— ¡Rolac! ¡Nóisuf! — Grité. No tardé nada en arrepentirme de haberlo hecho.
Se dice que las opiniones son como los culos, pues todo el mundo tiene una. En el mundo brujeril es igual. Cada hechicero cuenta con su propia teoría, por absurda que resulte. Algunos incluso llegan a contradecirse en el mismo pergamino, lo que no ayuda precisamente al aprendizaje de la magia. Al final, la hechicería no se diferencia en nada de las teletiendas que prometen pérdidas de grasa o abdominales labrados a cincel sin moverte del sofá (eso sí que es magia y no lo que hago yo).
Una de esas locas teorías, formulada por un tal Guimplin, defendía que se podía ampliar el rango de acción de los hechizos añadiéndoles extensiones. Así un brujo sería capaz de progresar en sus estudios aunque sólo poseyera un único conjuro. Parecía una hipótesis hecha a mi medida, pero nunca me había decidido a ponerla en práctica. Y no sólo porque fuera contra el principio básico de invariabilidad de la magia. También porque el señor Guimplin había fallecido tratando de demostrar que el cianuro no era venenoso en sí mismo, sino que el efecto dependía de la comida con la que se mezclase, del aire que lo rodease y de los malos pensamientos del asesino. Comprenderán que no me fiara mucho de una algo escrito por el señor que se bebió un litro de cianuro sin respirar esperando sobrevivir al proceso.
Sin embargo, en ese momento no me quedaban muchas más opciones. La cadena no iba a caerse sola y Gotthold necesitaba ayuda urgente. Pronto alguna a equidna se le ocurriría la genial idea de tirarle una piedra a la cabeza o las nagas comenzarían a soltar rayos por las manos. En principio, el asunto no presentaba demasiadas complicaciones. Era como animar a un niño a hacer los deberes. Había que indicarle lo que querías que realizase con cierta alegría y cariño para que el hechizo te complaciera. Todo eso teniendo en cuenta que nos estamos refiriendo a una cosa mágica que no llega a ser un ente en sí mismo y que sólo posee un leve soplo de algo que podríamos llamar conciencia, siendo generosos.
En cualquier caso, por leve que fuera su soplo de conciencia, a mi hechizo de calentar agua no debió de gustarle lo más mínimo la teoría de las extensiones, pues las manos me empezaron a quemar.
— ¡No a mí! — Chillé. — A la cadena ¡Nóisuf!
El ardor de mis manos aumentó, señal de que había algo que no estaba haciendo bien o que la teoría del señor Guimplin era tan válida como su idea sobre la toxicidad del cianuro.
— Por favor, hechizo de calentar agua bonito. — Añadí recordando que había que ser amable. Sé que parecerá una tontería hablarle a unas palabras que leí años atrás en una vieja piel de cabra que encontré en un monasterio abandonado, pero estaba desesperado. Y, además, funcionó porque la quemazón de mis manos se atenuó y parte se trasladó a la cadena. No se equivoquen, seguía doliendo mucho. Más incluso que el hechizo de defensa de la espada de fuego que me había causado ampollas en la mano. De verdad esperaba que Gotthold fuera bueno en la cama o, como poco, que se le dieran bien los trabajos manuales porque yo iba a pasarme una larga temporada sin poder coger nada o autocomplacerme. Al menos, no era el único que sufría con el proceso. A juzgar por los chirridos que soltaba y que me taladraban el cerebro igual que un estilete, la hormiga tampoco se estaba divirtiendo con eso. Ya lo dice el refrán: mal de muchos, consuelo de tontos. Y yo soy bastante tonto. Aunque me consolé más cuando la cadena se rompió y la hormiga se encabritó.
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