarigilna se despertó en ese preciso instante.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 22

Lo que yo había tomado como el fondo de la cueva era, en realidad, el punto en el que la gruta principal se dividía en tres. Las dos galerías situadas a la izquierda no despertaron mucho mi interés, pues eran poca cosa. Una tenía varas decenas de metros de extensión, pero se encontraba completamente abandonada, y la otra apenas merecía el nombre de “socavón en la pared”. Era en la tercera caverna donde se concentraba toda la actividad y ajetreo que no se detectaba en la cueva principal. El tamaño de esta nueva gruta (a la que llamaré “caverna 3” para evitar confusiones) podía ser ligeramente mayor que el de la otra, pero era difícil apreciarlo por la escasa iluminación y por el exceso de construcciones que llenaban su espacio. Andamios cubriendo las paredes, puentes colgantes cruzando la gruta de parte a parte, plataformas de madera que se alzaban sobre el suelo trazando espirales, vías de vagoneta… Todo superpuesto, duplicado y, a veces, enredado. Pero entre este caos, destacaba una extraña estructura que se sostenía sobre seis gigantescos pilares. Desconocía su función, pero era tan inmensa que, desde yo me encontraba, resultaba imposible distinguir su extremo opuesto o el techo de la cueva.

Como decía, en la “caverna 3” se concentraba la actividad de las cuevas, sobre todo la minera. Se podían contar por decenas las criaturas que allí picaban, cargaban, vigilaban o arrastraban vagonetas rebosantes de cascotes y descomunales pedruscos. La inmensa mayoría de los monstruos pertenecían a la especie de las equidnas. De hecho, tan sólo había visto a un par de nagas y pronto se fueron reptando a toda prisa en dirección al portal de teletransporte, quizás para echar una mano a sus hermanas en su pelea contra las equidnas. Fuera por la razón que fuese, yo me alegré de su marcha. No me apetecía tener que embadurnarme el cuerpo con algo que consiguiera bloquear su visión infrarroja (que conste que, para otras actividades, no me importaba embadurnarme dónde y con lo que hiciera falta). Las equidnas demostraron ser más responsables que sus primas y permanecieron trabajando después de que las nagas se hubieran ido, aunque acabaron por abandonar sus puestos en cuanto se oyeron los primeros ruidos de pelea.

Esta estampida generalizada dejó la “caverna 3” desierta y nos permitió curiosear tranquilamente. Me sentía intrigado por la misteriosa e inmensa estructura que se extendía sobre nuestras cabezas. Nunca había visto algo similar y parecía ser importante. Decidimos subir a unos andamios para verla más de cerca, aunque al final no fue necesario. En cuanto me di cuenta de que uno de los pilares se movía, sabía la respuesta a la pregunta.

— ¿Qué crees que es? — Me preguntó Gotthold. — ¿Una especie de cabaña? ¿una máquina?

— Eso… — Empecé a decir con dificultad. Me faltaba el aire. — Eso es el monstruo de tu familia.

sábado, 30 de agosto de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 21

La piedra salió volando, cayó junto a una de las nagas y rodó un par de metros por el suelo, pero pasó completamente desapercibida para los monstruos. En el segundo intento me acerqué un poco a las criaturas, aunque nadie advirtió su presencia, igualmente. Fue al tercer intento cuando logré alcanzar el objetivo y la reacción que pretendía, pues le aticé a una de las nagas en plena cabeza. Un escalofriante bufido escapó de su garganta al recibir el golpe y sus ojos se entrecerraron en un gesto de odio dirigido un grupo de sus enemigas ancestrales que se encontraba a unos metros de distancia. Ya debían de haber sufrido bromas similares, pues la atacada ni se planteó que existiera otro responsable diferente a las equidnas. Claro que también es cierto que una de las razones para apuntar a las nagas era, precisamente, su escasa capacidad de razonamiento. A pesar de la creencia popular, la capacidad de lanzar hechizo no está relacionada con la inteligencia... lo que no quita para que existan brujos listos (además de guapos, atractivos, divertidos, cultos y con muchas ganas de complacer a quien se deje) como un servidor.

