martes, 15 de mayo de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 56

El anuncio de Sergio fue como un jarro de agua helada por el interior de mis pantalones. Es extraño cómo cambian las circunstancias. Hacía no demasiado tiempo, hubiera apostado mis ahorros a que algo así me causaría una alegría inmensa. Después de todo, era Sergio, mi diabólico exnovio que me había dejado un variado surtido de secuelas emocionales y psíquicas que me hacían inviable para varios puestos de trabajo y para llevar a buen puerto una buena parte de las relaciones, amorosas o no, que se habían cruzado en mi vida. Era la persona que me había partido el corazón al abandonarme sin dar ningún tipo de explicación o disculpa, conduciéndome a dejarme una fortuna en psicólogos (lo que a Daniel le había ido muy bien para comprarse su apartamento en el centro). Y, por si eso fuera poco, también era el aprovechado que se había instalado en mi piso como si nada de eso hubiera sucedido, al tiempo que reavivaba mis traumas y reabría las antiguas heridas. En definitiva, Sergio no dejaba de ser un molesto gorrón egoísta y manipulador, que siempre acababa metiéndome en problemas. Además, su gasto en agua y electricidad equivalía al de una familia de clase media, comía como si llevara siglos en ayunas y su presencia hacía mucho más difícil manejar mi relación (ya de por sí especial) con Miguel.

Y, sin embargo, a pesar de esas cosas y otras como mi amor por la soledad, me daba bastante pena que se fuera. Me había acabado acostumbrado a su presencia y, la verdad, es que su ayuda en la casa me venía estupendamente. La gente pensará que me entristece porque sigo enamorado de él. Pues quién sabe. Yo diría que no, pero a estas alturas de la vida, ya paso de hacer juicios de valor que tengo tendencia a equivocarme.

Pero bueno. La pena y las dudas amorosas no venían al caso en ese momento. El chico había decidido irse y tendría que aceptarlo. Al menos, en esta ocasión, me lo había comunicado antes de marcharse... eso sí que le hubiera gustado a mi psicólogo. Tal trauma le habría asegurado terapia suficiente para poder comprarse un apartamento en primera línea de playa, un coche nuevo y hasta un velero de tres palos. O puede que no. La verdad es que mi lío con Miguel me estaba ayudando a aposentar las neuronas. Y a partir de ese momento, con la marcha de Sergio, seguro que aún mejoraba más... Puede que hasta acabara madurando y todo.

Corrí al teléfono para llamar a Miguel, contarle las noticias e invitarle a cenar. Nadie contestó en su casa. En el móvil tuve más suerte.

—Hola —me saludó no demasiado alegre—. ¿Qué tal?

—Bien. Te llamaba por si querías que quedáramos a cenar.

—Hoy no puedo. Mañana te llamo.

—Vale —respondí algo desconcertado por su sequedad—. Un beso.

—Adiós.

"Ha sido una conversación estupenda" pensé enfadado. La idea de que pudiera madurar gracias a mi relación con Miguel, se tambaleó un poco. La mudanza de Sergio también perdió gran parte de su atractivo.

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