jueves, 27 de octubre de 2011

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 24

Daniel me observó sonriente. Obviamente, como ciego practicante que soy, no podía constatarlo con mis sentidos visuales, pero sabía con seguridad que me miraba sonriente. Después de los años que llevábamos de relación ya nos conocíamos bastante bien. Relación estricta y únicamente profesional, aclaro. Nunca me había planteado que fuera de otra forma. Ya se sabe, los psicólogos son sagrados. Como los familiares de tu mejor amigo. A lo mejor por eso nos llevábamos tan bien.

—Pues tú me dirás a qué debo este inestimable e inesperado placer —me dijo con algo de sorna.

—Tengo ciertas dudas acerca de mi estabilidad —le respondí. A pesar de haber sido asiduo de su consulta y de la confianza que teníamos, siempre me costaba arrancar. No es fácil ponerte a desgranar tus problemas mentales. Más aún si ni siquiera estás seguro de tenerlos.

—¿Ha sucedido algo? —esta vez la pregunta la hizo con un tono más serio. El "amistoso Daniel" se había esfumado, dejando su puesto a "Daniel Campos, reputado psicólogo".

—Algunas cosas —contesté. No conseguía decirme qué contarle primero.

—Cuéntame —me pidió. Empezaba a inquietarle mi indecisión.

—Sergio ha vuelto.

—¿Qué? —preguntó anonadado. Tampoco necesitaba el sentido de la vista para saber que me miraba con los ojos a punto de salírseles de las órbitas y la boca abierta. No era para menos. La ruptura con Sergio y su marcha al extranjero habían ocupado un altísimo porcentaje de las horas que había pasado en la consulta.

—Apareció hace unos días. Me estaba esperando en el portal de casa.

—¿Y qué pasó?

—De primeras lo pasé bastante mal —respondí rememorando la larga noche en vela—. Que se quedara a dormir en mi casa.

—¿¿Qué?? —a Daniel le empezaba a fallar el papel de psicólogo competente con tanta estupefacción.

—Está viviendo en mi casa.

—Dios mío, esto va a ser muy largo —se quejó.

—Pues esa es la parte buena de la historia —le dije.

—Voy a por algo de beber ¿quieres un refresco?

—Un café estaría bien —respondí.

—Yo puede que me decida por una tila.

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