—Pareces algo tenso —dijo Marc—. Si quieres, podría ayudarte a que te relajes con una visita al baño.
Sonreí divertido. Marc siempre estaba dispuesto. Es una de sus virtudes. También uno de sus defectos más insoportables. Su continua lujuria a flor de piel es incompatible con una mínima fidelidad. Únase eso a su increíble físico y se obtendrá una tortura continuada para cualquiera que pretenda ser su novio. Pero como exnovio y amigo con derecho a roce, no está mal. Aunque en esa ocasión decliné su oferta. Como suele ser habitual, lo que nos es asequible y conocido suele perder parte de su interés, mientras que lo imposible tiende a atraernos sin remedio. Y yo ya tenía mi imposible. De hecho, tenía dos. Uno era Sergio, mi primer amor y primer abandono, del que me acordaba siempre que estaba soltero. El otro, un poco más accesible, era Miguel, uno de mis compañeros de trabajo. Era listo, divertido, olía maravillosamente bien y, por lo que me había dicho mi amiga Sara, cumplía mis exigencias en cuestión de físico. Y era invidente claro, como la mayoría de mis empleados. Trabajar juntos me permitía hablar con él habitualmente, pero impedía profundizar más en nuestra relación. Sería poco ético. Además, ni siquiera sabía si era gay o hetero. Pero ni la moral ni la incertidumbre impedían que, cada vez que nos tocábamos por accidente, se me pusiera el vello del cuerpo de punta. Y quien dice el vello, puede decir otra cosa.
En fin, qué se le va a hacer. No siempre es posible conseguir lo que se quiere. Y tengo a Marc para consolarme. Por lo menos mis necesidades sexuales están cubiertas. Y con alguien a quien aprecio. Es más de lo que mucha gente puede decir.
—Todavía no me has dicho a qué debo el placer de tu visita —insistí.
—Cierto. Me había distraído con la posibilidad de tener un excitante encuentro sexual en el baño. Aunque podría alegrarme el día con alguno de tus empleados. Hay un par que no están mal...
—Ni se te ocurra —le corté—. Este es mi territorio. Mantén las manos apartadas de ellos.
—Parece que te interesa alguno ¿eh? —rio.
—¿Me vas a decir a qué has venido? —le pregunté. Empezaba a cansarme. Sobre todo, porque estaba haciendo sus insinuaciones demasiado alto y temía que pudieran oírnos.
—Qué quejoso eres. Venía porque...
Antes de que pudiera despejar mis dudas, Miguel se acercó.
—Santi, ya he terminado el balance —dijo saludándome con un apretón de mano que hizo que el estómago se me pusiera del revés—. Te lo he mandado al correo.
—Gracias —respondí con dificultad. Era una suerte que él fuera ciego o habría visto la sonrisa que se me había puesto.
—Así que era ese ¿eh? —me dijo Marc cuando estuvimos en la seguridad de mi despacho.
—No sé de qué me hablas —repliqué.
—Tu cara era muy significativa —añadió Marc—. Y el bulto de tus pantalones, más. Por cierto, mi anterior oferta de ayuda sigue en pie.
—Pues...
Bajé las persianas de las ventanas de mi despacho y eché el cerrojo de la puerta.