lunes, 30 de enero de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 45

—La ropa —dijo Miguel— solo tiene tres funciones en la civilización: estética, protección y pudor. La primera, desde luego, no nos incumbe mucho porque ambos somos incapaces de apreciarla visualmente. La segunda, es innecesaria teniendo en cuenta que nos encontramos en una habitación con una temperatura muy agradable y las múltiples medidas de seguridad que normalmente tienen las viviendas de invidentes. Y, por último, el pudor lo dejamos atrás en nuestra anterior cita ¿no crees?

—Sí, la verdad es que sí —respondí, aunque lo único que podía pensar era “estoy desnudo”, “Miguel está desnudo” y “su rodilla acaba de rozar la mía”.

—Así que no tiene sentido el ir vestidos si vamos a cenar solos —concluyó.

—Eres muy nudista.

—Solía ir a playas naturistas y todo ¿Has ido a alguna?

—No —contesté—. Me pone nervioso desnudarme delante de gente. Más aún si son desconocidos, superan la decena y pueden verme.

—Pues es genial estar tirado en la arena y báñate sin ropa.

—Eh, sí —dije. La conversación sobre playas nudistas no estaba contribuyendo a ayudarme a estar más relajado. Tenía que cambiar de tema de alguna manera—. Oye, qué buenos están los macarrones. La mayoría de la gente cree que es una receta fácil, pero no es complicado que te queden duros o blandurrios. Hay que tener mucha maña para dejarlos en este punto.

—En realidad, debo confesar que son comprados. Yo no cocino.

—¿Y eso?

—Me da pánico que algo se incendie y no me dé cuenta.

—Ponte detectores de humo —le aconsejé.

—Ya los tengo, pero ni aun así. Me da pavor hasta que la gente fume dentro de casa.

—Pero, sin embargo —empecé a decir mientras tomaba nota mental de que esa noche no fumaría—, el mar no te da miedo. Yo sería incapaz de nadar solo. Estaría acojonado pensando que no podría volver a la orilla o que me atacaría un tiburón.

—Bueno, lo cierto es que cuando iba a playas nudistas lo hacía con un acompañante vidente.

—Tenía que ser muy majo para que aceptara desnudarse.

—Sí… digamos que era algo más que un mero acompañante.

—Ah —respondí ligeramente celoso.

—Pero eso es el pasado —dijo—. De segundo tengo carne en salsa. Tampoco la he hecho yo, aunque está bastante buena.

—¿Y de postre qué hay? —pregunté.

—Nata montada. Dónde la eches, lo dejo a tu elección.

Y toda la relajación que había conseguido hablando de los macarrones, desapareció en ese instante.

viernes, 20 de enero de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 44

—Bienvenido —me saludó Miguel.

—Vaya —dije mientras mis manos comprobaban que mi suposición acerca de sus (ausentes) pantalones era acertada—. Noto que te alegras de que haya venido.

—Tranquilo, tigre —contestó él situando mis dedos en un lugar más recatado de su anatomía—. Eso lo dejaremos para más tarde.

—¿Vas a hacerme eso? —pregunté apenado—. Si me palparas el sitio que yo estaba tocándote a ti, te darías cuenta de que deseo realizar actos muy impuros contigo en estos mismos momentos.

—Tendrás que esperar.

—¿En serio?

—Claro —respondió dándome un pico—. A veces, la expectativa puede contribuir a hacer las cosas más excitantes.

—Vale, lo que tú digas. Haré de tripas corazón y me aguantaré sin sobarte entero.

—Primero, desnúdate.

—¿Qué? ¿ya has cambiado de opinión? —pregunté—. Sé que soy irresistible, pero deberías ser un poco más coherente. Tanta indecisión puede llegar a ser molesta.

—He dicho que te desnudes. Nada más —me aclaró Miguel con sorna—. Al menos, de momento. Cenar desnudos es algo excitante y divertido.

