lunes, 7 de marzo de 2011

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 1

Un claxon. Dos. Tres. Diez. Veinticuatro. Cincuenta… Por el ruido, podrían ser tres mil. Todas las mañanas lo mismo. Tres mil cláxones ensordecedores perforando el aire al unísono. Tres mil cláxones unidos a tres mil tubos de escape que hacen que me duela el pecho con su humo. Claro que, el que sea fumador, seguro que no ayuda.

Ese es el comienzo de mi odisea diaria hacia el trabajo. Por suerte, mi paseo entre el “smog” dura poco. Un par de calles hasta que doblo a la derecha y mi bastón impacta contra una verja. Ese sonido, como el de un gong chino, es el de la serenidad absoluta. El de un paraíso terrenal, un edén encerrado en una burbuja de quietud. Sin atascos o gente malhumorada. No sé si podría levantarme por las mañanas sin ese parque en mi camino. Es como volver, durante cinco minutos, a las comunas para ciegos. A la campiña. Con Sergio…

Debería atravesar esa verja metálica un día y disfrutar de una mañana sin preocupaciones. Solo el sol calentando mi piel, el sonido de los pájaros y el olor a hierba y tierra mojada. Pero siempre tengo miles de cosas que hacer. Y el parque pasa en un suspiro. En quince pasos. Diez. Cinco. Dos. Vuelta a la realidad de la ciudad.

Alguien me tocó el hombro. “¿Le puedo ayudar?” me preguntó. Olía a amoniaco y naftalina. Otra señora haciendo su buena acción del día. La verdad es que podría cruzar yo solito. Únicamente tendría que esperar a que sonase “el canario” del semáforo (no sé a quién se le ocurriría que eso parece un pájaro), pero la dejé hacer. Es bonito ayudar a la gente a que se sienta útil.

Cuando el canario se calló, el estruendo del tráfico volvió a inundar el aire y la señora se despidió. Debería ir al zapatero. Por el sonido que hacía al andar, le faltaba la tapa de uno de los tacones.

A mí me quedaban cinco pasos antes de girar a la izquierda. Cinco, cuatro, tres, dos, uno, mi bastón impactó contra una valla. Pero esta no era de un parque ni su aroma, el de las lilas. Era de unas obras y apestaba a pies. Me encanta hacer equilibrismos por pasarelas inestables sobre zanjas de dos metros. Qué bien me hubiera venido una señora en ese momento. Su buena acción tendría utilidad y me ahorraría aguantar las quejas de los que vienen detrás. Ya me gustaría a mí poder ir más deprisa.

Es un descanso llegar al final y torcer la esquina. Así puedo volver a caminar a mi ritmo y ellos, a seguir con sus improperios de ejecutivos acelerados.

Vaya forma de empezar el día. Pero ya solo me quedaba un paso de peatones. El canario del semáforo empezó a chillar en cuanto llegué. Podía cruzar. Pero también podía darme la vuelta. Regresar al parque y quedarme recordando la campiña. Acordándome de Sergio. Escuchando el piar de pájaros de verdad en lugar de esa burda imitación mecánica. Sería bonito. Pero estaba tan cerca de la oficina. Y sentí que era incapaz de volver a pasar por todo de nuevo. Regresar a las pasarelas de madera, al tufo a pies y a las viejas con hedor a naftalina y amoniaco. Otra vez no. Ni siquiera por las lilas o Sergio. Crucé.

Ante el portal del edificio donde estaba mi oficina me recibió un olor a limón y madera. El perfume de Napoleón, lo había llamado la National Geographic en el número que desvelaba también la fragancia de Cleopatra. Una persona había quedado fascinada por ese olor y, tras algunos experimentos mezclando esencias, lo había convertido en su aroma personal. Era Marc Rossels. Mi exnovio.

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