lunes, 28 de enero de 2013

TR, el superhéroe gay, en "El Ascenso de los Conjurados" 12

En la mayoría de las ciudades del mundo existe un lugar como la Quebrada. En algunas es un barrio, en otras un descampado y, a veces, un poblado, pero todas comparten ser el centro neurálgico de lo peor que puede encontrarse en la sociedad.

La Quebrada no era diferente, aunque su actividad delictiva se especializaba, sobre todo, en ayudar que a los ciudadanos de bien a deshacerse de las molestias e incomodidades que surgen en el día a día. Allí se vendían las armas implicadas en casos de asesinato para que fueran exportadas al extranjero, se adquirían matrículas limpias para los coches robados y se cambiaban las identidades demasiado comprometidas, a veces con papeles y otras con material quirúrgico. Había una solución a cada problema. Incluso, contaba con un coqueto vertedero cercano en el que depositar la mercancía sin salida comercial como las partidas defectuosas de droga o los cadáveres. Un paraíso criminal a 20 minutos del centro de la ciudad que subsistía gracias a que las autoridades lo consideraban un mal menor, un agujero en el que la porquería se concentraba y se podía controlar, dejando limpio el resto de la ciudad. Esta teoría tenía especial aceptación entre cuatro tipos de expertos: los sobornados, los amenazados de muerte, los que consideran el crimen como algo que debe sobrellevarse y los que piensan que, teniendo en cuenta la cantidad de armas pesadas que se acumulaban en la zona, cualquier intento de desmantelar la Quebrada acabaría con la muerte de muchos inocentes.

TR aparcó la moto cerca de donde Bolea le esperaba, al principio del vertedero, entre montañas de desperdicios y la única compañía de la débil luz que desprendía su bola de demolición. Había que ser discretos. Los superhéroes no solían ser muy bien recibidos en ese barrio, pero a TR y Bolea quizás les guardasen algo especial como unos cuantos lanzagranadas o algún que otro guardaespaldas con superfuerza. Sus pasados intentos por limpiar la Quebrada no sólo habían sido infructuosos. También les había convertido en los hijos predilectos del barrio.

Por eso, entre otras varias razones, TR y Bolea no solían acercase por allí. Salvo, por supuesto, en ocasiones especiales como la aparición del cuerpo de un mafioso al que creías muerto tiempo atrás.

— ¿Cómo lo has encontrado? — Preguntó TR.

— Uno de mis contactos de la zona me avisó. — Respondió Bolea.

— ¿Estás bromeando? Es imposible que tengas contactos en este infierno. — Le replicó TR. — Te recuerdo que hicieron un fondo común para comprar una grúa con electroimán para quitarte la maza.

— Bueno, en verdad avisaron a Ampario. — Admitió Bolea.

— ¿Te refieres a esa chica tan rara que lanza rayos eléctricos?

— Esa misma.

— Tiene el peor mote del mundo. — Concluyó TR.

— Creo que se le ocurrió a su madre.

— Eso explica todo… salvo cómo tiene contactos en este sitio. — Comentó Sergi. No pudo evitar echar un rápido vistazo alrededor para asegurarse de que seguían solos. — ¿Y dónde está nuestro amigo?

— Aquí mismo. — Respondió Bolea abriendo el frigorífico que se encontraba junto a ella.

— Las neveras rellenas de muerto son un clásico. Y está claro que no hace falta ser fan de CSI o haber hecho un curso de forense para darse cuenta de que este tío no ha muerto en una explosión.

— Dejá de presumir de títulos y pensá qué hacer con el señor Pinoli.

Una potente luz rojiza iluminó el vertedero al completo, cegando momentáneamente a los dos héroes.

— Del señor Pinoli — dijo una voz a pocos pasos de ellos — mejor nos ocupamos nosotros.



jueves, 10 de enero de 2013

Gente Diferente 8

Movido por una extraña intuición, cogió su pendiente y se lo colocó a Zac. Los temblores cesaron. Pero el chico estaba mal. Tenía resaca, nauseas, vértigo y no recordaba nada de lo ocurrido. Teniendo en cuenta que Zac era diabético y nunca bebía, era una mala señal. Robert tampoco se encontraba mejor. Le dolía todo el cuerpo, aunque suponía que en su caso se debía al esfuerzo de tenía que hacer para controlar la luz. Al menos lo había conseguido y no iba brillando por la calle como una luciérnaga.

De entre los cascotes, emergió la figura familiar del camello. Zac se recuperó lo suficiente para tener otro ataque de ira y lanzarse corriendo hacia él. Robert le seguía algo más despacio. Sus piernas no daban para más.

—Este chico está idiota —pensó—. La próxima vez que salga corriendo le voy a seguir su madre. Por lo menos, lleva el pendiente puesto y, si como creo, los corales tienen algo que ver con él, evitará que se cargue medio barrio.

Zac y el camello se enzarzaron de nuevo a puñetazos y patadas. La ventaja, en principio, fue del chico. Al otro se le había caído un edificio encima y eso contaba. Sin embargo, pronto se impuso la diferencia de edad y la mayor preparación del traficante que consiguió inmovilizó en el suelo y le acercó algo al brazo. Zac comenzó a gritar.

—Te gustó lo de antes ¿eh? Ahora vas a tener ración doble.