El resto de nagas no tardaron en apoyar a su compañera y las seis juntas, con rayos eléctricos resplandeciendo en sus manos, se dirigieron hacia las equidnas que consideraban responsables del ataque. Estas, viendo lo que se les venía encima, empuñaron sus armas (abundaban las lanzas tradicionales, pero también distinguí lo que parecía ser un cañón láser y un par de látigos energéticos) y se prepararon para el enfrentamiento.

Mientras las criaturas se gritaban y bufaban mutuamente, Gotthold y yo descendimos a nivel de suelo y emprendimos nuestro viaje en dirección a la parte más oscura de la cueva. Íbamos muy despacio, encogidos contra las paredes de piedra como si tratáramos de mimetizarnos con su color y textura. Era importante no atraer la atención. La penumbra generalizada nos permitía pasar desapercibidos para los ojos humanos de una equidna, pero los sensores de infrarrojos que poseían las nagas nos detectarían en cuanto nos enfocaran. Esa era otra de las razones por las que las elegí como objetivo de la pedrada. Si estaban distraídas luchando, no tendrían tiempo para ponerse a buscar intrusos.

Pasito a pasito, fuimos avanzando lentamente por el perímetro de la caverna, siempre pegados a los muros rocosos. No era fácil mantener la compostura teniendo delante semejante colección de monstruos furiosos y, en más de una ocasión, a punto estuve de echar a correr. La tensión también era patente en el conde, al que incluso le había salido un tic en el ojo. Pero ambos conseguimos controlarnos y seguimos caminando. Las nagas y equidnas continuaron con sus amenazas, pero la situación no llegó a mayores.

— Es el mejor plan de toda mi vida. — Pensé orgulloso poco antes de que alcanzáramos nuestro destino y le diera otro morreo a Gotthold (para liberar tensiones). Aunque si hubiera sabido lo que me iba a encontrar allí, no habría estado tan contento.

martes, 26 de agosto de 2014

Las aventuras de Baz el guerrero 16

—Contempla ante ti la tercera prueba que deberás superar —proclamó Häarnarigilna. Había perdido algo de entusiasmo y su voz no sonaba tan profunda como al principio, pero aún trataba de presentar los obstáculos con la pomposidad requerida por su cargo de guardiana de Reevert Tull.

—Creo que es la cuarta —la corrigió Baz.

La vaca le miró con un profundo odio asesino en los ojos. El guerrero tomó nota de que las correcciones no serían bienvenidas en el futuro.

—Contempla ante ti la... cuarta prueba que deberás superar —repitió la rumiante arrastrando las palabras—. Deberás... espera ¿has dicho que era la cuarta?

—Ehh... ¿Sí? —respondió Baz dubitativo. Tenía miedo de volver a molestar a la guardiana.

—En ese caso ¡has completado el primer nivel de Reevert Tull! —voceó la vaca. Su voz profunda había regresado y hasta se la veía más animada.

—¿Y qué he ganado? —preguntó el guerrero.

—Tendrás el honor de... ¡enfrentarte a mí en combate singular! —exclamó Häarnarigilna antes de echarse a reír a carcajadas.

—Pero... eso es trampa —se quejó Baz—. Ya te vencí antes.

—Entonces ganaste el derecho a penetrar en las entrañas de la montaña. Ahora debes luchar para poder acceder al siguiente nivel de la mazmorra —explicó la vaca mientras adoptaba una postura de esgrima. En su mano portaba una espada de aspecto antiguo. El guerrero no tenía ni idea de dónde habría sacado el arma, pero tampoco era algo que le preocupase en demasía. Lo importante para él era que Häarnarigilna no disponía de su gigantesco mazo.