—Espero que no hayas hecho fondue —añadí—. Porque entonces también podría ser peligroso.

—Tranquilo, he hecho macarrones con tomate. Lo peor que te puede pasar si se te cae uno encima es que luego te lama los restos del cuerpo.

—Lo que tengo claro es que con tanto suspense y tanta insinuación voy a acabar con dolor de huevos histórico —me quejé.

—Solo será para cenar. Cuando hayamos terminado me esforzaré por compensarte todo este esfuerzo de la forma que más te apetezca.

—No ayudas —respondí.

—Entonces, me vas a odiar por esto.

Y sin decirme nada más empezó a quitarme el cinturón.

En ese momento, en algún lugar de la ciudad, una decena de hombres debieron de tener una erección sin motivo aparente. Estoy seguro de ello. Un único cuerpo no bastaba para contener ese nivel de excitación. Ni siquiera el mío.

miércoles, 18 de enero de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 43

Terminado el larguísimo ritual de limpieza, alternado con algún que otro ejercicio de pesas para tratar de mejorar mis bíceps, salí disparado hacia el armario. Aunque con cuidado de no despertar a Sergio. Mi exnovio no era precisamente la persona con la que más me apetecía hablar en ese momento. Teniendo en cuenta nuestra última conversación, podíamos acabar compartiendo consejos de alcoba y, en ese momento, prefería pensar a solas en lo que iba a hacer con Miguel. No quería que hubiera ningún tipo de vínculo, ni siquiera mental, con mis antiguos amantes y sus actuales relaciones. Así que con mucho tiento, aunque no sin nerviosismo, empecé a revolver entre mis prendas. Necesitaba algo sexy, algo llamativo y que emanara erotismo. Claro que tendría que ser un conjunto especial para ciegos. Los colores bonitos y los cortes favorecedores carecen de sentido cuando el otro no puede verlos. Lo que me hacía falta era algo que centrase su efecto en el tacto. Y, aunque eso descartaba la mitad de mi armario, también hacía más fácil la elección. Por una vez, sabía cómo conseguir la reacción que aspiraba a provocar. Para la parte de arriba, me decidí por un jersey ajustado con relieves. Era suave, me marcaba mis no excesivamente desarrollados pectorales y los surcos que cruzaban la prenda excitarían sus sentidos cuando lo tocase. Y para las piernas, unos vaqueros finos. Ceñidos como un traje de sastre pero con la accesibilidad de un chándal. Era un modelo perfecto. Incluso, según las etiquetas, combinaban bien. La tarde no podía empezar mejor. Y los indicios apuntaban a que no empeoraría.

La puerta del apartamento de Miguel se abrió dejando escapar el agradable calor de la estancia y un suave aroma a esencia de limón acarició mis fosas nasales. Mi corazón se desbocó más allá de lo que creía posible mientras atravesaba el umbral. Y mi pulso se aceleró más cuando dos brazos rodearon mi cintura y unos labios me besaron apasionadamente. Mis manos, como si estuvieran dirigidas por control remoto, se juntaron en su espalda. Él también había seleccionado su atuendo con intención de despertar mis sentidos. De hecho, su elección difícilmente podría haber sido más acertada. No llevaba camiseta. Y algo me indicaba que tampoco se había puesto pantalones o ropa interior. Eso sí que era un modelo adecuado y no el mío.

lunes, 16 de enero de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 42

Casi no podía creérmelo ¡Era Miguel! La alegría que inundó mi cuerpo fue indescriptible. Después de un día entero soportando las dudas de mis conocidos, ahí estaba lo que esperaba. La prueba de que la noche con él había significado algo más que un polvo. O la llamada de cortesía para aclarar que no iba a ocurrir otra vez. Pero ni siquiera yo soy tan imbécil para quedarme mirando la pantalla del móvil planteándome los posibles futuros alternativos. Así que respondí.

—Hola ¿qué tal? —me saludó.

