La hormiga gigante se encabritó como si se tratara de un caballo salvaje cabreado. Claro que existía una diferencia de tamaño y peso (incluso de número de patas) considerable y los efectos que su mal humor produjo en su entorno, también variaron bastante. La mayoría de los equinos no provocan terremotos al enfadarse, ni poseen unas pinzas capaces de cortar la roca sin problemas, ni cuentan con una fuerza 10 veces superior a la que tendría un humano medio en proporción a su tamaño (aunque hay excepciones a cada una de estas afirmaciones). El insecto sobrenatural, al verse libre de sus milenaria esclavitud quiso hacer uso de todas las ventajas que la evolución y/o la magia le habían conferido y las dirigió contra todo lo que encontró a su paso.
Los andamios cayeron bajo la embestida de sus antenas (gordas como troncos de árbol), las paredes temblaron ante el trote de sus seis patas y varias estalactitas de un tamaño considerable fueron arrancadas del techo rocoso por sus poderosas mandíbulas para ser inmediatamente lanzadas contra sus antiguos captores. Todo eso acompañado por otro de esos chillidos que te hacían desear arrancarte los tímpanos y una lluvia de ácido fórmico que nos provocó un fuerte escozor en los ojos. Era una vitalidad asombrosa para una criatura que, hasta unos minutos antes, se encontraba en la más completa inmovilidad. Parecía que hubiera estado guardando fuerzas para un momento como ese. Y debía reconocer que las utilizaba a conciencia, aunque también empezaba a pensar que todos los allí reunidos moriríamos en el proceso. Liberar a la hormiga gigante homicida no pasaría a la historia como una de mis mejores ideas, a pesar de haber cumplido completamente su objetivo: Las equidnas y las nagas estaban concentradas en la criatura y ya no atacaban más a Gotthold. Mi siguiente tarea sería evitar que el conde resultara herido por alguno de los desastres causados por la hormiga. Pero primero me tendría que salvar a mí mismo. Subir a lomos del monstruo había resultado un auténtico suplicio y parecía un millón de veces más sencillo que bajar después de que se hubiera descontrolado. Al final fue la misma hormiga la que me ayudó a desmontar. Claro que “ayudar” puede que no sea el término más adecuado para decir que me tiró al suelo de un antenazo. La leche (por no decir otra palabra) fue monumental. Me dolía todo.
— ¿Qué tal te encuentras? — Me preguntó Gotthold preocupado.
— Bien. — Mentí con un hilo de voz. — No ha sido para tanto.
— Me siento muy orgulloso de ti, pero ¿qué hacemos ahora? La cueva no va a resistir mucho más.
— Sígueme, tengo una idea. — Le dije antes de echar a correr. Mi cadera soltó un crujido, el coxis me ardió como si estuviera a punto de soltar llamas por el culo y varios calambres torturaron mis piernas. No estaba en mi mejor momento para hacer ejercicido, pero no tenía remedio. Debía hacer algo o moriríamos ante la rabia desatada de la hormiga.
A pesar de mi pésimo estado, no tuvimos problemas en adelantar a las nagas y equidnas que reptaban despavoridas. En un primero momento habían tratado de hacerle frente, pero pronto comprendieron que resultaba inútil y escaparon. Eso sí, cada uno trataba de huir con los de su especie, lo que me facilitó bastante las cosas porque los individuos que me interesaban para mi plan eran los menos numerosos de la manada.
— ¡Tenéis que abrir el portal! — Le grité a un grupo de nagas que me miraron con cara de incomprensión. Sabía que me entendían, porque ya les dije que soy capaz de hablar cualquier idioma, incluso las sobrenaturales. Quizás nunca habían visto a un humano usar el ssississ, uno de las lenguas de su reptiliana raza. Me hubiera gustado que me contaran qué acento tenía (orco, seguro), pero mis prioridades eran otras. — Si abrís el portal, podréis escapar.
— Pero la hormiga nos seguirá. — Escuché que siseaba uno de ellos. La corona emplumada que llevaba en la cabeza era mayor que la del resto, por lo que supuse que se trataría del líder del grupo o el brujo principal.
— No os preocupéis, yo lo cerraré en cuanto salgáis. — Les prometí.
— Está bien. — Aceptó la criatura.
El resto del grupo no dijo ni siseó nada. Se limitaron a seguir a su jefe al enorme cristal azul que había en la caverna principal. Seis de ellas se situaron a su alrededor y pronto el cristal azul empezó a emitir el rayo luminoso que abría el portal de teletransporte en una de las paredes de la cueva. Una vez conseguido, el líder se me acercó y me pidió que le acompañara al círculo.
— Para que el portal permanezca abierto, deberás estar en contacto con el cristal. — Me siseó. — Pero quizás no sobrevivas.
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