jueves, 6 de marzo de 2014

Una noche en la playa, un verano en Brighton 4

— ¿Te vienes esta noche de celebración? — Le había preguntado a Bastien, mi compañero francés.

— ¿De qué?

— De celebración... fiesta... — Añadí al ver la cara de incomprensión del chico. Los extranjeros suelen tener mayor facilidad para entenderse entre ellos que con los nativos (menos con los chinos, que por alguna razón cuesta mucho). Sin embargo, nuestro nivel medio-alto y la pronunciación tan imaginativa que en ocasiones usábamos, hacía que desconociésemos algunas palabras. Vale que “fiesta” es un término de primaria, pero mi compañero no era, precisamente, un superdotado. Mental, al menos.

— Eh...

— Fiesta. — Lo intenté de nuevo, esta vez en español. No dio mayor resultado. Normalmente, para solucionar nuestros problemas de comprensión utilizábamos un código tetralíngüe. Bastien chapurreaba algo de español y yo, un poco de francés. Si todo fallaba, siempre quedaban las señas. — Fiesta. — Repetí mientras hacía gestos como si bailara y me llevara una botella a la boca.

— ¡Ah! Fiesta. — Dijo. Era como jugar a las películas. — Perdona que no te entendiera, estoy un poco fumado. Suspiré. Estaba claro que los problemas comunicativos residían en el área de la audición de su cerebro. O en que era un poco tonto.

— Entonces ¿vienes? — Pregunté. Esta vez intenté hacerlo muy despacio, vocalizando perfectamente cada sílaba.

— Claro. Nos tomamos unas pintas y nos vamos a la playa. O pensabas en ir a una sauna. — Sugirió con una sonrisa.

— ¿Tú para qué quieres ir a una sauna? Eres hetero.

— ¿El qué?

— Hetero. — Repetí. Me cansaba tanta redundancia producida por el exceso de hachís en mi interlocutor. — He-te-ro... he-te-ro-sexual.

— ¿Homosexual?

— No, al revés. Tú no gay.

— ¡Ah! Hetero. — Dijo volviendo a usar el tono de juego de las películas. Lo odiaba. Parecía que la culpa era mía. Hasta un anciano chino sin dientes comiendo arroz podía decir “fiesta” y “hetero” de forma inteligible. Y ya he mencionado lo difícil que es entender a los hijos del imperio del dragón. — Sí... quizás un poco bisexual. No lo sé. Debe ser la influencia de Brighton.

— Será eso. — Añadí sonriente.

— ¿Y qué celebramos?

— Pasado mañana tengo una prueba para trabajar en un club.

— ¡Genial tío! — Gritó incorporándose y saltando sobre mí para abrazarme. Caímos sobre mi cama. — Me podrás pasar gratis y hacerme descuento en las copas.

— Voy a ser el recoge-vasos, no el dueño. — Respondí apartándole.

— Da igual. Estoy muy orgulloso de ti.

Me dio un beso en la frente y salió corriendo hacia las duchas con su toalla y su bolsa de aseo.

— Está loco de atar. — Pensé.

Qué iba a hacer Bastien en el baño las 4 horas que quedaban hasta que saliéramos, no tenía ni idea. Yo me eché una siesta. Ya había cumplido todas mis obligaciones. Me merecía un descanso después de haber pasado la mañana caminando.    

Dato sorprendente para cualquier español: Nuestro país es uno en los que menos se bebe de Europa. El vino de las comidas, los carajillos, los aperitivos, las cenas de trabajo, los cumpleaños, las Navidades, el Fin de Año, las fiestas patronales, las cañas de la tarde y las copas hasta las 6 de la mañana de los fines de semana no son sino una pequeña gota de alcohol en la gran garrafa de aguardiente continental. En el extremo opuesto de la lista se encuentran, por supuesto, las islas británicas, algo nada sorprendente. Sólo hay que echar un vistazo a los telediarios una noche en la que Inglaterra juegue algún campeonato de fútbol o acercarse a los locales para turistas de la Costa del Sol para comprobarlo. Pero lo realmente curioso es lo mal que se bebe. Una copa en el Reino Unido consiste en un vaso de los de agua hasta arriba de hielitos tamaño peladilla, con un dedal (literalmente) del licor que elijas y, el resto, relleno de refresco. De grifo, eso sí. Para no regalarte ni una mísera gotita de Coca-Cola. Normal que los ingleses acaben como acaban en España. Les ponen 5 veces más alcohol y cuesta una tercera parte.