—Muy bien. Pasando la mañana del domingo —respondí. Estaba dispuesto a usar todos los tópicos de las conversaciones de ascensor que se me ocurrieran hasta que él dijera qué pensaba—. Hace un día precioso.

—Sí —dijo algo desconcertado—. ¿Qué tal lo pasaste ayer?

—Quedé con unos amigos, me tomé unas cervezas, puse un rato la televisión… Lo típico de un sábado.

—Parece poco excitante.

—No estuvo mal —contesté tratando de no expresar emoción, a pesar de que la incertidumbre me estaba matando. Tenía que decir algo concluyente en ese momento o me daría un ataque.

—Espero que el día que nos vimos fuera mejor.

—Síiiiiiiii —respondí derritiéndome de gusto, metafóricamente claro, en el sofá—. Ni punto de comparación.

—Perdona que no te llamara ayer —se disculpó—. Con toda la actividad física que tuvimos, pensaba que estarías durmiendo y me preocupaba despertarte.

—Yo también —mentí.

—Vaya y yo que estaba preocupado imaginando que pasabas de mí. Me alegro de haberme tragado el orgullo y haberte llamado.

—No habrías tenido que esperar mucho. Estaba escribiéndote un mensaje en estos mismos momentos —volví a mentir. Si existía el karma, lo estaba dejando por los suelos con esa conversación.

—Pues ahora que hemos aclarado el asunto, me gustaría invitarte a cenar en mi casa esta noche. Si estás disponible, por supuesto.

—¡Claro! —respondí casi a gritos—. Me encantaría.

—Bien, pues luego te veo ¿sobre las ocho?

—Perfecto, allí estaré. Un beso.

Colgué y me puse a dar una decena de saltos de alegría antes de salir corriendo hacia el baño. Quedaban varias horas hasta que tuviera que irme, pero tenía que ducharme. Y afeitarme Y rasurarme aquí y allá.

viernes, 13 de enero de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 41

—Bueno, cuéntame esos indicios tuyos —me pidió Sergio.

—Pues… —empecé. Después tuve que carraspear para aclararme la voz. Parecía que un trozo de recuerdo aquel verano en la campiña se me había quedado atravesado en la garganta—. En primer lugar, acabas de llegar…

—Guau, estoy impresionado.

—Calla y déjame continuar. En segundo lugar, no hueles a sudor, lo que significa que has tenido que ir a una casa para poder ducharte. Casa en la que había un hombre, a juzgar por el desodorante que llevas…

—Has mejorado mucho con los años.

—Y, por último, estás exultante, lo que solo puede ser efecto del sexo —concluí orgulloso de mis deducciones.

—¿No has pensado que me podría haber ido a la periferia y que me quedé a dormir en casa de alguna amiga y que su hermano me dejó el desodorante?

—¿Es eso lo que ha pasado? —pregunté con una cierta esperanza.

—Qué va —respondió—. Habías acertado de pleno. Pero tienes que admitir que mi teoría era posible.

—Vale, era admisible —admití—. Aunque era un poco forzada. Bueno ¿y cómo fue la conquista?

—Estás extrañamente cotilla.

—La mitad de mis amigos me ocultan su vida —me quejé—, así que tengo que consolarme interrogando a los que quedan.

—Está bien. Pues resultó que Míriam, la amiga con la que había quedado, se encontró con unos conocidos. Nos fuimos con ellos a una discoteca y, no sé, tres horas después estaba enrollándome con uno de ellos.

—Mira qué bien ¿y cómo se llama el afortunado? —pregunté.

—Víctor. Es profesor de fitness y está increíblemente cachas.

—No parece tu tipo.

—Estoy experimentando —dijo—. Y tengo que decir que el resultado mereció la pena. Puede que repita.

—La próxima vez te lo puedes traer a casa —dije. No entiendo por qué lo hice, pero así fue. No sé si sería por el buen rollo existente, por haberme vuelto a traumar con los recuerdos de nuestra relación o porque el desayuno me estaba dando alergia.