—Sigue sin parecerme justo —respondió Baz desenvainando su espada—. No obstante, acataré gustoso las reglas del lugar y me enfrentaré a la guardiana de Reevert Tull. Sonriente, la vaca se lanzó al ataque sin esperar a que su contrincante acabase de hablar. Estaba ansiosa por resarcirse por sus anteriores fracasos con las pruebas de la mazmorra venciendo a aquel caballero que la había puesto en ridículo. La venganza era su único objetivo y no le importaba dejar a un lado el honor y las buenas maneras para ganar.

A Baz no le pilló por sorpresa el ataque a traición de la vaca, aunque le decepcionó un poco que se comportase así. Sin embargo, las cuestiones morales pronto pasaron a un segundo plano en su cabeza en cuanto recibió la embestida de Häarnarigilna. A pesar de no contar con su mazo, la rumiante se desenvolvía con soltura y su fuerza seguía siendo prodigiosa. Incluso en aquellas condiciones, Baz no estaba seguro de su victoria. Por suerte para él, una enorme piedra se estrelló contra la cabeza de la vaca, dejándola sin sentido al instante.

—Los clásicos, siempre funcionan —comentó Tayner.

sábado, 23 de agosto de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 20

—¿Un portal de teletransporte? —me preguntó Gotthold desconcertado—. ¿Eso quiere decir que lleva a algún lugar lejano?

—Supongo que a sus respectivas colonias —contesté—. Por lo que llevamos visto me da que esto es más una mina que un nido compartido. En el vertedero sólo había cascotes y cachivaches, pero nada de comida.

—Por curiosidad ¿qué suelen comer?

—Lo que pillen. Bichos, caballos, peces, ranas, cerdos...

—¿Humanos? —me interrumpió el conde con cara de preocupación.

—Ehh... a veces, pero no suele ser algo habitual. Sólo en épocas de escasez. De mucha escasez. Normalmente, las equidnas prefieren usar a los hombres que se encuentran para realizar sacrificios rituales a su dios. Las mujeres les son más indiferentes. Cosas de monstruos.

—Eso me deja mucho más tranquilo —dijo Gotthold con ironía—. Da gusto saber que sólo nos sacrificarían.

—Centrémonos en que de momento no saben que estamos aquí —apunté para tranquilizarle.

—¿Y cómo puedes estar seguro?

—Bueno... nadie nos ha atacado todavía —comenté.

—Ya me siento más seguro —masculló el conde—. Antes has dicho que esto es una mina ¿qué es lo que buscan? ¿oro?

—A las nagas les encantan los metales preciosos, pero creo que en esta ocasión están más interesadas en un artilugio encantado que hay enterrado por las cercanías.

—Hay que reconocerles que son unas trabajadoras magníficas si han conseguido abrir ellas solas esta caverna.

Un chirrido extraño e inhumano (también era in-animal, in-vegetal, in-tecnológico e in-cualquier cosa conocida) inundó en ese instante la gruta y penetró en nuestros oídos como un par de estiletes. Sólo duró unas décimas de segundo, pero consiguió hacernos caer de dolor. Creo que grité, pero no lo sé con seguridad. Tampoco parecía que las equidnas y las nagas se hubieran dado cuenta de nuestra presencia. Debían de haber sufrido tanto como nosotros con el espantoso chirrido, sobre todo las primeras. Es una de las desventajas de ser medio-humano.

—Puede que hayan tenido ayuda —apunté—. Algo grande y ultrasónico que habita por aquella zona tan oscura del fondo... deberíamos acercarnos para echar un vistazo. Gotthold asintió. Estaba pálido y sudaba a mares, pero no dijo nada al respecto. Al menos, hasta que le di un morreo.

—¿Y eso?

