De repente, una mano me tocó en el hombro.
—¿Qué te pasa? —me preguntó el dueño de la mano. Era Sergio. Sus brazos me rodearon con fuerza y mucha ternura.
Una parte de mí se enfureció. Cómo se atrevía a venir a consolarme. Precisamente, él era el culpable de que estuviera así. Su aparición era lo que me había desquiciado los nervios, lo que había destrozado mi melancólica, estable y aburrida vida. No tenía derecho. Quería decirle que se fuera, que me dejara solo. Pero, lo malo de vivir en un casi loft sin apenas paredes es que es difícil tener intimidad para llorar a gusto. Sobre todo si solo dispones de una única cama y tienes que compartirla. Además, era absurdo pedirle que me dejara solo ¿A dónde le mandaría? ¿A que esperase en el servicio hasta que se me hubiera pasado la llorera? Tampoco es que él tuviera responsabilidad directa en que yo me encontrara así. A lo mejor, algo circunstancial. Pero no era culpa suya que me sintiera frustrado ¿Y para qué le iba a decir que se fuera? Si lo que me apetecía de verdad era lo que estaba haciendo. Que me abrazara así. Con esa firmeza que me servía de ancla con la cordura, mientras yo me dejaba llevar por la catarsis de las lágrima sobre su hombro.
Me besó en la frente, me llevó a la cama. Me ayudó a desvestirme y me dejó acostado mientras él cerraba la puerta de la entrada y apagaba luces, ordenadores y televisores. Después, se acostó a mi lado y volvió a abrazarme.
Sergio se estaba portando tan bien que, de haberse insinuado, estoy seguro de que hubiera respondido positivamente a sus proposiciones. Desde luego, la situación era la propicia teniendo en cuenta mi estado de ánimo y que estuviéramos abrazados medio desnudos en mi cama. Reunía todos los topicazos de cualquier novela romántica y de algunos vídeos pornográficos. Pero resultó que no hizo nada. Simplemente, se quedó junto a mí, consolándome. Era curioso. El antiguo Sergio hubiera intentado aprovecharse. A lo mejor sí que había cambiado.