lunes, 15 de octubre de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 63

—Una vez hubimos cortado, duré poquito en Roma —continuó Sergio—. No es una ciudad muy cómoda para ser ciego. Los italianos no son conocidos precisamente por conducir despacio y pararse en los pasos de peatones. Y, además, hay demasiados agujeros en los que caerse. Ellos dicen que son ruinas, pero eso no evita que me pueda abrir la crisma.

—Suerte que no te has mudado a Madrid hasta ahora, porque hace unos años, parecía que nos hubieran bombardeado. Había más zanjas que bares.

—No es que ahora haya pocas, precisamente —respondió mi ex—. Cada día me encuentro una obra nueva.

—Nuestros alcaldes suelen ser arqueólogos frustrados. Pero nos estamos desviando del tema fundamental ¿Te fuiste de Roma?

—Sí. Ni me gustaba la ciudad ni podía pagármela. Así que volví a mudarme.

—Los de la universidad estarían encantados contigo —apunté.

—Hombre, algún lío tuve por estar a miles de kilómetros del consulado donde me tocaba examinarme, pero nada que no se pudiera solucionar con un par de llamadas. Ya sabes que tengo cierta maña para razonar con la gente.

—Tú lo llamas razonar, yo lo llamo manipular —respondí bromeando—. Pero sí que eres bueno.

—Muchas gracias. Pues sí, soy tan bueno "razonando", que para cuando me mudé a París, tenía la licenciatura acabada y un par de matrículas de honor en mi expediente. Y sin visitas privadas a despachos ni nada.

—Porque no estabas en el país, que si no...

—Si hubiera estado aquí, seguro que habría tenido más matrículas —contestó riéndose—. En vivo, se me da mejor "razonar" que por teléfono.

—A veces me asombra los niveles de putiferio a los que eres capaz de llegar —dije.

—Por una matrícula, lo que sea. Hasta con las mujeres hubiera "razonado". Pero como no se puede tener todo en esta vida, tuve que conformarme con las dos que me saqué por lo legal.

—Tampoco está mal.

—La verdad es que no sé por qué me quejo. Nunca había tenido unas notas así de buenas. Y, encima, me sirvieron para conseguir un trabajo en una editorial —me explicó Sergio—. Aunque ahí creo que valoraron más que fuera ciego y la subvención que les iban a pagar por mi contrato. Después de los años, me acabaron ascendiendo porque trabajaba más que nadie y era de los pocos que cumplía con los objetivos, pero los primeros meses me tenían como si fuera un mueble más.

—¿Y a qué te dedicabas en la editorial? —pregunté.

—A hacer resúmenes de los manuscritos que la gente envía para que les publiquen. Al principio lo hacía con el lector del procesador de textos, pero era iba lento que acabaron por comprarme un teclado de esos que traduce a braille lo que pone en la pantalla.

—¿Pero tú no estabas en París trabajando en algo relacionado con los restaurantes? Al menos, eso fue lo que me dijiste cuando volviste a Madrid.

—La editorial pertenecía a un grupo empresarial que también tenía restaurantes, hoteles y un par de marcas de ropa —me explicó Sergio.

—Vaya mezcla más extraña.

—Sí, yo acabé en el área que llevaba la publicidad y las redes sociales del grupo. Era mucho más coñazo que hacer resúmenes, pero me pagaban de maravilla. Supongo que les darían una subvención mucho mejor que la anterior.

—¿Y cómo acabaste volviendo a tu España natal si te iba tan bien en París?

—Bueno, me enamoré del hijo del dueño y...

—¿Le pusiste los cuernos con su mejor amigo? —le interrumpí—. Por favor, no me digas que fue con su padre.

—Mira que eres morboso —se quejó Sergio—. Nadie puso los cuernos a nadie... al menos, no sin que el otro diera su consentimiento. Simplemente, se terminó y yo decidí que había que poner tierra de por medio cuanto antes.

—Sí, lo entiendo —dije. Estaba claro que Sergio seguía con su afición a huir de sus parejas. Escapando de mí se fue de España y escapando de otro había regresado. Lo único que esperaba era que esta vez se hubiera acordado de romper con su novio antes de salir del país.

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