Paco no tardó en satisfacer las sospechas de Baz y, apenas dos minutos después de que hubieran dejado el despacho, el abad se escabulló del mismo. El guerrero sintió una punzada de orgullo contemplar cómo el hombre salía a hurtadillas al pasillo, revisaba ambos lados del corredor y, tras cerrar la puerta con un cuidado extremo, se encaminaba a paso rápido (aunque silencioso) en dirección a la salida. Baz no dudó ni por un momento que la intención del monje fuera huir del monasterio, fundamentalmente porque llevaba una gran tela negra del brazo que él tomó por una túnica o un hábito con el que se podría cubrir en el exterior. El guerrero le reconocía que, más allá de su catadura moral, el abad era una persona precavida y lo suficientemente inteligente para no adentrarse desnudo campo a través. Las garrapatas abundaban y era poco probable que los lugareños de la zona no recibieran con los brazos abiertos a los musculosos forasteros y nudistas. Salvo en Thrimertine, claro. Baz sabía que allí los musculosos nudistas formaban parte del paisaje habitual. Él mismo había acudido asiduamente a disfrutar de sus muchos gimnasios, termas naturales, soláriums, saunas, balnearios, piscinas y centros de cuidado de la belleza masculina. Sin embargo, la principal razón por la que el pueblo estaba lleno de musculosos nudistas se debía a otro tipo de negocio, uno que Baz no había frecuentado en absoluto (aunque se lo había planteado más de una vez): un moderno y sofisticado servicio de chaperos a domicilio que, gracias a un innovador sistema de palomas mensajeras, abastecía a la región de bellos mancebos con ganas de alquilar su cuerpo a buen precio. Por supuesto, el guerrero se había cuidado de mantener a Tayner totalmente ajeno a la existencia de dicho pueblo, temiendo que el príncipe quisiera pasarse a disfrutar de los múltiples placeres que ofrecía la población. O, peor aún, que fuera a buscarse un nuevo medio de vida, lo que Baz no veía descabellado teniendo en cuenta sus valores morales y/o carnales.
Y sobre dichos valores transcurrió la siguiente conversación al darse cuenta de que varios de los monjes, con Girsür a la cabeza, les había descubierto y se dirigían hacia ellos a toda velocidad. Las amplias sonrisas de sus labios no auguraban otro peligro que el de un larga charla, aunque eso era precisamente lo que Baz más temía en aquel momento. De haberles atacado, se podría haber librado de ellos en segundos. Pero de una aburrida y amable conversación era más difícil escapar. Necesitaba librarse de ellos para poder seguir al abad.
—Entretenles —dijo a Tayner.
—¿Por qué yo?
—Porque yo voy a estar ocupado siguiendo a nuestro amigo Paco.
—Eso también puedo hacerlo yo.
—Pero si ni siquiera sabes por qué quiero seguirlo —se quejó el guerrero.
—¿Racismo? —preguntó Tayner— ¿no?
—Decidido, tú distrae a los frailes y asegúrate de que no me echen de menos.
—¿Y cómo hago eso? ¿monto un espectáculo de marionetas?
—Dado cómo te miraban, intuyo que estarán más interesados en un encuentro carnal —respondió Baz.
—Ni de coña ¿quién te has creído que soy?
—Te he visto a punto de venderte por un plato de haranor y no lo digo de forma metafórica.
—Ya, pero iba a recibir algo a cambio —replicó el príncipe—. Un par de estofados, sí, pero estaban muy buenos. Sin embargo, ya me dirás qué saco en limpio de todo esto.
—¿Tú vida quizás? Te recuerdo que te han envenenado y ese hombre que se aleja puede que sea el único que sepa dónde se encuentra la estatua que necesitamos para conseguir el antídoto.
—Vale, está bien, lo haré —acabó aceptando Tayner.
—Genial. Diría que te debo una, pero como lo hago para salvarte a ti, supongo que no hace falta.
—Venga, deja de perder tanto el tiempo, que se te escapa —se quejó el príncipe.
Con un suspiro, Baz salió corriendo tras el abad. Los Girsur quedaron un poco perplejos ante la abrupta marcha del musculoso joven, pero el príncipe no tardó en conseguir que se olvidaran de él.
—Bueno —dijo sonriente—. ¿A quién le apetece tocarme el cimbrel?
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