— ¿Te vienes esta noche de celebración? — Le había preguntado a Bastien, mi compañero francés.
— ¿De qué?
— De celebración... fiesta... — Añadí al ver la cara de incomprensión del chico. Los extranjeros suelen tener mayor facilidad para entenderse entre ellos que con los nativos (menos con los chinos, que por alguna razón cuesta mucho). Sin embargo, nuestro nivel medio-alto y la pronunciación tan imaginativa que en ocasiones usábamos, hacía que desconociésemos algunas palabras. Vale que “fiesta” es un término de primaria, pero mi compañero no era, precisamente, un superdotado. Mental, al menos.
— Eh...
— Fiesta. — Lo intenté de nuevo, esta vez en español. No dio mayor resultado. Normalmente, para solucionar nuestros problemas de comprensión utilizábamos un código tetralíngüe. Bastien chapurreaba algo de español y yo, un poco de francés. Si todo fallaba, siempre quedaban las señas. — Fiesta. — Repetí mientras hacía gestos como si bailara y me llevara una botella a la boca.
— ¡Ah! Fiesta. — Dijo. Era como jugar a las películas. — Perdona que no te entendiera, estoy un poco fumado. Suspiré. Estaba claro que los problemas comunicativos residían en el área de la audición de su cerebro. O en que era un poco tonto.
— Entonces ¿vienes? — Pregunté. Esta vez intenté hacerlo muy despacio, vocalizando perfectamente cada sílaba.
— Claro. Nos tomamos unas pintas y nos vamos a la playa. O pensabas en ir a una sauna. — Sugirió con una sonrisa.
— ¿Tú para qué quieres ir a una sauna? Eres hetero.
— ¿El qué?
— Hetero. — Repetí. Me cansaba tanta redundancia producida por el exceso de hachís en mi interlocutor. — He-te-ro... he-te-ro-sexual.
— ¿Homosexual?
— No, al revés. Tú no gay.
— ¡Ah! Hetero. — Dijo volviendo a usar el tono de juego de las películas. Lo odiaba. Parecía que la culpa era mía. Hasta un anciano chino sin dientes comiendo arroz podía decir “fiesta” y “hetero” de forma inteligible. Y ya he mencionado lo difícil que es entender a los hijos del imperio del dragón. — Sí... quizás un poco bisexual. No lo sé. Debe ser la influencia de Brighton.
— Será eso. — Añadí sonriente.
— ¿Y qué celebramos?
— Pasado mañana tengo una prueba para trabajar en un club.
— ¡Genial tío! — Gritó incorporándose y saltando sobre mí para abrazarme. Caímos sobre mi cama. — Me podrás pasar gratis y hacerme descuento en las copas.
— Voy a ser el recoge-vasos, no el dueño. — Respondí apartándole.
— Da igual. Estoy muy orgulloso de ti.
Me dio un beso en la frente y salió corriendo hacia las duchas con su toalla y su bolsa de aseo.
— Está loco de atar. — Pensé.
Qué iba a hacer Bastien en el baño las 4 horas que quedaban hasta que saliéramos, no tenía ni idea. Yo me eché una siesta. Ya había cumplido todas mis obligaciones. Me merecía un descanso después de haber pasado la mañana caminando.
Dato sorprendente para cualquier español: Nuestro país es uno en los que menos se bebe de Europa. El vino de las comidas, los carajillos, los aperitivos, las cenas de trabajo, los cumpleaños, las Navidades, el Fin de Año, las fiestas patronales, las cañas de la tarde y las copas hasta las 6 de la mañana de los fines de semana no son sino una pequeña gota de alcohol en la gran garrafa de aguardiente continental. En el extremo opuesto de la lista se encuentran, por supuesto, las islas británicas, algo nada sorprendente. Sólo hay que echar un vistazo a los telediarios una noche en la que Inglaterra juegue algún campeonato de fútbol o acercarse a los locales para turistas de la Costa del Sol para comprobarlo. Pero lo realmente curioso es lo mal que se bebe. Una copa en el Reino Unido consiste en un vaso de los de agua hasta arriba de hielitos tamaño peladilla, con un dedal (literalmente) del licor que elijas y, el resto, relleno de refresco. De grifo, eso sí. Para no regalarte ni una mísera gotita de Coca-Cola. Normal que los ingleses acaben como acaban en España. Les ponen 5 veces más alcohol y cuesta una tercera parte.
Por eso, para cualquier turista en el Reino Unido, la mejor opción a la hora de ir a un pub o una discoteca es pedir cerveza. De eso sí que tienen. De todos los colores y marcas. La mayoría sabe raro, pero tras varios intentos logras dar con alguna que te gusta.
Y en eso estábamos nosotros. Bastien, yo y otras doce personas entre compañeros del albergue, amigos de amigos y gente que no sabía de dónde había salido. Catorce extranjeros sin demasiado dinero, con unas ganas inmensas de agarrarnos una buena borrachera. Aunque fuera a base de cerveza.
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