—¿Te apetece tenerme follando con otro en el sofá mientras tú estás a escasos metros y con apenas media pared de separación, tratando de dormir en la cama? —me preguntó muy serio.

—No —conseguí responder cuando me recuperé de la dureza con la que lo había descrito.

—A mí tampoco me gustaría al contrario. Así que mejor dejemos el sexo para casa de los demás. Voy a intentar dormir un poco.

—Buenas noches —me despedí un poco apenado. Pero la tristeza fue rápidamente sustituida por la sorpresa. La que me dio el sonido del teléfono al sonar.

miércoles, 11 de enero de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 40

La puerta se abrió antes de que me hubiera dado tiempo a hincarle el diente a mi primera tostada con mantequilla y, por mucho que a veces me cueste admitirlo, me alegré de que Sergio regresara. Quizás me hizo demasiado feliz si se tiene en cuenta que él era mi exnovio y me acababa de enrollar con Miguel. Pero, por esa regla de tres, también habría que criticarme por entristecerme en exceso cuando se marchó a ligar… lo que tampoco dejaba de ser cierto. Puede que fuera mejor asumir que Sergio era un caso especial y no ser demasiado duro conmigo mismo.

—Buenos días —dijo con una energía y entusiasmo que indicaban, sin lugar a dudas, que había tenido sexo o acababa de iniciarse en las drogas de diseño—. ¿Cómo has pasado la noche?

—No tan bien como tú, por lo que parece —le respondí después de que me hubiera saludado con un pico.

—¿Por qué lo dices?

—Es bastante obvio que has pasado la noche con alguien. Confiésalo de una vez y no me hagas relatarte los miles de indicios.

—¿Tienes indicios? —preguntó divertido—. ¿Has vuelto a leer un relato de Sherlock Holmes?

—Sí, tengo indicios. Y no sé a qué viene tanta guasa con Sherlock Holmes —me quejé.

—¿No te acuerdas de ese fin de semana que pasamos en la sierra en el que te empeñaste en hallar el pasadizo secreto que, supuestamente, nos llevaría hasta una mina de oro abandonada?

—Me dijeron que era una leyenda local —repliqué—. Yo qué sabía que me estaban tomando el pelo. Además fue bastante entretenido.

—Me tuviste dos días buscando ladrillos sueltos por las paredes, nos caímos de noche al lago y tuvimos que esperar desnudos a que se nos secara la ropa.

—Esa fue la parte más entretenida —dije riendo.

—Admito que la noche en pelotas estuvo muy bien, pero que muy bien. Aunque si no llega a ser verano, morimos congelados.

—Sí, fue una mala idea. El sexo estuvo genial, pero la ropa no se secó.

—Hubo mucho sexo genial ese verano —añadió Sergio—. En realidad, contigo siempre fue genial. Sobre todo, si había un lago cerca.

—Ajá —respondí casi sin aliento.

martes, 10 de enero de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 39

El calor del sol doraba mi brazo al despertar y el televisor seguía encendido. Me había quedado dormido en el sofá a mitad de película. Ahora tenían más sentido esas pesadillas que había tenido con gente que quería que la llamase y aparatos diabólicos para hacer abdominales. La próxima vez que me pusiera frente a la caja tonta, tendría que acordarme de programarla para que se apagase. Aunque, para cuando eso sucediese, lo más probable fuera que se me hubiera olvidado lo que tenía que recordar, porque no soy precisamente un entusiasta de la televisión. Y no porque crea que es una pérdida de tiempo y que la mayoría de su programación es bazofia, que también puede ser, si no por el simple hecho de que, como su propio nombre indica, el televisor es para ver cosas que están lejos, en otro sitio. Si eres ciego, el “visor” sobra y lo único que queda es el “lejos”, que es como me siento cada vez que paso un rato tratando de imaginar lo que sucede en su pantalla o escuchando las explicaciones de los comentarios para invidentes.

