No tuvimos que esperar mucho para descubrir si los gritos de alarma de la naga habían tenido el éxito que ella esperaba. Apenas habían pasado unos segundos y ya empezaba a llegarnos un murmullo lejano que me hizo pensar en decenas de cuerpos arrastrándose sobre la roca. Parecía que cuando se presentaba un peligro, nagas y equidnas eran capaces de dejar de lado sus enfrentamientos. Estaba acumulando tantos conocimientos sobre las dos especies y sus relaciones mutuas que pronto podría escribir un libro sobre el tema. Aunque primero tendría que sobrevivir a la experiencia.
— Yo me encargo. — Se ofreció Gotthold. — Tú encárgate del monstruo.
Protesté y empecé a exponer una retahíla de argumentos en contra de ese reparto de papeles: yo llevaba años acumulando odio hacia las equidnas y las conocía mejor, mi magia tenía más posibilidades de triunfar frente a un ejército que sus manos desnudas, los neófitos como él debían encargarse de la tarea menos peligrosa que, en ese caso, era la que incumbía a la hormiga gigante... podía mencionar mil razones además de mi mirmecofobia, que era el verdadero motivo por el que prefería combatir contra cientos de criaturas caníbales antes que subirme a una mansa hormiga gigante. Mi palabrería fue inútil porque Gotthold no escuchó nada de lo que le dije. Casi no había empezado a hablar y el conde ya se encontraba descendiendo por los andamios a toda prisa. Yo insistí durante un tiempo, pero me tuve que rendir cuando saltó sobre la naga desde más de cuatro metros de altura. Fue una suerte que no le pasara nada grave. Me refiero al conde, por supuesto. La naga, en cambio, quedó inconsciente. Le lancé la espada encantada para que tuviera algo con lo que defenderse.
— ¿Qué tengo que hacer para activarla? — Me preguntó a gritos.
— No lo sé. Es posible que lo único que tiene de especial es que te abrasa cuando la coges. — Respondí. — Hay brujos que disfrutan fastidiando al personal.
— Ya, pero si hiciera algo ¿qué sería?
— Pues te puedo asegurar que no va a hacer crecer gominolas del suelo. — Contesté algo molesto. De haber bajado yo, no habría tenido ese problema. Y me habría ahorrado la parte de la hormiga, claro. — Prueba con los elementos naturales. Es lo más típico en las espadas.
— ¡Hielo! — Gritó Gotthold. — Espera... había que decirlo al revés... o... l... e.. ih ¡Oleih! — Repitió. No pasó nada. — ¡Oleih! — Insistió.
— Prueba con otro.
— Ah, sí. Eh... ¡Auga! ¡Otneiv! — Ambos tuvieron los mismos resultados que el primero. — ¡Ogeuf!
La espada estalló en llamas, dándonos un susto de muerte. Gotthold a punto estuvo de dejar caer el arma y yo casi me olvido de agarrarme al endeble andamio de madera al que estaba subido.
— Qué apropiado. — Pensé. — Un mago que sólo sabe usar un hechizo de fuego encuentra una espada de fuego. Ya me podía haber tocado algo diferente. Por variar un poco. El día que deje de resolver misterios, el único trabajo que me va a conseguir la magia es asando castañas.
— Gracias. — Me dijo el conde. Se le notaba contento con su ardiente espada. — Yo me ocupo de las equidnas. Tú sigue subiendo. Piensa en lo que haremos luego.
Nuevamente quise protestar y sugerirle que intercambiáramos los puestos. Pero para entonces las primeras equidnas ya habían llegado a la altura de Gotthold y este se encontraba entretenido repartiendo mandobles a diestro y siniestro.
— En fin, vamos allá. — Me dije.
Respiré profundamente un par de veces, me concentré en las cosas que pensaba hacerle al conde más tarde y, usando las escasas fuerzas que aún me quedaban, subí a la carrera los cuatro peldaños del andamio que faltaban para llegar a la altura necesaria para lo que pretendía hacer. Luego cerré los ojos, me puse de cara a la hormiga y, tras un par de amagos, salté hacia delante.
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