Después de veinte dolorosos e infructuosos intentos, TR tuvo que admitir que le resultaba absolutamente imposible cargar con la bola de demolición de Bolea en la moto y conducir en línea recta sin estrellarse. Le hubiera gustado dejarla allí y llevarse a su dueña, pero no se atrevió. Conocía demasiado bien a Bolea y sabía que hacer algo así le podría costar perder varios dientes. Así que no le quedó más remedio que buscarse un escondrijo entre la basura para ocultarse de miradas indiscretas (gracias a los trucos que había “copiado” de un programa de supervivencia de la tele) y esperar pacientemente (haciendo un solitario con la baraja de cartas para emergencias que siempre llevaba en la mochila) a que su amiga se recuperara de la inconsciencia.
TR (Sergi en realidad, dado que se había quitado el uniforme) acabó llegando a casa pasadas las doce del mediodía. Tras el enfrentamiento con los Conjurados y la noche en vela, lo único que le apetecía era echarse una siesta de seis o siete horas, aunque sabía perfectamente que era lo último que debía hacer. Terminar el guión en el que trabajaba, buscar información sobre los Conjurados, investigar un poco las organizaciones de los mafiosos muertos, ir al hospital para que le mirasen algunas de las contusiones que se había hecho en las últimas horas… había multitud de cosas urgentes que necesitan su atención. Pero él sólo pensaba en lo relajado que estaría si se tumbaba en su sofá y cerraba los ojos, mientras el sol le calentaba suavemente el cuerpo.
El habitual debate entre deber y placer (dormir a veces lo es) quedó rápidamente resuelto por un mensaje. Era de Mario. “¿Estás en casa?” decía “Me gustaría verte y terminar lo que empezamos el otro día. Tardo cinco minutos”. Las palabras del fisioterapeuta tuvieron un efecto inmediato en Sergi en cuanto diversas endorfinas, dopaminas y hormonas esteroideas comenzaron a funcionar y a desviar sangre del cerebro hacia tejidos y órganos mucho más importantes. El sueño se esfumó, los dolores y lesiones parecieron curarse como por arte de magia y cualquier problema que no tuviera que ver con lo que pensaba hacer en el sofá, quedó en el olvido. El efecto sería de corta duración, pero aun así le sirvió para arrancarle la ropa a Mario en cuanto atravesó la puerta, hacerle el amor como si hubiera estado a las puertas de la muerte (lo cual era cierto) y repetir, aunque esta vez con un poco menos de ímpetu
— Ha sido bestial. — Dijo Mario al terminar. — Si lo llego a saber, paso de atender la emergencia del otro día.
— Sí, yo también.
— Tu lo que necesitas es pasarte por el hospital ¿Qué te ha sucedido en estos días? —Preguntó Mario con cara de preocupación. — Estás lleno de moratones ¿Te han dado una paliza?
— He tenido un… accidente.
— ¿Sólo uno? Déjame adivinar… ¿Te caíste desde lo alto de un edificio?… — Dijo tanteando el fisioterapeuta. — ¿Te estrellaste contra una pared mientras ibas en moto?
— Un poco de todo. — Respondió Sergi con una sonrisa. Era la verdad, pero era mejor que Mario pensara que bromeaba. — Ya sabes que tiendo a tropezarme y a darme golpes continuamente
— Y yo que empezaba a pensar que me había liado con un tío duro. — Se quejó Mario. — Mejor así. Odio a los chulos. Como premio, trataré de arreglarte alguna de las contracturas de la espalda.
— Muchas gracias.
— Dentro de un rato, no me lo agradecerás tanto. Esto te va a doler.
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