Cuando terminó lo que estuviera haciendo, le quitó a Zac la cartera y se levantó.

—Como ya les dije a tus amigos la primera dosis es gratis pero el resto, no —y tras darle una patada, se largó.

Robert prefirió quedarse con su amigo, que estaba delirando, en lugar de perseguir al camello. Además, tenía que alejar a Zac de esa zona. Los temblores, la caída del techo del almacén y los gritos de su amigo, atraerían pronto la curiosidad de los vecinos. Además, la luz verdosa comenzaba a reaparecer.

De repente, un descapotable rojo se lanzó sobre ellos. Olvidando sus dolencias, salieron corriendo desesperados. La posibilidad de que fuera el camello o alguno de sus compinches era demasiado grande de para quedarse sentados quejándose. Se recorrieron el puerto hasta que no les quedó más salida que el malecón. Cuando se acabó la tierra firme, Zac quiso saltar al agua, pero su amigo le detuvo. Miró al interior del coche y con una sonrisa dijo:

—Me alegro de verle.

—Ya se nota —respondió el conductor.

—Hasta esperaba que viniese.

—¿Entonces por qué corrías tanto?.

—Bueno... ya sabe —contestó Robert—. Estirar las piernas. Como usted dijo: "Mens sana in corpore sano".

—Pues a tu amigo le apetecía natación.

—Le presento a Zac McJonnely. Zac este es Michael McLowell, es... un amigo mío.

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Diario de un treintañero... y gay... y ciego 70

Me agradaría poder decir que la conversación de ruptura terminó bien. No me refiero a que Miguel tuviera una súbita revelación divina que le llevara a querer mantener una relación cercana a lo normal. A esas alturas de la película eso ya no era lo que andaba buscando. Solo quería que acabara de forma aceptable. Con educación, un mínimo de comprensión, respeto, buenos deseos y alguna posibilidad de que en el futuro pudiéramos recuperar la antigua amistad y que él pasara a formar parte de mi colección de exnovios. Me conformaba con eso.

—¿Por qué… ? —empezó Miguel con la voz temblorosa—. ¿Por qué quieres acabar con algo que va tan bien?

—Tenemos ideas diferentes de lo que es una relación —apunté.

—¿Te refieres a que necesitas que nos pongamos una etiqueta? —me preguntó desafiante—. ¿Si no somos “novios” no podemos ser nada?

—Eso ya da igual —contesté tratando de mantener la calma.

—Así que es cierto. Por una nimiedad así vas a tirar todo por la borda.

—¡Quien lo mandó a la mierda fue el que empezó a meter exnovios en la cama! —repliqué sin poder contenerme.

—¡Fue un error! —se quejó—. ¿Vas a castigarme por un hecho puntual?

—Lo dices como si hubiera sucedido hace tres años en lugar de un par de horas. Pero, aun así, el problema no es que trajeras a Víctor a hacer un trío, sino que llegaras a pensar en ello —expliqué intentando ser lo más diplomático posible. No soy un experto en ese tipo de situaciones, pero podía afirmar que esa iba bastante mal y que empeoraría más si seguíamos por el mismo camino—. Eso no es lo que busco. Necesito algo de estabilidad.

—Aceptaste el tipo de relación que te ofrecí sin rechistar —me reprochó.

—Cierto y me disculpo por ello. Todo es culpa mía.

—Eso no soluciona nada —añadió transformado, de repente, en una pobre víctima indefensa—. Hablas mucho de sentimientos, pero no dejas de hacerme daño

Suspiré con resignación y me tragué las palabras que querían aflorar de mi boca. Convertir esa ruptura en un absurdo cruce de acusaciones solo conseguiría alargar el sufrimiento y destrozar las posibilidades de acabar como amigos… si es que aún quedaba alguna.

—Seguro que lo haces para poder enrollarte con algún otro. Con uno de esos ciegos viajeros que estabas tan interesado en acoger —dijo.

Y con ese espectacular malabarismo dialéctico y emocional casi imposible para la mayoría de los mortales, Miguel finiquitó cualquier opción de amistad y frenó en seco mis intentos de enderezar la situación. Los celos los soporto poco, pero en esa situación eran hasta ridículos. Eso ya no tenía solución.

Las dos conversaciones que siguieron a esta fueron algo mejor… y eso que la charla con Sergio fue de todo menos sencilla. Contarle a un amigo que te has encontrado a su pareja en la cama de tu novio dispuestos ambos a montar un trío, es complicado. No puedo decir cómo se lo tomó porque no me llegó a quedar claro. Estaba… apático. Lo mismo entró en estado de shock. O, a lo mejor, él estaba más acostumbrado que yo a este tipo de relaciones y no le importó tanto. Desde luego, no cambió de idea con lo de la mudanza.

Ichi tampoco varió sus planes ni fue demasiado expresivo acerca de mi ruptura. En su caso, supongo que la apatía se debía a que no había dormido por los nervios del viaje y al bajón que le debía haber dado después de tener que aguantar a Marc llorando sin parar desde el desayuno. Bueno, me consolaré pensando que, en el fondo, le di una alegría antes de subirse al avión.

Un novio, un amigo y un compañero de piso menos. Las cosas no habían salido, precisamente, como esperaba. Habrá que afinar más en próximas ocasiones.