— Pero quizás no sobrevivas. — Había dicho el líder naga.
Cualquier otro que no conociera a los de su especie se hubiera preocupado, pero lo cierto es que las nagas tienen fama de ser muy exageradas. Quizás por eso no se lleven bien con las equidnas que, a pesar de su fama de belicosas y caníbales, suelen vivir la vida de forma más relajada. Lo máximo que le puedo reconocer al líder naga es que tocar el cristal dolió bastante, aunque a esas alturas de la noche poco me importaba. Tenía el cuerpo tan machado que pronto quedó difuminado entre el resto de mis dolencias.
— ¡Por aquí! — Grité a pleno pulmón. — ¡Esta es la salida!
Mi voz se expandió ayudada por la reverberación existente por toda la caverna. Gotthold me escuchó en alemán con acento húngaro. Las nagas lo harían en ssississ, mientras que las equidnas debieron creer que hablaba en isssisssisssi, una lengua mucho más común entre ellas que la primera. Y, por último, la hormiga… bueno, la hormiga no sé realmente si captó algo de ese mensaje. Dudo que la maldición (o lo que sea) me traduzca a formas de comunicación no idiomáticas como las feromonas o las vibraciones en el suelo. En cualquier caso, no necesitó entenderme para dirigirse hacia el portal. Allí era a donde iban todos aquellos de los que quería vengarse.
— Ciérralo antes de que entre la hormiga. — Me pidió el líder de las nagas en el momento en que desaparecía por el portal.
— Por supuesto. — Respondí algo ofendido porque no confiase en mi palabra. Después de todo, había sido yo el que propuso esa solución. Claro que también era cierto que nunca había tenido la intención de hacerlo. Que la hormiga se fuera lejos del pueblo y de la familia de Gotthold parecía lo más apropiado y para eso debía meterla en el portal. Sabía que causaría estragos al otro lado, pero lo veía como una especie de justo castigo por todo el sufrimiento que le habían causado a la pobre criatura durante las últimas decenas (o centenas) de años. Así aprendería a no esclavizar monstruos gigantes.
Sin embargo, cambié de opinión al escuchar un pedazo suelto de conversación perdido entre la muchedumbre que huía a la carrera. “Ya volveremos a buscar lo que queda” dijo alguna de los seres reptilianos. Inmediatamente, concluí que la hormiga debía quedarse allí. Las equidnas y nagas se merecían su castigo, pero yo necesitaba que alguien o algo guardase lo que allí estuviera enterrado. Era de vital importancia que un objeto de semejante poder no cayera en las manos equivocadas y esa era la única manera de lograrlo. No podía pasarme la vida excavando y tampoco era posible dinamitar la cueva sin poner en peligro la seguridad de la población. Lo mejor sería dejar un guardia. Y no se me ocurría ninguno mejor que la hormiga. Era enorme, extremadamente fuerte y nunca más volvería a confiar en ninguna criatura que se le acercara. Y, además, estaba cabreada. Un rugido de clara indignación me taladró los oídos en cuanto aparté las manos del cristal y se cerró el portal. Yo traté de explicarle la situación pero, como ya expliqué, no tengo muy claro que sea capaz de entenderme. Al menos se tranquilizó. Quizás supiera que nosotros no éramos una amenaza. El caso es que nos dejó tranquilos y se fue a explorar sus dominios.
Me hubiera gustado triturar el cristal azul para asegurarme de que nadie volviera a utilizarlo, pero era demasiado grande para moverlo. Tuve que conformarme con hacerle una grieta con una de las espadas olvidadas por las equidnas. Me llevó un buen rato, pero al final conseguí romper un par de esquirlas y rajar parte de la superficie. La forma y la pureza son dos cualidades muy importantes en las joyas mágicas. Es lo que determina el grado de poder al que pueden llegar o, en aquel caso concreto, que pueden acumular. Ese cristal seguiría siendo útil, pero sólo con hechizos menores. El portal de teletransporte, nunca más se volvería a abrir. Y para asegurarme de ello, recogí los dos trozos que se habían roto. Los cristales mágicos, aunque no sean perfectos, siempre vienen bien y quedan muy decorativos.
— Al final, no ha salido mal. — Me dijo Gotthold.
— Hubiera preferido herirme un poco menos pero, en general, estoy satisfecho.
— Habrá que mejorarlo.
El conde se acercó a mí y me besó en la boca mientras sus manos empezaban a desabrocharme las prendas de ropa que encontraban en su camino. Yo no tardé en imitarle. Me dolía todo el cuerpo, pero estaba seguro de que ese tipo de tratamiento me haría olvidar mis males. Y así fue. La mayoría de mis dolencias fueron desaparecieron al contacto de los labios de Gotthold sobre mi cuerpo desnudo y las que quedaron, se desvanecieron mientras jugueteábamos sobre uno de los sacos de dormir que el conde llevaba en su mochila. Tengo que decir que el conde se portó mucho mejor de lo que me había imaginado y que demostró un dominio de su varita mágica (y de la mía, en alguna ocasión) digno de un maestro de las artes oscuras (cómo me gusta decir guarradas usando dobles sentidos). Me echó unos hechizos que lograron compensar todos los males que me habían sucedido esa noche.
Seguimos retozando hasta que el hambre empezó a reclamar nuestra atención y decidimos que sería mejor regresar al castillo. Llegamos con un hambre atroz, empapados y agotados por el sexo y la falta de sueño. La madre de Gotthold nos recibió en camisón y cubierta en lágrimas.
— ¿Te ha hecho algo? — Le preguntó a pesar de que era yo el que presentaba peor aspecto.
— Ya lo hemos solucionado. — Respondió su hijo. Hubiera sido gracioso que le contara a su madre todas las cosas que le había hecho, especialmente cuando se encontraba desnudo, pero prefirió guardarse esa información.
— Dudo que el monstruo de su familia tenga ganas de volver a atormentarles nunca más. — Comenté. — Sospecho que lo único que le interesa es que lo dejen en paz.
— Dice usted muchas tonterías, señor Nicholas, pero reconozco que ha cumplido su parte y estaré encantada de pagarle.
— Ya le dije que no cobraba.
— Como quiera, pero le advierto que mi hospitalidad tiene límites y que sólo dejaré que se quede esta noche. — Gruñó la mujer. — Mañana tendrá que irse.
— Tampoco eso resultará un problema. Debo regresar antes de que se me presente otro caso. Me marcharé lo más pronto posible.
Y así lo hice. Con los primeros rayos del sol salí de la cama de Gotthold en la que había pasado la noche (no durmiendo, precisamente) y me escabullí fuera de la casa. No desperté a mi conde. Él no me acompañaría en mi viaje de regreso y ninguno quería tener que afrontar una despedida. Le habría gustado, pero sus responsabilidades de aristócrata rural se lo impedían. Y era lo mejor para todos. A mí tampoco me apetecía dejar mi carrera de brujo promiscuo. Aunque reconozco que le iba a echar mucho de menos. Me lo había pasado muy bien resolviendo con él el misterio de Ameisenhaufen. Seguro que el próximo no resultaba ni la mitad de interesante o excitante.
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