martes, 4 de marzo de 2014

Una noche en la playa, un verano en Brighton 2

Saqué el mapa y la cámara de fotos. Lo mejor para descansar de ser un inmigrante en busca de trabajo es convertirse durante un rato, en un turista de viaje y visitar los sitios más típicos de la ciudad. Claro que en Brighton sólo hay un lugar que tenga cierto interés cultural: el Pavilion, un palacete hindú del XVII que un rajá, enamorado de la costa británica, decidió construir en la población. Era muy bonito, pero no daba para mucho turísticamente hablando. Así que tuve que buscarme un nuevas formas de entretenimiento. El último era fotografiar rarezas inglesas. Ya llevaba una cafetería que se llamaba “Tiffany’s” en la que servían desayunos, una chica con tantas rastas de colores que parecía que llevase una alfombra, un taxi que parecía un coche de policía, un furgón policial que era como una ambulancia, un par de colegios que parecían cárceles medievales, dos iglesias que podrían ser la puerta del infierno y, por supuesto, el Pavilion, que un palacio hindú en medio de una ciudad inglesa es algo bastante raro y fuera de lugar.

— Hoy toca... — dudé un momento mientras recorría el plano con el dedo en busca de algo interesante — la playa.

Tenía pendientes unas fotos de los puestos de marisco del Seafront, el paseo marítimo de la población. Le daban un toque de pueblecito de pescadores bastante interesante, pero sobre todo me hacían gracia porque vendían patas de cangrejo de surimi como “marisco fresco”. Mi madre dice que es algo normal, pero yo sigo sin entender por qué alguien pone palitos de gelatina de pescado congeladas con sabor a cangrejo en una marisquería.

Guardé el plano, me puse las gafas de sol y anduve los escasos cien metros que me separaban de las escaleras que bajaban a la playa que, dado que hacía calor, estaba totalmente vacía. Más rarezas inglesas. Salían a tomar el sol al jardín con 15 grados, pero cuando de verdad subía la temperatura, huían del mar como si de él emanase la peste.

A pesar de la cara de pocos amigos que me puso el dueño, hice tres fotos al puesto de mariscos. Lo bueno de las cámaras digitales es que puedes dedicarte a hacer estupideces de ese tipo y, además, desde distintos ángulos para luego poder elegir la que más te guste o la que tenga el efecto más curioso. Otras dos instantáneas las tiré a una tienda de antigüedades que vendía muebles tan bien restaurados que aparentaban ser nuevos.

No había más. La siguiente fotografía que tenía prevista iba a ser al cartel que representaba el extremo más absoluto de la educación inglesa y que colgaba de las ventanas de casi todos los pubs. Decía: “Si tienes la suerte de aparentar tener menos de 21 años, no te enfades si te pedimos que demuestres que eres mayor de 18”. No había ningún pub por las cercanías. Sólo un club. Me acerqué a ver si lo tenían colgado en la puerta.

— ¿Puedo ayudarte? — Me preguntó un ser humano de género masculino de esos que poseen la rara cualidad de tener una edad indeterminada y fluctuante entre los veinte y los cuarenta años que hace imposible que le pongas apelativos como “hombre”, “señor” o “chico”.

Ante la pregunta, mi cabeza volvió al sistema automático de búsqueda de empleo y me interesé por si tenía alguna vacante.

— Pues sí. — Contestó contra toda probabilidad. — Ven conmigo.

Le seguí al interior del local donde estaba su oficina, un diminuto cubículo que en otro tiempo debió ser el cuarto de basuras y en el que únicamente había una pequeña estantería, una silla y una mesa con muchísimos más papeles de los que se creerían necesarios para gestionar la mitad de los bares y discotecas de la ciudad.

— ¿Cómo te llamas? — Me preguntó mientras medio se sentaba, medio se encajaba en la silla, que parecía diseñada para un parvulario.

— Raúl Sánchez. — Le respondí.

— Encantado. Yo soy Austin.

— Hola. — Le saludé indeciso. La verdad es que nunca he sabido como contestar a los saludos ingleses.

— Dime ¿tienes experiencia? — Continuó él sin prestarme demasiada atención. Debía haber tratado con varios extranjeros porque no parecía haberle importado que mis maneras no se ajustaran a los buenos modales británicos.

— Sí, claro. — Contesté desde la puerta, dado que era físicamente imposible que yo entrara en esa estancia. — He trabajado como camarero en un par de pubs en España.

— Genial. Tengo un puesto de recoge-vasos. — Me dijo rebuscando entre la montaña de papeles. No aclaró por qué era tan genial, ni qué tenía que ver recoger vasos con que yo hubiera sido camarero. — Te pagaría el salario mínimo, como al resto de la plantilla. El horario sería de once a seis.

— ¿De once de la noche a seis de la mañana? — Pregunté ligeramente asustado.

— Sí ¿crees que lo llevarás bien? Es menos duro de lo que parece.

— Supongo que sí. No tengo problemas en no dormir los fines de semana.

— Mira, vamos a hacer lo siguiente. — Sugirió Austin. — El jueves te vienes a eso las diez y te haré una prueba. Así, tú verás si te gusta el trabajo y yo, si vales para el puesto.

— De acuerdo. — Respondí con la convicción de que “te haré una prueba” era un nuevo eufemismo para “no te voy a pagar”, pues era incapaz de imaginar qué era lo que había que probar para trabajar de recoge-vasos. No es, precisamente, un trabajo que necesite muchas cualificaciones más allá de poseer manos.

— Entonces, hasta el jueves. — Se despidió.

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