Por eso, para cualquier turista en el Reino Unido, la mejor opción a la hora de ir a un pub o una discoteca es pedir cerveza. De eso sí que tienen. De todos los colores y marcas. La mayoría sabe raro, pero tras varios intentos logras dar con alguna que te gusta. Y en eso estábamos nosotros. Bastien, yo y otras doce personas entre compañeros del albergue, amigos de amigos y gente que no sabía de dónde había salido. Catorce extranjeros sin demasiado dinero, con unas ganas inmensas de agarrarnos una buena borrachera. Aunque fuera a base de cerveza.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Una noche en la playa, un verano en Brighton 3

Salí del club en estado de shock, sin todavía casi creerme que tuviera una prueba para un trabajo. Y así de fácil. Tras recorrer tantos bares, hablar con tantos camareros bordes, después de tantos currículums y negativas, al final había sido por pura suerte. Entré y el puesto era mío. Le saqué una foto a la puerta. Teniendo en cuenta que en la solicitud para llegar a ser limpiador en un hotel te preguntan desde tus antecedentes penales a tu medio de transporte habitual, un inglés que te ofrecía un empleo sin pedirte referencias era algo más que raro. O era muy confiado o es que había llegado a la sabia conclusión de que, siendo extranjero, las referencias le iban a valer para bien poco. De todas formas, era un acontecimiento completamente anormal.

¿Y cómo se llamaba mi nueva fuente de ingresos? Pues, siguiendo la estela de otros establecimientos como el restaurante “Pacomer” o el bar “Qerowiky”, su nombre era ni más ni menos que “Paf” (que es como se lee “pub” en inglés). Muchas dudas habían creado estas nomenclaturas entre la comunidad hispana y el debate era encarnizado… lo encarnizado que puede ser por una cuestión tan banal, se entiende. Una facción apostaba por la casualidad. La otra, por creaciones de españoles que se habían apartado del tradicional negocio de restaurante mediterráneo y tienda de delicatessen (surtidores del tomate frito que pagábamos a precio de Rioja los peninsulares porque no había quien se comiera unos macarrones a gusto con las ácidas salsas inglesas). Fuera como fuera, sería curioso trabajar en el “paf paf”.

Para celebrar mi nuevo empleo basura y mi futura explotación laboral (que estuviera contento por tener un trabajo no significaba que fuera tonto o que hubiese perdido la visión de la realidad) fui a comprarme un refresco (tampoco había perdido de vista mi nula capacidad de gasto). O, mejor dicho, “quise ir a comprarme un refresco”, porque en ese instante, algo chocó conmigo hasta casi tirarme al suelo.

— Perdón... — Se disculpó un chico, obviamente no inglés, que era lo que me había atropellado. — Digo, I’m sorry very much. I was in a hurry. — Rectificó.

— No pasa nada. — Le contesté con una sonrisa.

Él me la devolvió y siguió andando a paso acelerado. Nada más aterrizar en Inglaterra, me hacía cierta ilusión cruzarme con un español por la calle. Era algo especial. Como si durante ese instante, los dos tuviéramos una conexión, un vínculo que nos distinguía de los nativos que nos miraban raro. Sin embargo, la sensación no tardó en extinguirse. Somos tantos y estamos tan esparcidos por el mundo, que es casi imposible estar una hora sin encontrarse con un español. Nos expandimos como una enfermedad contagiosa. Así es muy difícil entusiasmarse por ver a un paisano. Claro que el resto no estaban tan buenos como este último. Ese sí que me había alegrado. Corrí, mucho más feliz, a la tienda mas cercana y compré mi refresco de celebración. Me lo bebí de camino al backpackers donde vivía. Al igual que los Bed & Breakfast no dejan de ser una casa de huéspedes con nombre raro, los backpackers sólo son la versión británica de un albergue juvenil. De ahí el nombre. Los ingleses son muy prácticos para esas cosas. Los Bed & Breakfast se llaman así porque te dan cama (el “bed”) y desayuno (el “breakfast”). Backpackers, por su parte, significa “persona que lleva un paquete a la espalda”, lo que no es un sherpa, sino un mochilero, y te da una idea de que vas a carecer de armario, habitación propia o privacidad alguna. Aparte del nombre, por lo demás son idénticos a los albergues del resto de Europa: Cuartos múltiples, camas incómodas, sábanas apolilladas, baños comunes, duchas no aptas para pudorosos, seguridad escasa... Quizás estén algo más limpios, lo cual no es decir demasiado. Desde luego, son bastante más caros.

