miércoles, 11 de enero de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 40

La puerta se abrió antes de que me hubiera dado tiempo a hincarle el diente a mi primera tostada con mantequilla y, por mucho que a veces me cueste admitirlo, me alegré de que Sergio regresara. Quizás me hizo demasiado feliz si se tiene en cuenta que él era mi exnovio y me acababa de enrollar con Miguel. Pero, por esa regla de tres, también habría que criticarme por entristecerme en exceso cuando se marchó a ligar… lo que tampoco dejaba de ser cierto. Puede que fuera mejor asumir que Sergio era un caso especial y no ser demasiado duro conmigo mismo.

—Buenos días —dijo con una energía y entusiasmo que indicaban, sin lugar a dudas, que había tenido sexo o acababa de iniciarse en las drogas de diseño—. ¿Cómo has pasado la noche?

—No tan bien como tú, por lo que parece —le respondí después de que me hubiera saludado con un pico.

—¿Por qué lo dices?

—Es bastante obvio que has pasado la noche con alguien. Confiésalo de una vez y no me hagas relatarte los miles de indicios.

—¿Tienes indicios? —preguntó divertido—. ¿Has vuelto a leer un relato de Sherlock Holmes?

—Sí, tengo indicios. Y no sé a qué viene tanta guasa con Sherlock Holmes —me quejé.

—¿No te acuerdas de ese fin de semana que pasamos en la sierra en el que te empeñaste en hallar el pasadizo secreto que, supuestamente, nos llevaría hasta una mina de oro abandonada?

—Me dijeron que era una leyenda local —repliqué—. Yo qué sabía que me estaban tomando el pelo. Además fue bastante entretenido.

—Me tuviste dos días buscando ladrillos sueltos por las paredes, nos caímos de noche al lago y tuvimos que esperar desnudos a que se nos secara la ropa.

—Esa fue la parte más entretenida —dije riendo.

—Admito que la noche en pelotas estuvo muy bien, pero que muy bien. Aunque si no llega a ser verano, morimos congelados.

—Sí, fue una mala idea. El sexo estuvo genial, pero la ropa no se secó.

—Hubo mucho sexo genial ese verano —añadió Sergio—. En realidad, contigo siempre fue genial. Sobre todo, si había un lago cerca.

—Ajá —respondí casi sin aliento.

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