¿Y qué hacía yo ante ese electrodoméstico que me hace sentir tan apartado? Lo cierto es que lo encendí porque quería que me hiciera compañía. El entretenimiento que me proporcionó cavilar la identidad de la desconocida relación de Marc me duró, exactamente, media hora. Ese fue el tiempo que tardé en darme cuenta que estaba aprovechando mi sábado por la noche en cotillear como una vieja. Y, lo que era aún peor, en cotillear yo solo. No tenía nadie con quien salir. A pesar de haber montado un férreo muro a mi alrededor y de haber limitado mis relaciones sociales a mis tres amigos más cercanos, siempre me tranquilicé pensando que siempre encontraba alguien disponible con quien salir un sábado por la noche a tomar una copa. Y sin embargo, ese día no tenía nadie con quien quedar. Irónicamente, tras ampliar mi círculo de íntimos, mis posibles planes se habían reducido hasta ser inexistentes. No podía llamar a Miguel porque quería hacerme el fuerte después de habernos enrollado. Ichi no me hablaba porque estaba celoso de Miguel. Marc estaba ocupado con un ligue que, seguramente, sería el mismo Ichi. Sergio se había ido a ligar al cerciorarse de que yo no seguía disponible. Y Luna decía que había quedado con alguien, aunque suponía en realidad trataba de evitarme tras las escena que vivimos con Ichi en el bar. Había levantado mi vida sobre un equilibrio de fuerzas tan precario, que las nuevas incorporaciones la estaban haciendo tambalearse como un castillo de naipes.

Apagué el televisor, me quité la camiseta y dejé que el sol me calentara el pecho. Ese rato en el que acababa de despertarme completo era mi momento preferido del día. Era como estar en un área de descanso antes de que empezara el día. Un tiempo de preparación para enfrentarse a las preocupaciones que vendrían. Instantes en los que solo había que disfrutar del aire fresco de la mañana, del agradable calor de los rayos solares recorriendo tu piel desnuda y de la tranquilidad del silencio. Un silencio tan profundo que solo podía significar que Sergio había dormido fuera de casa. Volví a encender el televisor.

jueves, 5 de enero de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 38

Había pasado de Luna, Ichi estaba enfadado conmigo, Sergio acababa de salir y a Miguel no podía llamarle por mucho que mis amigos se empeñaran en ello. No me quedaban muchas más opciones que llamar a Marc si quería algo de entretenimiento sociabilizante. Con un poco de suerte podría dar por zanjadas, de una vez por todas, mis dudas sobre su supuesta relación con Ichi.

—Hola —saludé—. Soy Santi.

—Hombre, hola Santi. Qué sorpresa es oírte —respondió Marc, aunque más que sorpresa lo que noté en su voz fue cierto desconcierto. Como si le hubiera pillado ocupado con otras cosas. Incluso, podría asegurar que escuché un cuchicheo de fondo. Claro que, siendo yo, también era posible que me estuviera volviendo paranoico—. Dime en qué puedo ayudarte.

—Solo llamaba para saber si te gustaría que quedáramos más tarde para hacer algo. Ir a cenar, dar una vuelta, salir a tomar una copa, … me da lo mismo.

—Vaya, no te tuvo que ir muy bien anoche si tienes que quedar conmigo.

—Anoche fue estupendamente bien, muchas gracias —respondí enojado. Luego continué con la explicación, aunque fue perdiendo fuerza a cada palabra—. Lo que pasa es que hoy… bueno, pues que hemos pensado en no quedar. Tampoco hace falta agobiarse tan pronto en una relación… o un posible proyecto de relación mejor dicho…

—Si aún no te ha llamado, deberías hacerlo tú —dijo Marc riéndose—. Es sencillo.

—Yo no llamo al día siguiente.

—Pues mándale un mensaje. Lo peor que puede pasar es que no quiera saber nada de ti, pero al menos te habrás quitado la incertidumbre.

