miércoles, 1 de febrero de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 46

Un claxon. Dos. Tres. Diez. Veinticuatro. Cincuenta… Yo qué sé. Podrían ser tres mil. Pero a quién le importaba. Hacía un día estupendo. Los rayos del sol ya habían escalado los edificios y empezaban a llegar al fondo de las calles. El viento estaba tranquilo. La temperatura resultaba fresca, aunque ya no tenía el toque gélido del amanecer. Con esa maravilla de mañana me era indiferente si eran tres mil o cuatro mil los cláxones que llenaban el aire con su impetuosa y discordante música de trompetín. De hecho, casi hasta me gustaba ese curioso concierto. Tenía cierta gracia. Y, desde luego, era lo que necesitaba para acabar de espabilarme y quitarme las legañas. Que hubiese ese nivel de actividad tan temprano tenía un efecto revitalizante y me llenaba de optimismo. Lo veía algo prometedor. Como si fuera la señal de que el día estaba lleno de múltiples e innovadoras posibilidades. Cualquier cosa era probable durante esa jornada.

Pero tampoco hacía falta apresurar las cosas sin motivo. Aún tenía tiempo antes de mi primera reunión. Podía dedicar unos pocos minutos al puro ocio. Sobre todo, si los utilizaba en algo tan valioso como pasar un tiempo en el lugar que hay tras la verja que suena como un gong chino cuando mi bastón la golpea. Ese paraíso terrenal en forma de parque que me encontraba cada día de camino al trabajo me cargaría las pilas con su serenidad y su frescura. Atravesé la valle y me senté en uno de los bancos. El sol calentaba mi piel, los pájaros cantaban y olía a hierba recién cortada. Era magnífico. Como volver a la campiña y al campamento de ciegos. Ese tiempo fantástico que pasé entre la naturaleza y con amigos. Una pena que no conociera a Miguel por aquel entonces. Hubiera sido una época estupenda. Pero no podía quejarme. La senda que había iniciado en ese campamento me había llevado a mi situación actual. Un momento maravilloso por el que todo lo pasado valía la pena.

Pasé un cuarto de hora bajo el sol antes de continuar mi marcha. No me importaban las obras, los semáforos o la estresada muchedumbre. La vida era fantástica. Hasta las señoras que olían a naftalina me parecían amables y simpáticas. En esa mañana tan bonita, cualquier cosa podía ser genial.

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