Entré en mi habitación séxtuple. No tenía cerradura y había un agujero en la pared, pero era todo un avance después de haber estado en una decaóctople... o como quiera que se diga cuando compartes cuarto con otras diecisiete personas. Yo solía llamarlo “falta de oxígeno”. No se puede negar que se conoce mucha gente en los backpackers.

— ¿Te vienes esta noche de celebración? — Le pregunté a Bastien, mi compañero francés. Para variar, estaba tendido en la cama fumando sustancias ilegales. En algún momento del día se tendría que dedicar a algo concreto y de provecho, pero yo nunca le había visto. Beber en un bar hasta acabar vomitando era lo más responsable que hizo en mi presencia.

martes, 4 de marzo de 2014

Una noche en la playa, un verano en Brighton 2

Saqué el mapa y la cámara de fotos. Lo mejor para descansar de ser un inmigrante en busca de trabajo es convertirse durante un rato, en un turista de viaje y visitar los sitios más típicos de la ciudad. Claro que en Brighton sólo hay un lugar que tenga cierto interés cultural: el Pavilion, un palacete hindú del XVII que un rajá, enamorado de la costa británica, decidió construir en la población. Era muy bonito, pero no daba para mucho turísticamente hablando. Así que tuve que buscarme un nuevas formas de entretenimiento. El último era fotografiar rarezas inglesas. Ya llevaba una cafetería que se llamaba “Tiffany’s” en la que servían desayunos, una chica con tantas rastas de colores que parecía que llevase una alfombra, un taxi que parecía un coche de policía, un furgón policial que era como una ambulancia, un par de colegios que parecían cárceles medievales, dos iglesias que podrían ser la puerta del infierno y, por supuesto, el Pavilion, que un palacio hindú en medio de una ciudad inglesa es algo bastante raro y fuera de lugar.

— Hoy toca... — dudé un momento mientras recorría el plano con el dedo en busca de algo interesante — la playa.

Tenía pendientes unas fotos de los puestos de marisco del Seafront, el paseo marítimo de la población. Le daban un toque de pueblecito de pescadores bastante interesante, pero sobre todo me hacían gracia porque vendían patas de cangrejo de surimi como “marisco fresco”. Mi madre dice que es algo normal, pero yo sigo sin entender por qué alguien pone palitos de gelatina de pescado congeladas con sabor a cangrejo en una marisquería.

Guardé el plano, me puse las gafas de sol y anduve los escasos cien metros que me separaban de las escaleras que bajaban a la playa que, dado que hacía calor, estaba totalmente vacía. Más rarezas inglesas. Salían a tomar el sol al jardín con 15 grados, pero cuando de verdad subía la temperatura, huían del mar como si de él emanase la peste.

A pesar de la cara de pocos amigos que me puso el dueño, hice tres fotos al puesto de mariscos. Lo bueno de las cámaras digitales es que puedes dedicarte a hacer estupideces de ese tipo y, además, desde distintos ángulos para luego poder elegir la que más te guste o la que tenga el efecto más curioso. Otras dos instantáneas las tiré a una tienda de antigüedades que vendía muebles tan bien restaurados que aparentaban ser nuevos.

No había más. La siguiente fotografía que tenía prevista iba a ser al cartel que representaba el extremo más absoluto de la educación inglesa y que colgaba de las ventanas de casi todos los pubs. Decía: “Si tienes la suerte de aparentar tener menos de 21 años, no te enfades si te pedimos que demuestres que eres mayor de 18”. No había ningún pub por las cercanías. Sólo un club. Me acerqué a ver si lo tenían colgado en la puerta.

