La chica me miró y mantuvo la vista fija sobre mí a medida que me acercaba. “Qué bueno estás” dijo despacio, casi vocalizando. Otra joven sentada a su lado, con una guía de viajes sobre su regazo, se rio del atrevimiento de su amiga.
— Muchas gracias. — Le respondí en el mismo tono pausado que ella había usado. — Tú tampoco estás mal.
La chica, blanca por la sorpresa, abrió y cerró la boca un par de veces como tratando de encontrar palabras para justificarse. No es que no esperase que respondiera, sino que ni siquiera imaginaba que yo fuera a comprender lo que decía. En cuanto pasé de largo, se echó a reír con su compañera. “Estaba demasiado bueno para ser inglés” pude escuchar que le decía. La sonrisa casi no me cabía en la cara. En parte porque me sentía muy halagado y en parte porque el comentario me había hecho gracia. Pero también, porque estaba plenamente de acuerdo con ella. En mi humilde opinión, los ingleses no son de las nacionalidades más atractivas. Obviamente, se salvan algunos actores, cantantes y artistas, pero el resto no es que se acerquen mucho a lo que suele ser mi tipo. Nada que ver con los húngaros. Eso sí que es gente bien hecha. Una pena que tengan la tasa de suicidios más alta del mundo. Supongo que será la forma que tiene el universo para compensar tanta belleza.
— Estoy cansadísimo. — Pensé buscando a mi alrededor algún banco en el que sentarme. Llevaba la mañana entera repartiendo currículums por la ciudad y ya no podía dar un paso más.
No encontré ningún asiento, lo que era muy normal en Brighton y en la mayoría de metrópolis europeas. Para evitar la mendicidad en el casco urbano es mucho más barato impedir que los vagabundos se sienten que reducir las diferencias sociales. Injusticias del mundo aparte, en lo que sí reparé fue que era la primera vez que pisaba esa calle. Después de quince días en la ciudad, subiendo y bajando incesantemente de un lado a otro en busca de trabajo, tras haber dado vueltas y vueltas por la zona turística recorriéndome locales y tiendas de ropa, me encontraba una calle que no sabía que existía en el mismísimo centro. El banco y mi agotamiento tendrían que esperar. Eso era zona virgen que había que explorar y en la que se debía realizar el ancestral ritual de reparto de currículums por los bares y restaurantes. Ritual que solía limitarse a una pregunta, “¿Tiene alguna vacante?”, y a una respuesta, “No, lo siento, estamos completos” o alguna variante similar. Hay rituales mejores. Como mucho, cabía la posibilidad de que te pidieran que dejaras un currículum por si diera la casualidad de que, en un par de semanas, alguno de sus empleados sufriera una apoplejía y tú fueras el elegido entre los cientos de extranjeros desesperados que se habían pasado en las últimas semanas en busca de ingresos.
Mi primera incursión “prelaboral” fue a una cafetería perteneciente a una gran cadena multinacional. Su encargado, al igual que su pestilente comida, no estuvo a la altura de mis expectativas. “Tenemos la plantilla que precisamos en estos instantes” fue su original contestación. Pero no había que desfallecer ni dejarse arrastrar por la pesadumbre. Aún quedaban opciones. La siguiente era un pub. No entendí nada de lo que el camarero me dijo, así que tampoco me importó que acabase negando con la cabeza. Hubiera sido complicado trabajar juntos. El tercer candidato fue una librería. Luego vino un bar. Y después una hamburguesería y un club. Hasta lo intenté en una tienda de lencería femenina. La dependienta se me quedó mirando con cara de extrañeza. El resto, tan sólo dijeron que no y se disculparon, de una u otra forma.
Iba a tirar la toalla, cuando me fijé en el siguiente establecimiento de la calle y cambié de idea. Era un restaurante, tenía un gallo sobre la puerta, un cartel que decía “Si eres casi portugués, entra” y otro letrero que indicaba cuántas millas había hasta Lisboa. Lo interpreté como señales de mi salvación. No eran grandes señales, lo admito, pero en ese momento eran las mejores que se me ofrecían y no estaba para hacer desprecios o ponerme exquisito. Eran señales y con eso servía. Así que, repleto de optimismo y de cierta morriña peninsular, entré raudo y confiado a buscarme un medio de vida entre mis casi paisanos. Sin embargo, a pesar de ser el más “casi portugués” de los presentes (incluido buena parte del personal) la respuesta no fue muy distinta a la de los locales ingleses, salvo por el acento. “Totalmente completos, lo siento” dijo. Yo le respondí mentalmente con algunos comentarios acerca de su madre de una vulgaridad que sólo puedo justificar por la decepción sufrida.
— Voy a tomarme un respiro. — Pensé. Aún no había comenzado a hablar solo como si estuviera loco, pero ya habría tiempo para eso más adelante. Como no empezara a divertirme, en un par de semanas estaría discutiendo hasta con los árboles. Si al menos estuviera mi novio la rutina sería más soportable, pero se había tenido que volver a España por una urgencia familiar. Después de cortar conmigo, por supuesto.
Me ha gustado mucho y estaré pendiente el jueves para comprar la novela, aunque últimamente estoy tan liada que no sé cuándo podré leerla. Pero haré una entrada en el Callejón a ver si mucha gente se anima a comprarla también. Te deseo mucho éxito con ella.
ResponderEliminarCon lectoras como tú da gusto escribir jejejeje Muchísimas gracias por el comentario y por toda la publicidad que me haces. Te voy a tener que contratar de agente jejeje un beso
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