—No tengo ningún tipo de incertidumbre —contesté. Empezaba a enfadarme la insistencia de mis amigos con ese tema—. ¿Vamos a hacer algo o no?

—Lo siento, he quedado.

—¿Con Ichi? —pregunté.

—Sea o no sea él, no te lo voy a decir.

—Antes no tenías ningún problema para contarme hasta el más mínimo detalle de tus amantes —me quejé—. No será Sergio ¿no? Porque acaba de salir de casa y como te líes con él…

—Por segunda vez, señor paranoico, no me he liado con Sergio —dijo—. Y si no te cuento cosas de la persona con la que voy a quedar es porque no me apetece.

—Vale, vale. No es necesario ponerse así.

—Descansa. Ya te contaré detalles en su debido momento.

—Eso espero.

Por supuesto, no me creí ni una palabra. Debía tener una razón de peso para no contarme con quién se estaba liando. Que fuera Ichi era la más obvia y la que más me gustaba, pero estaba abierto a nuevas e imaginativas posibilidades. Sobre todo, teniendo en cuenta, que tenía la tarde-noche del sábado libre para elucubrar a gusto.

martes, 3 de enero de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 37

—Bueno, ha sido muy entretenido —dijo Luna—. Yo que temía que fuera a ser una tarde aburrida.

—Y ni siquiera nos hemos enterado de si se ha enrollado con Marc —pensé para mis adentros. Una cosa es ser ligeramente cotilla e insensible y otra distinta, demostrarlo en público. Lo único que mencioné fue—. Sí, no ha estado mal.

—Pues pasemos de un culebrón a otro culebrón —continuó mi amiga—. ¿Te ha llamado tu Romeo?

—Aún no. Seguramente siga durmiendo. Esta mañana lo dejé muy cansado.

—¿Tienes pensado hacerlo tú?

—¿Yo? ¿qué dices? —respondí—. Ni loco.

—Lleváis meses interesados secretamente el uno en el otro, cuando conseguís enrollaros pasáis una noche increíble y, aun así ¿te vas a hacer el duro? —comentó Luna.

—Hay que mantener la dignidad —contesté—. Si lo hiciera demasiado pronto parecería un desesperado.

—Estas desesperado —dijo mi amiga— y muy mayor para esos rollos de quinceañera.

Disimuladamente, mi mano derecha se deslizó hasta el reloj de pulsera que llevaba en mi muñeca opuesta y apreté el botón del lector de hora.

—Son las siete y treinta y tres —me informó la voz mecánica del aparato.

—Uy, mira que tarde es —dije. Quería irme ya. El día había empezado muy bien para seguir recibiendo regañinas.

Luna había quedado, así que no se quejó por mi no muy sutil maniobra con el reloj. Pagamos y me fui a casa. Sergio estaba saliendo en el momento en el que yo llegaba.

—He quedado con unos viejos amigos —me informó—. He hecho un estupendo guiso de carne, por si quieres cenar.

—Gracias —respondí, no sin preguntarme quienes serían esos amigos misteriosos.

—Entonces te veré luego. Por cierto, han vuelto a llamar los de la luz... pero no Miguel.

—Ya me imaginaba —contesté.

—¿Habéis hablado por el móvil? —me preguntó.

—Qué pesados estáis todos.

—Deberías llamarle tú —dijo Sergio—. No le dejes escapar por hacerte el orgulloso. Por la mañana estabas tan animado que me sentí bastante celoso —continuó dándome un beso en la mejilla—. Me hubiera gustado ser yo el que te hiciera tan feliz. Pero sé darme por vencido, así que si no vuelvo esta noche, no te preocupes por mí.

—Eh… vale —conseguí articular.

Y sin decir nada más, Sergio me dejó solo, un poco traumatizado por el beso que me había dado, bastante celoso por su intención de ligar, algo enfadado con Ichi y, encima, sin noticias de Miguel. Iba a ser una noche de sábado genial.