— ¿Puedo ayudarte? — Me preguntó un ser humano de género masculino de esos que poseen la rara cualidad de tener una edad indeterminada y fluctuante entre los veinte y los cuarenta años que hace imposible que le pongas apelativos como “hombre”, “señor” o “chico”.

Ante la pregunta, mi cabeza volvió al sistema automático de búsqueda de empleo y me interesé por si tenía alguna vacante.

— Pues sí. — Contestó contra toda probabilidad. — Ven conmigo.

Le seguí al interior del local donde estaba su oficina, un diminuto cubículo que en otro tiempo debió ser el cuarto de basuras y en el que únicamente había una pequeña estantería, una silla y una mesa con muchísimos más papeles de los que se creerían necesarios para gestionar la mitad de los bares y discotecas de la ciudad.

— ¿Cómo te llamas? — Me preguntó mientras medio se sentaba, medio se encajaba en la silla, que parecía diseñada para un parvulario.

— Raúl Sánchez. — Le respondí.

— Encantado. Yo soy Austin.

— Hola. — Le saludé indeciso. La verdad es que nunca he sabido como contestar a los saludos ingleses.

— Dime ¿tienes experiencia? — Continuó él sin prestarme demasiada atención. Debía haber tratado con varios extranjeros porque no parecía haberle importado que mis maneras no se ajustaran a los buenos modales británicos.

— Sí, claro. — Contesté desde la puerta, dado que era físicamente imposible que yo entrara en esa estancia. — He trabajado como camarero en un par de pubs en España.

— Genial. Tengo un puesto de recoge-vasos. — Me dijo rebuscando entre la montaña de papeles. No aclaró por qué era tan genial, ni qué tenía que ver recoger vasos con que yo hubiera sido camarero. — Te pagaría el salario mínimo, como al resto de la plantilla. El horario sería de once a seis.

— ¿De once de la noche a seis de la mañana? — Pregunté ligeramente asustado.

— Sí ¿crees que lo llevarás bien? Es menos duro de lo que parece.

— Supongo que sí. No tengo problemas en no dormir los fines de semana.

— Mira, vamos a hacer lo siguiente. — Sugirió Austin. — El jueves te vienes a eso las diez y te haré una prueba. Así, tú verás si te gusta el trabajo y yo, si vales para el puesto.

— De acuerdo. — Respondí con la convicción de que “te haré una prueba” era un nuevo eufemismo para “no te voy a pagar”, pues era incapaz de imaginar qué era lo que había que probar para trabajar de recoge-vasos. No es, precisamente, un trabajo que necesite muchas cualificaciones más allá de poseer manos.

— Entonces, hasta el jueves. — Se despidió.

lunes, 3 de marzo de 2014

Una noche en la playa, un verano en Brighton 1

La chica me miró y mantuvo la vista fija sobre mí a medida que me acercaba. “Qué bueno estás” dijo despacio, casi vocalizando. Otra joven sentada a su lado, con una guía de viajes sobre su regazo, se rio del atrevimiento de su amiga.

— Muchas gracias. — Le respondí en el mismo tono pausado que ella había usado. — Tú tampoco estás mal.

La chica, blanca por la sorpresa, abrió y cerró la boca un par de veces como tratando de encontrar palabras para justificarse. No es que no esperase que respondiera, sino que ni siquiera imaginaba que yo fuera a comprender lo que decía. En cuanto pasé de largo, se echó a reír con su compañera. “Estaba demasiado bueno para ser inglés” pude escuchar que le decía. La sonrisa casi no me cabía en la cara. En parte porque me sentía muy halagado y en parte porque el comentario me había hecho gracia. Pero también, porque estaba plenamente de acuerdo con ella. En mi humilde opinión, los ingleses no son de las nacionalidades más atractivas. Obviamente, se salvan algunos actores, cantantes y artistas, pero el resto no es que se acerquen mucho a lo que suele ser mi tipo. Nada que ver con los húngaros. Eso sí que es gente bien hecha. Una pena que tengan la tasa de suicidios más alta del mundo. Supongo que será la forma que tiene el universo para compensar tanta belleza.

