domingo, 28 de septiembre de 2014

Las aventuras de Baz el guerrero 18

—¿Qué ha ocurrido? No lo recuerdo —preguntó Häarnarigilna incorporándose a duras penas del suelo—. ¿Me has vencido de nuevo? ¿He vuelto a caerme desmayada tras mi enésima derrota?

—Eh… sí, por supuesto. Yo, Baz Sannir, hidalgo del reino de Kierg salido de la Academia Militar Interna de los Gentiles y Alegres Paladines Decapitadores te he vendido a ti, oh… señora vaca —mintió el guerrero. Se sentía fatal por tener que hacerlo, pero le parecía la única forma de sobrevivir a semejante experiencia y, de paso, encontrar la joya que le salvaría la vida al Tayner. Así, además, él se libraría del hechizo amoroso causado por el Cristal de Marggen que le tenía suspirando por el príncipe. Sobre ese punto el rey Morfin no había sido muy explícito, pero Baz asumía que así sería. Era lo que solía ocurrir en los cuentos de hadas. El bravo caballero consigue salvar la vida de una bella princesa y, con ello, queda libre de la maldición que pesaba sobre él.

—Y en esta ocasión tampoco te han dado con una piedra en la cabeza —continuó Tayner con una sonrisa.

La vaca que hasta el momento no había sido consciente de la presencia del príncipe, le echó una mirada de odio desmedido mientras se erguía con fuerzas y agilidad renovadas.

—¡Tú! —bramó enfadada—. Has desafiado a la guardiana de Reevert Tull al entrar sin su autorización expresa.

—Bueno, lo cierto es que sí que me diste permiso para pasar —apuntó Tayner.

—Dije “alejaos de mí y pereceréis” —respondió la rumiante—. Estaba implícito en la frase.

—No, de eso nada. Si perecíamos era por, cito textualmente, “los peligros que acechan en la negrura de sus galerías”.

—Le tengo que dar la razón al joven —intervino Baz—. El mensaje no decía nada de que fueras a matarnos si entrábamos por nuestra cuenta. De hecho a mí me comentaste que tu intención era rescatarle, no matarle.

—Y por cierto, estoy muy descontento con la mazmorra —añadió Tayner—. Ha quedado claro que me he alejado de ti y no he perecido. Me gustaría una compensación. En forma de tesoro, a ser posible.

—De acuerdo, no le mataré —se rindió Häarnarigilna—. Es obvio que hoy no hago más que llevarme pedradas.

—¿Perdón? —dijo Baz, de pronto blanco como la nieve. La posibilidad de que la guardiana de la mazmorra hubiera averiguado su juego y pretendiera tomarse la revancha le aterraba. Se había enfrentado a muchas cosas a lo largo de su vida, incluso a dragones, pero nunca había sentido tanto miedo como delante de esa vaca loca.

Tayner no debía de estar igual de preocupado por las represalias de la rumiante, porque empezó a reírse a carcajadas.

—¡Mira lo que dice la vaca! —al príncipe casi no se le entendía debido al ataque de risa incontrolable que dominaba su cuerpo.

—¿Acaso he dicho algo mal? —preguntó Häarnarigilna confusa—. Dijiste que “pedrada” significaba “perder”.

—Uy, sí, sí —le respondió Baz.

—Bien, entonces se acerca la hora de ir a la gran cámara del tesoro de Reevert Tull. —Anunció la vaca.

—¡Sí! —gritó Tayner con entusiasmo.

—Pero antes, queda una última prueba que yo llamo “La parrillada de los mentirosos”.

—Quizás será mejor que lo dejemos para otro día.

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