miércoles, 5 de marzo de 2014

Una noche en la playa, un verano en Brighton 3

Salí del club en estado de shock, sin todavía casi creerme que tuviera una prueba para un trabajo. Y así de fácil. Tras recorrer tantos bares, hablar con tantos camareros bordes, después de tantos currículums y negativas, al final había sido por pura suerte. Entré y el puesto era mío. Le saqué una foto a la puerta. Teniendo en cuenta que en la solicitud para llegar a ser limpiador en un hotel te preguntan desde tus antecedentes penales a tu medio de transporte habitual, un inglés que te ofrecía un empleo sin pedirte referencias era algo más que raro. O era muy confiado o es que había llegado a la sabia conclusión de que, siendo extranjero, las referencias le iban a valer para bien poco. De todas formas, era un acontecimiento completamente anormal.

¿Y cómo se llamaba mi nueva fuente de ingresos? Pues, siguiendo la estela de otros establecimientos como el restaurante “Pacomer” o el bar “Qerowiky”, su nombre era ni más ni menos que “Paf” (que es como se lee “pub” en inglés). Muchas dudas habían creado estas nomenclaturas entre la comunidad hispana y el debate era encarnizado… lo encarnizado que puede ser por una cuestión tan banal, se entiende. Una facción apostaba por la casualidad. La otra, por creaciones de españoles que se habían apartado del tradicional negocio de restaurante mediterráneo y tienda de delicatessen (surtidores del tomate frito que pagábamos a precio de Rioja los peninsulares porque no había quien se comiera unos macarrones a gusto con las ácidas salsas inglesas). Fuera como fuera, sería curioso trabajar en el “paf paf”.

Para celebrar mi nuevo empleo basura y mi futura explotación laboral (que estuviera contento por tener un trabajo no significaba que fuera tonto o que hubiese perdido la visión de la realidad) fui a comprarme un refresco (tampoco había perdido de vista mi nula capacidad de gasto). O, mejor dicho, “quise ir a comprarme un refresco”, porque en ese instante, algo chocó conmigo hasta casi tirarme al suelo.

— Perdón... — Se disculpó un chico, obviamente no inglés, que era lo que me había atropellado. — Digo, I’m sorry very much. I was in a hurry. — Rectificó.

— No pasa nada. — Le contesté con una sonrisa.

Él me la devolvió y siguió andando a paso acelerado. Nada más aterrizar en Inglaterra, me hacía cierta ilusión cruzarme con un español por la calle. Era algo especial. Como si durante ese instante, los dos tuviéramos una conexión, un vínculo que nos distinguía de los nativos que nos miraban raro. Sin embargo, la sensación no tardó en extinguirse. Somos tantos y estamos tan esparcidos por el mundo, que es casi imposible estar una hora sin encontrarse con un español. Nos expandimos como una enfermedad contagiosa. Así es muy difícil entusiasmarse por ver a un paisano. Claro que el resto no estaban tan buenos como este último. Ese sí que me había alegrado. Corrí, mucho más feliz, a la tienda mas cercana y compré mi refresco de celebración. Me lo bebí de camino al backpackers donde vivía. Al igual que los Bed & Breakfast no dejan de ser una casa de huéspedes con nombre raro, los backpackers sólo son la versión británica de un albergue juvenil. De ahí el nombre. Los ingleses son muy prácticos para esas cosas. Los Bed & Breakfast se llaman así porque te dan cama (el “bed”) y desayuno (el “breakfast”). Backpackers, por su parte, significa “persona que lleva un paquete a la espalda”, lo que no es un sherpa, sino un mochilero, y te da una idea de que vas a carecer de armario, habitación propia o privacidad alguna. Aparte del nombre, por lo demás son idénticos a los albergues del resto de Europa: Cuartos múltiples, camas incómodas, sábanas apolilladas, baños comunes, duchas no aptas para pudorosos, seguridad escasa... Quizás estén algo más limpios, lo cual no es decir demasiado. Desde luego, son bastante más caros.

Entré en mi habitación séxtuple. No tenía cerradura y había un agujero en la pared, pero era todo un avance después de haber estado en una decaóctople... o como quiera que se diga cuando compartes cuarto con otras diecisiete personas. Yo solía llamarlo “falta de oxígeno”. No se puede negar que se conoce mucha gente en los backpackers.

— ¿Te vienes esta noche de celebración? — Le pregunté a Bastien, mi compañero francés. Para variar, estaba tendido en la cama fumando sustancias ilegales. En algún momento del día se tendría que dedicar a algo concreto y de provecho, pero yo nunca le había visto. Beber en un bar hasta acabar vomitando era lo más responsable que hizo en mi presencia.

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