—Por si no salimos vivos —respondí. Hay pocas escusas mejores que esa y, en ese momento, estaba totalmente justificada. Entonces, con una sonrisa de oreja a oreja y mientras el conde me observaba con estupor, cogí una piedra y la lancé contra las nagas.

lunes, 18 de agosto de 2014

Las aventuras de Baz el guerrero 15

A pesar de que aún no había cumplido los 30, Baz acumulaba una experiencia en asuntos guerreros que rivalizaba con la que podían tener muchos importantes comandantes sexagenarios. No en vano había entrado a la Academia Militar Interna de los Gentiles y Alegres Paladines Decapitadores cuando solo contaba con 6 años de edad. En realidad no se trataba de un alumno, pues la institución no consideraba apropiado enseñar el uso de las armas a estudiantes menores de 12. Su presencia allí se debía a causas de índole familiar. Por un lado, el pequeño Baz Sannir se había quedado huérfano tras un extraño accidente de barco en el que estuvo implicado un troll borracho. Y, por el otro, acababa de ser adoptado por su tío Laf, que resultaba ser por aquel entonces el Magnífico y Excelentísimo Rector de la Academia.

Baz no entró como alumno, pero aun así fue adoctrinado y entrenado en las artes caballerescas. Los adultos que le rodeaban no tenían mucho más que enseñarle. Esta instrucción, además de forjarle su cuadriculado carácter, también consiguió convertirle en un diestro luchador antes de que, a los 10 años, se matriculara como estudiante. Ser dos años más joven que sus compañeros no supuso ningún tipo de obstáculo para el joven, que sentía verdadera pasión por todo lo que le enseñaban y estaba empeñado en convertirse en el mejor caballero que hubiera existido en la historia de Kierg, uno que velara por la justicia, defendiera a los débiles y castigara a los culpables.

Desde su graduación en la Academia (el primero de su promoción en todas las materias) habían pasado muchos años y Baz había dedicado buena parte de ellos a recorrer el país, poniendo su espada al servicio de aquellos que lo necesitaran. Esta labor justiciera le había permitido perfeccionar aún más sus técnicas de combate, sus aptitudes físicas y sus reflejos . Por eso, en cuanto escuchó el leve tañido que produjo al disparar la cuerda de la primera ballesta oculta, Baz rodó por el suelo hasta el rincón más protegido de la galería y se agazapó contra la pared poniendo la espada delante de su cabeza como defensa. Las trampas de ese tipo no eran algo nuevo para él. Se había enfrentado a una cuantas y, normalmente, conseguía superarlas sin más daño que unos rasguños en las piernas, aunque solía ir vestido en esas ocasiones. Por suerte para Baz, la trampa solo lanzó una única flecha que cayó a varios metros de donde se encontraba.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Häarnarigilna preocupada—. No he oído gritos ni nada.

—Me parece que se ha roto —respondió Baz levantándose del suelo—. O puede que ya no le quedaran más flechas —añadió señalando a un rincón de la galería donde, amontonadas, se acumulaban un millar de saetas.

—Alguien ha pasado por aquí.

—Seguramente fuera Tayner —dijo el guerrero—. Aunque no entiendo cómo ha podido sobrevivir.

—Sigamos —mugió la vaca enfadada.

Proximamente a la venta...

domingo, 17 de agosto de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 19

Lo que había comenzado como una pequeña y rutinaria investigación acerca del monstruo legendario que impedía descansar con sus terremotos a la familia Ameisenhaufen, estaba tomando un cariz bastante extraño y peligroso. Yo, desde luego, nunca me había encontrado con nada parecido… y eso que aún no sabía ni la mitad de lo que estaba sucediendo allí. La única información de la que disponía era que dos especies habían formado una alianza contra-natura que, dependiendo de cuál fuera su propósito, podía llegar a amenazar la vida en el planeta. No era mucho, pero tengo que reconocer que gustaba ese suspense. No tanto como tener a Gotthold desnudo entre mis piernas, pero era lo que me podía permitir en ese momento. Conociendo al conde, seguro que ponía por delante salvar el mundo a disfrutar de un buen polvo conmigo. Hay gente para todo.

