Para cuando dejaron de devanarse los sesos con la identidad de los Conjurados y salieron del coche, Bolea ya había conseguido localizar a alguien vigilando desde una de las azoteas cercanas. Era delgado, alto y vestía de negro. Eso era todo lo que consiguió sacar del primer vistazo. No eran características muy concretas y podían describir tanto a un ninja como a un mendigo, pero no se atrevió a seguir mirándole por miedo a atrae su atención. Tampoco TR consiguió distinguir más detalles de su persona.
Ya habían supuesto que habría vigilancia, así que no les pilló por sorpresa. Saber dónde estaba les daba cierta ventaja sobre él, aunque hubieran preferido conocer su identidad. Si algo se torcía, podría resultar muy conveniente saber si se tendrían que enfrentar a un ciborg con pistolas láser, a una mujer-mono o al señor que usa zanahorias como armas. Pero tendrían que confiar en que todo saldría bien. Entrarían en la casa de Bolea, cogerían las armas necesarias y, en menos de diez minutos, se encontrarían de camino a otro de sus pisos francos para trazar la estrategia que seguirían a partir de ese momento.
— ¿Cuándo nos ha salido bien un plan fácil y sencillo? — Preguntó TR preocupado a su compañera.
— Tranquilizate e intentá parecer divertido. — Le recomendó Bolea.
En principio, no tenían ningún motivo para inquietarse. Para empezar, estaban vivos lo que siempre es una buenísima señal. Y los disfraces que llevaban (de Drácula en talla niño y de enfermera en talla guarrilla) ayudaban a que se mezclaran con las decenas de personas que anegaban la calle tratando de entrar en el evento que TR había organizado en el bar cercano. Así, camuflados entre decenas de asistentas con barba, gatas negras, princesitas y cowboys, consiguieron llegar a la entrada secreta y, de allí, al piso de Bolea.
La casa estaba vacía, oscura e inmóvil. No había luces de linterna, muebles volcados o extraños crujidos. Era una vivienda normal y corriente que llevaba un día cerrada. Tan tranquila y apacible que parecía invitarles a que se sentaran en el mullido sofá y se vieran una película degustando una de las estupendas cervezas de importación que se guardaban en su nevera. Estuvieron tentados a hacerlo, sobre todo Bolea. La mujer tuvo que reunir toda la fuerza de voluntad de su mente para controlarse y quedarse quieta. Quería ir al armario a por ropa limpia y tomarse un café en condiciones y coger su cepillo de dientes eléctrico y darse un masaje en su sillón ergonómico y hacer ejercicio en su gimnasio y… volver a su vida. No llevaba ni un día apartada de ella y ya la echaba de menos. Pero, a pesar de estar físicamente en ella, no podría hacer ninguna de esas cosas hasta que esa crisis pasara. El vigilante que encontró en el exterior era un recordatorio de la gravedad de la situación. Debían coger las armas y marcharse a un lugar seguro a toda velocidad.
El ambiente casero de aquel piso en el que tanto tiempo había pasado también influyó en TR, al que invadió una profunda nostalgia por su propia vivienda. Ni siquiera sabía si seguiría en pie. Se había obsesionado tanto con el libro del Archivista, que ni siquiera se lo había planteado. Una vez más, los temas mundanos quedaban eclipsados por los problemas superheroicos. Y no sólo su piso. Tampoco su trabajo o Mario habían acudido a su mente en las últimas 24 horas.
— Mierda. — Susurró TR recordando que Mario había dicho que se pasaría por su apartamento esa mañana para ver cómo se encontraba. — El pobre estará pensando que paso de él o que me ha ocurrido algo. Aunque es raro que no me haya llamado al móvil. — Añadió echando un rápido vistazo a su teléfono. Estaba apagado. Hasta eso había quedado fuera de su cerebro por su obsesión por el Archivista. — Mierda y re mierda.
La situación empezaba a agobiarle. Eran demasiadas cosas con las que lidiar, demasiados problemas. Y, además, estaba el ajustadísimo disfraz para niños de Drácula. Lo que antes era molesto, comenzaba a ser doloroso. Le apretaba tanto que le estaba ahogando. Mucho. Muchísimo.
— Esto no es normal. — Intentó decir casi sin aire. Le costaba respirar. El cuello del disfraz le oprimía la garganta. Se estaba mareando. Y Bolea parecía tener los mismos síntomas.
TR sacó uno de sus cuchillos y, con dificultad, rasgó las ropas que llevaban. Todas por completo. Desde los cutres disfraces a la ropa interior.
— Qué lástima que Gamer no esté aquí. — Dijo una voz desde la oscuridad de la cocina. — Le hubiera encantado esta imagen. Quizás te saque unas fotos para que tenga algo que pensar por las noches. Aunque tampoco es que yo vaya a despreciar la visión del cuerpo de la bella Bolea.
La figura avanzó hasta que pudieron distinguirle con la luz que entraba por las ventanas. Era alto, delgado y vestía de negro. Seguramente, se trataría del vigilante que Bolea había localizado en la azotea. Ya sabían de quién se trataba. Era Sastre Rojo, el superhéroe que usaba la ropa como arma.
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