— Estoy cansadísimo. — Pensé buscando a mi alrededor algún banco en el que sentarme. Llevaba la mañana entera repartiendo currículums por la ciudad y ya no podía dar un paso más.

No encontré ningún asiento, lo que era muy normal en Brighton y en la mayoría de metrópolis europeas. Para evitar la mendicidad en el casco urbano es mucho más barato impedir que los vagabundos se sienten que reducir las diferencias sociales. Injusticias del mundo aparte, en lo que sí reparé fue que era la primera vez que pisaba esa calle. Después de quince días en la ciudad, subiendo y bajando incesantemente de un lado a otro en busca de trabajo, tras haber dado vueltas y vueltas por la zona turística recorriéndome locales y tiendas de ropa, me encontraba una calle que no sabía que existía en el mismísimo centro. El banco y mi agotamiento tendrían que esperar. Eso era zona virgen que había que explorar y en la que se debía realizar el ancestral ritual de reparto de currículums por los bares y restaurantes. Ritual que solía limitarse a una pregunta, “¿Tiene alguna vacante?”, y a una respuesta, “No, lo siento, estamos completos” o alguna variante similar. Hay rituales mejores. Como mucho, cabía la posibilidad de que te pidieran que dejaras un currículum por si diera la casualidad de que, en un par de semanas, alguno de sus empleados sufriera una apoplejía y tú fueras el elegido entre los cientos de extranjeros desesperados que se habían pasado en las últimas semanas en busca de ingresos.

Mi primera incursión “prelaboral” fue a una cafetería perteneciente a una gran cadena multinacional. Su encargado, al igual que su pestilente comida, no estuvo a la altura de mis expectativas. “Tenemos la plantilla que precisamos en estos instantes” fue su original contestación. Pero no había que desfallecer ni dejarse arrastrar por la pesadumbre. Aún quedaban opciones. La siguiente era un pub. No entendí nada de lo que el camarero me dijo, así que tampoco me importó que acabase negando con la cabeza. Hubiera sido complicado trabajar juntos. El tercer candidato fue una librería. Luego vino un bar. Y después una hamburguesería y un club. Hasta lo intenté en una tienda de lencería femenina. La dependienta se me quedó mirando con cara de extrañeza. El resto, tan sólo dijeron que no y se disculparon, de una u otra forma.

Iba a tirar la toalla, cuando me fijé en el siguiente establecimiento de la calle y cambié de idea. Era un restaurante, tenía un gallo sobre la puerta, un cartel que decía “Si eres casi portugués, entra” y otro letrero que indicaba cuántas millas había hasta Lisboa. Lo interpreté como señales de mi salvación. No eran grandes señales, lo admito, pero en ese momento eran las mejores que se me ofrecían y no estaba para hacer desprecios o ponerme exquisito. Eran señales y con eso servía. Así que, repleto de optimismo y de cierta morriña peninsular, entré raudo y confiado a buscarme un medio de vida entre mis casi paisanos. Sin embargo, a pesar de ser el más “casi portugués” de los presentes (incluido buena parte del personal) la respuesta no fue muy distinta a la de los locales ingleses, salvo por el acento. “Totalmente completos, lo siento” dijo. Yo le respondí mentalmente con algunos comentarios acerca de su madre de una vulgaridad que sólo puedo justificar por la decepción sufrida.

— Voy a tomarme un respiro. — Pensé. Aún no había comenzado a hablar solo como si estuviera loco, pero ya habría tiempo para eso más adelante. Como no empezara a divertirme, en un par de semanas estaría discutiendo hasta con los árboles. Si al menos estuviera mi novio la rutina sería más soportable, pero se había tenido que volver a España por una urgencia familiar. Después de cortar conmigo, por supuesto.

Una noche en la playa…

Este jueves sale a la venta la que será mi primera novela autopublicada. Su nombre es “Una noche en la playa, un verano en Brighton” y cuenta las peripecias que le suceden a un joven gay mientras se encuentra en esta ciudad del Reino Unido.

Como aperitivo, a lo largo de la semana les iré dejando extractos del Capítulo 2.

Espero que les guste.