lunes, 6 de febrero de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 47

Había sido una mañana maravillosa. A primera hora, había conseguido un acuerdo muy beneficioso con una empresa francesa para asesorarles a la hora de tratar a clientes y empleados con "necesidades especiales". Y antes de la hora del almuerzo había cerrado un contrato con otra compañía británica para abrir una oficina a medias en el centro de Londres dirigida a mi "sector objetivo". Desde luego, había sido un día de lo más productivo. Hasta se podía decir que compensaba mis múltiples ausencias de la semana anterior. Pero lo más importante era que ni el tedioso papeleo, ni las larguísimas discusiones, ni la manía de los empresarios extranjeros de tratar a mi personal como su servicio doméstico, ni su tendencia a hablarme como si tuviera tres años, ni los múltiples eufemismo que habían sobrevolado ambas reuniones habían conseguido amargarme la jornada laboral. Cada vez que algún detalle amenazaba la serenidad de mi espíritu solo tenía que disculparme con una excusa tipo "las personas con carencias sensoriales necesitan ir más al servicio porque procesan más rápido los líquidos por la ausencia de estimulación retinal" (hay que reconocer que la explicación me quedó muy currada, aunque carezca totalmente de sentido), dejar al mando a alguno de mis subordinados y salir a dar un paseo a pensar en Miguel. Bueno y, en alguna ocasión, a fumar un cigarro, que un es humano y los ejecutivos pueden ser más pesados que una tonelada de perros queriendo que les tires su pelotita.

Ya sé que no debería apresurarme en mis apreciaciones, que mi "relación" (la que fuera) con Miguel acababa de empezar y que tendría que tomarme las cosas con más calma, pero es que no podía calmar esa sensación de alegría y felicidad que me invadía cada vez que me acordaba de él. Llevaba sin sentirme así, desde... no, no voy a decir desde que estuve con Sergio. Había tenido más relaciones infructuosas después de estar con él. Cierto que, en su mayoría, no habían pasado de un polvo de una noche o de un par de citas, pero sí que había conseguido sentirme bien con un par de ellos. A lo mejor, con tres o cuatro, si no era muy exigente. Nacho, el oftalmólogo (mis amigos aún se ríen diciendo que seguramente salía conmigo para usarme como conejillo de Indias y ganar el Nobel por curar la ceguera), un buen chico que se preocupaba por mí y que siempre encontraba el plan perfecto para un sábado por la noche, pero que era demasiado pedante y presuntuoso para que no tuviera ganas ocasionales de asesinarle.

También incluiría entre mis tops a Israel, aunque nuestra relación se basara casi en exclusiva en el sexo y en una extraña forma de dependencia hacia mí que, aunque adorable al principio, acabó pareciéndome enfermiza y malsana. Y al alegre François, un francés que estaba de Erasmus y que no se paraba de hablar (en el idioma que fuera) ni mientras dormía. Era gracioso, pero algo cargante. Sobre todo cuando le daba por insultarme en determinadas situaciones íntimas.

Pero, por supuesto, el más importante de esta lista de novios con algo de importancia era Marc. Ya dije que no es muy dado a las relaciones serias y que como novio tampoco es que sea la bomba, pero tengo que admitir que durante las primeras semanas que salimos me hizo sentir estupendamente. Además, aprendí que es importante disfrutar de lo bueno mientras lo tienes porque se puede torcer en cualquier momento... bien pensado, eso debería haberlo aprendido de mi relación con Sergio. Si es que soy muy malo en esto de aprender de la experiencia. Mi psicólogo puede certificarlo. Precisamente, a hablar con él, era donde me dirigía cuando salí del trabajo.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 46

Un claxon. Dos. Tres. Diez. Veinticuatro. Cincuenta… Yo qué sé. Podrían ser tres mil. Pero a quién le importaba. Hacía un día estupendo. Los rayos del sol ya habían escalado los edificios y empezaban a llegar al fondo de las calles. El viento estaba tranquilo. La temperatura resultaba fresca, aunque ya no tenía el toque gélido del amanecer. Con esa maravilla de mañana me era indiferente si eran tres mil o cuatro mil los cláxones que llenaban el aire con su impetuosa y discordante música de trompetín. De hecho, casi hasta me gustaba ese curioso concierto. Tenía cierta gracia. Y, desde luego, era lo que necesitaba para acabar de espabilarme y quitarme las legañas. Que hubiese ese nivel de actividad tan temprano tenía un efecto revitalizante y me llenaba de optimismo. Lo veía algo prometedor. Como si fuera la señal de que el día estaba lleno de múltiples e innovadoras posibilidades. Cualquier cosa era probable durante esa jornada.

Pero tampoco hacía falta apresurar las cosas sin motivo. Aún tenía tiempo antes de mi primera reunión. Podía dedicar unos pocos minutos al puro ocio. Sobre todo, si los utilizaba en algo tan valioso como pasar un tiempo en el lugar que hay tras la verja que suena como un gong chino cuando mi bastón la golpea. Ese paraíso terrenal en forma de parque que me encontraba cada día de camino al trabajo me cargaría las pilas con su serenidad y su frescura. Atravesé la valle y me senté en uno de los bancos. El sol calentaba mi piel, los pájaros cantaban y olía a hierba recién cortada. Era magnífico. Como volver a la campiña y al campamento de ciegos. Ese tiempo fantástico que pasé entre la naturaleza y con amigos. Una pena que no conociera a Miguel por aquel entonces. Hubiera sido una época estupenda. Pero no podía quejarme. La senda que había iniciado en ese campamento me había llevado a mi situación actual. Un momento maravilloso por el que todo lo pasado valía la pena.

Pasé un cuarto de hora bajo el sol antes de continuar mi marcha. No me importaban las obras, los semáforos o la estresada muchedumbre. La vida era fantástica. Hasta las señoras que olían a naftalina me parecían amables y simpáticas. En esa mañana tan bonita, cualquier cosa podía ser genial.