Como decía, no sabía ni la mitad de lo que ocurriría por allí, aunque no tardaría mucho en descubrir un poquito más. A escasos metros de allí, tras un pronunciado recodo, la galería terminaba en la caverna más grande que había contemplado jamás. Era tan enorme, gigantesca, e inmensamente desproporcionada que ni siquiera veía el fondo. Y por las marcas que se veían en las paredes, estaba claro de que era tan natural como un sofá de tres plazas.

Obviamente, semejante espacio no se encontraba vacío. Abundaban los vagones de minería, las rampas de madera suspendidas en el vacío y los montones de escombros. También había unas cuantas equidnas. Algunas trabajaban moviendo, picando o tamizando las piedras y otras montaban guardia con sus armas a punto. Tras llevar decenas de años allí escondidas excavando aquella gruta, todavía seguían sin sentirse seguras. Son unos seres curiosos las equidnas. Claro que, quizás, el armamento no estuviera destinado a combatir una incursión exterior, sino a controlar a elementos del interior. Parecía que el odio ancestral entre las especies aún permanecía embotando el ambiente.

Lo que también flotaba en el aire en grandes cantidades era la magia, especialmente en la zona central de la cueva. Allí, seis nagas ataviadas con coloridos collares y coronas emplumadas, rodeaban un cristal azul. Tenía el tamaño de un elefante hembra de avanzada edad y emitía un continuo rayo luminoso sobre una de las paredes de la gruta, justo en el lugar donde se abría un agujero en la piedra.

—¿Qué es eso? —me preguntó Gotthold entre susurros.

—Creo que es la razón por la que el agua del lago no está fría por la noche —dije—. Es un cristal acumulador de magia.

—¿Y para qué sirve?

—Absorbe la magia ambiental y de esa forma los magos pueden lanzar hechizos que necesitan bastante poder como las invocaciones demoniacas o, en este caso, un portal de teletransporte.

lunes, 11 de agosto de 2014

Las aventuras de Baz el guerrero 14

Häarnarigilna permaneció en silencio mientras guiaba, con la ayuda de la luz de una antorcha, a Baz por los pasadizos que horadaban las profundidades de Reevert Tull. Ninguno de los dos dijo una palabra. La vaca, se sentía avergonzada por cómo había salido la primera prueba y el guerrero no quería importunarla más. Además, se encontraba distraído observando detenidamente cada recoveco y cada desvío en busca de una señal de Tayner. Los pasadizos bajo la montaña parecían formar un auténtico laberinto y a Baz le preocupaba que el príncipe se hubiera podido perder en su afán por encontrar tesoros. solo dos cosas le hacían mantener la tranquilidad suficiente como para seguir a Häarnarigilna por los túneles. La primera era la seguridad de que si salía corriendo, la vaca se lo haría pasar muy mal. Y la segunda era la esperanza de que todo en ese lugar fuera igual de cutre que lo que había visto hacia el momento y la red de pasadizos resultara menos intrincada de lo que aparentaba.

—Los que construyeron esta mazmorra no eran muy avispados —pensó—. Seguro que todos los pasadizos acaban en el mismo sitio.

Häarnarigilna, entretanto, había ido disminuyendo la marcha hasta detenerse por completo junto a la entrada a una pequeña cueva. En el interior de esta cavidad no había nada más que una palanca que sobresalía de la pared. La vaca le indicó a Baz que entrase y permaneció en silencio hasta que el caballero se situó en el lugar que ella debía creer conveniente.

—Ahora, deberás alcanzar de un salto aquella palanca y accionarla antes de que el suelo de la caverna se hunda —proclamó la rumiante con la voz profunda que usaba para desempeñar sus labores de guardiana de la montaña—. Recuerda, tienes que hacerlo de un salto —añadió al darse cuenta de que la palanca en cuestión le llegaba al guerrero a la altura del hombro. Baz dio un ágil brinco y accionó la palanca sin ningún tipo de problema.

