Los olores me asaltaron antes de que cruzara el umbral de la puerta. Los conocía tan bien que casi era capaz de imaginármelos. La base de jazmín de la colonia de Laura, la recepcionista; el ligero perfume a rosas y limón del popurrí de flores secas que había en el mostrador; el residual toque del jabón con el que limpiaban el suelo; el aroma a cuero de los sillones de la sala de espera; el frescor de la menta que tenían plantada en una maceta junto a la ventana; la lavanda artificial del ambientador del servicio; el agrio hedor del sudor fruto de los nervios de los temerosos neófitos... Podría continuar hasta el infinito. Ya lo había hecho algunas interminables tardes aguardando mi turno. Y esos días que estaba tan desesperado que llegaba una hora antes. O aquellos en las que, aunque no tenía cita, le pedía a Laura que me dejara quedarme allí, escondido a resguardo. Ella siempre me permitió ocupar uno de los sillones y yo despejaba mi mente fijándome en los olores que me rodeaban. Y los sonidos. El timbre del teléfono, el zumbido del ventilador del ordenador, el traqueteo de la impresora o el incesante movimiento de la pierna de los que me acompañaban en la espera. Analizaba todo lo que mis sentidos me permitían captar. Era una forma de relajarme. Hasta que empezó a convertirse en algo ligeramente obsesivo y tuve que obligarme a dejar de hacerlo. Pero me seguía tranquilizando y en ese momento, en esa sala, me permití el lujo de retomarlo donde lo había dejado en mi última visita. Una visita que no quedaba tan distante en el tiempo como me gustaría.
—Santi —me llamó Laura—, puedes pasar.
Me adentré en el pasillo que llevaba a la consulta y que tenía el suelo de moqueta para acallar los pasos y no molestar a los pacientes que se encontraban al otro lado de las puertas. También yo reprimía mi bastón para evitar el ruido. Aunque en mi caso, al respeto había que añadirle la satisfacción de desplazarme sin tener que usarlo. Eso solo lo podía hacer en mi casa y aquí. Después de todo, con mi oficina, eran los únicos sitios que me conocía enteramente de memoria. Como se suele decir, podía hacerlo con los ojos cerrados. Puede que en mi caso tenga menos mérito, pero no por ello deja de ser cierto que llegué con los ojos cerrados a la sala que me tocaba. Era la tercera por la derecha y, como siempre, me pareció fría. Demasiado para pasar ahí el día entero. O, a lo mejor, era una reacción de mi cuerpo al encontrarse entre esas cuatro paredes. Una pérdida masiva de calor ante el susto de estar ahí de nuevo. O podía ser que en aquella estancia nunca se pusiera la calefacción. Pero como habitual de la casa ya iba preparado con una sudadera. Me la puse, me senté en el incómodo asiento que me correspondía y esperé pacientemente. Un minuto después, la puerta se abrió y entró él.
—Vaya, vaya —dijo—. Mira lo que ha traído la marea.
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