Salté hacia delante con los ojos fuertemente cerrados para no ver a la criatura, aunque no tardé en abrirlos. Me estaba lanzando al vacío desde una altura más que considerable, con la pequeña esperanza de caer sobre el lomo de una hormiga gigante que no sabía si se encontraba donde yo creía porque me daba pánico mirarla. Poseo la autoestima de un tamaño considerable (como todo), pero hasta mi confianza en mí mismo tiene límites. Así que abrí los ojos un par de décimas de segundo después de que mis pies se separan del andamio. Inmediatamente, comprendí que habría sido mejor abrirlos un poco antes. Había tomado demasiado impulso desde una altura muy superior a la conveniente. No iba a aterrizar sobre su lomo con gracilidad felina, sino que me pasaría de largo y me estamparía contra el suelo como si fuera un saco de patatas. Sólo me salvé gracias a que pude agarrar uno de los largos pelos (o lo que fueran) que sobresalían de su lomo. Sentí que el brazo izquierdo se me desgajaba del hombro dislocado, las ampollas de la mano se reventaron y a punto estuve de vomitar por el dolor, el miedo y el asco que me daba tocar al insecto gigante. Pero, al menos, estaba vivo. Tampoco al monstruo debió gustarle mucho que le cogiese de ahí, porque soltó otro de esos chirridos antinaturales que nos habían taladrado los oídos con anterioridad, aunque en esta ocasión me pareció que era mil veces más potente e hiriente, seguramente por la cercanía del bicho. Por suerte, mi instinto de supervivencia (que también tiene un tamaño considerable) me obligó a mantenerme agarrado a los extraños pelos del animal o me hubiera caído por el borde.
El dolor fue muy intenso, pero mantuvo el miedo a raya en esos momentos tan críticos y me permitió asegurar mi posición sobre el monstruo. Sin embargo, a medida que se fue calmando, mi nerviosismo fue creciendo. Volví a cerrar los ojos para tratar de serenarme. No funcionó. Mi mente era incapaz de olvidar que me encontraba sentado encima de una hormiga. Y gigante, nada menos.
— Venga, Blaine. Tú puedes hacerlo. — Oí que me gritaba Gotthold desde el suelo. Miré en su dirección para ver cómo se encontraba mi conde predilecto. El número de equidnas a su alrededor había aumentado enormemente, aunque parecía mantenerlas a raya con la espada llameante. Las nagas presentes, no más de una decena, se habían concentrado a varios metros de la zona de combate. Sus manos chisporroteaban de energía mientras chismorreaban entre ellas. Eso no presagiaba nada bueno. Si le mataban, nunca me lo podría tirar (no, no me va la necrofilia).
Alentado por mi preocupación por Gotthold y por mi imperiosa necesidad de sexo, volví a abrir los ojos. Para mi sorpresa, descubrí que así sentía menos miedo. Lo que realmente me aterraba era la idea de encontrarme sobre una hormiga y no tanto el hecho de estarlo. Sobre todo porque, desde mi punto de vista, el monstruo parecía más un toro descomunal que una hormiga.
— Es un toro, es un toro, es un toro, es un toro. — Repetía en voz alta una y otra vez mientras buscaba a mi alrededor la cadena que ataba a la criatura. No me fue fácil encontrarla pues, después de tantos años (quizás siglos) llevándola, se había acabado mimetizado con su cuerpo. De hecho, se había fusionado tanto con su exoesqueleto que el animal soltó otro chirrido de dolor al tratar de quitársela. Y la cosa empeoró cuando comprendí que lo único efectivo sería la magia.
— ¡Rolac! — Grité mientras apoyaba las manos sobre la cadena. — ¡Nóisuf!
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