—Así es más difícil de lo que parece —dijo el guerrero tratando de consolar a la vaca. Era evidente que se sentía algo deprimida ante el fracaso de los obstáculos ancestrales de su mazmorra—. Aunque sigo pensando que esto se diseñó para gnomos ¿no hay nada para humanos?

—No sé… —reflexionó la vaca.

—Tiene que haber alguna prueba en la que medir 1’80 no sea un factor determinante.

—Puede que haya algo… —comentó Häarnarigilna. Los ojos le lucían por la expectación.

—Genial. Me sentiría fatal si saliera de aquí sin hacer las cosas como manda la tradición —dijo Baz—. ¿Qué tengo que hacer?

—Sigue por este túnel y no te detengas hasta que encuentres un riachuelo —le explicó la vaca sonriente—. Una vez allí, sabrás lo que se espera de ti.

Baz hizo caso a la guardiana de la montaña y se encaminó por la galería. Efectivamente, tal y como le había dicho ella, no tardó en toparse con una pequeña corriente de agua. Y, también según le contó, pronto tuvo claro cuál era el cometido de la prueba. Parecía consistir a sobrevivir a la lluvia de flechas que a punto estaba de dispararse desde todas y cada una de las paredes de roca que le rodeaban.

sábado, 9 de agosto de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 18

A las nagas y a las equidnas se las puede considerar especies emparentadas pues ambas descienden de las serpientes. Incluso hay personas que las confunden, a pesar de que las primeras son reptiles completos con la parte superior de forma ligeramente humanoide y, las últimas, son medio humanas. Es igual que no ver la diferencia entre una trucha y una sirena o entre una vaca y un minotauro. Ya se sabe que hay gente para todo.

A las equidnas les sienta especialmente mal esta confusión, pues no pueden comprender que las comparen con unas criaturas a las que consideran horrorosas (y viceversa, que las nagas también tienen su orgullo y sus propios cánones de belleza reptiliana). De hecho, las cabrea tanto que han acabado por desarrollar un profundo y visceral odio hacia sus primas (y viceversa).

Esto puede parecer una tontería, pero ha hecho del mundo un lugar mucho más feliz. Por separado son fácilmente controlables. Unas están sordas, las otras carecen de órganos sensoriales suplementarios y a ninguna de las dos les sienta demasiado bien el frío extremo. Nada difícil para cualquier caza-monstruos. Sin embargo, las cosas podían ser muy diferentes si se formara una colonia en la que la mezquindad y los recursos de ambas se combinaran. Las nagas cuentan con órganos de detección de infrarrojos, “huelen” con la lengua, notan las vibraciones del suelo y son expertas en magia. Las equidnas, por su parte, tienen los mismos sentidos que un humano y una inteligencia que les permite crear los más fascinantes inventos, además de gran habilidad en el manejo de armas. Juntas podrían tener un nido casi inexpugnable y desencadenar estragos a gran escala. Pero por suerte, se odiaban a muerte. Que esas dos especies compartieran un nido es tan improbable como que el mundo se congelase de pronto por completo… en realidad, lo último tiene más posibilidades de suceder. Así que pueden imaginar mi sorpresa cuando, al torcer una esquina del túnel, pude ver a una naga. Y el mundo, aún no se había congelado.

—¿Qué te ocurre? —me preguntó Gotthold. Mis ojos a punto de salirse de las órbitas y mi boca abierta de par en par debían de reflejar muy bien el estado de estupor absoluto que dominaba mi ser.

—Hay una naga —respondí.

—¿Nos ha visto?

—No, tranquilo, ha pasado de largo. Pero no es buena señal que equidnas y nagas compartan la misma colonia. Se odian a muerte —le expliqué al conde—. En un bestiario que leí una vez ponía textualmente que “eso no ocurriría “nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca y nunca”.

—Habrán hecho una tregua —dijo el Gotthold.

—Eso es lo que me preocupa porque en ese caso, estaremos jodidos. Y que conste que por “estaremos” me estoy refiriendo a la humanidad en su conjunto.