En la mayoría de las ciudades del mundo existe un lugar como la Quebrada. En algunas es un barrio, en otras un descampado y, a veces, un poblado, pero todas comparten ser el centro neurálgico de lo peor que puede encontrarse en la sociedad.
La Quebrada no era diferente, aunque su actividad delictiva se especializaba, sobre todo, en ayudar que a los ciudadanos de bien a deshacerse de las molestias e incomodidades que surgen en el día a día. Allí se vendían las armas implicadas en casos de asesinato para que fueran exportadas al extranjero, se adquirían matrículas limpias para los coches robados y se cambiaban las identidades demasiado comprometidas, a veces con papeles y otras con material quirúrgico. Había una solución a cada problema. Incluso, contaba con un coqueto vertedero cercano en el que depositar la mercancía sin salida comercial como las partidas defectuosas de droga o los cadáveres. Un paraíso criminal a 20 minutos del centro de la ciudad que subsistía gracias a que las autoridades lo consideraban un mal menor, un agujero en el que la porquería se concentraba y se podía controlar, dejando limpio el resto de la ciudad. Esta teoría tenía especial aceptación entre cuatro tipos de expertos: los sobornados, los amenazados de muerte, los que consideran el crimen como algo que debe sobrellevarse y los que piensan que, teniendo en cuenta la cantidad de armas pesadas que se acumulaban en la zona, cualquier intento de desmantelar la Quebrada acabaría con la muerte de muchos inocentes.
TR aparcó la moto cerca de donde Bolea le esperaba, al principio del vertedero, entre montañas de desperdicios y la única compañía de la débil luz que desprendía su bola de demolición. Había que ser discretos. Los superhéroes no solían ser muy bien recibidos en ese barrio, pero a TR y Bolea quizás les guardasen algo especial como unos cuantos lanzagranadas o algún que otro guardaespaldas con superfuerza. Sus pasados intentos por limpiar la Quebrada no sólo habían sido infructuosos. También les había convertido en los hijos predilectos del barrio.
Por eso, entre otras varias razones, TR y Bolea no solían acercase por allí. Salvo, por supuesto, en ocasiones especiales como la aparición del cuerpo de un mafioso al que creías muerto tiempo atrás.
— ¿Cómo lo has encontrado? — Preguntó TR.
— Uno de mis contactos de la zona me avisó. — Respondió Bolea.
— ¿Estás bromeando? Es imposible que tengas contactos en este infierno. — Le replicó TR. — Te recuerdo que hicieron un fondo común para comprar una grúa con electroimán para quitarte la maza.
— Bueno, en verdad avisaron a Ampario. — Admitió Bolea.
— ¿Te refieres a esa chica tan rara que lanza rayos eléctricos?
— Esa misma.
— Tiene el peor mote del mundo. — Concluyó TR.
— Creo que se le ocurrió a su madre.
— Eso explica todo… salvo cómo tiene contactos en este sitio. — Comentó Sergi. No pudo evitar echar un rápido vistazo alrededor para asegurarse de que seguían solos. — ¿Y dónde está nuestro amigo?
— Aquí mismo. — Respondió Bolea abriendo el frigorífico que se encontraba junto a ella.
— Las neveras rellenas de muerto son un clásico. Y está claro que no hace falta ser fan de CSI o haber hecho un curso de forense para darse cuenta de que este tío no ha muerto en una explosión.
— Dejá de presumir de títulos y pensá qué hacer con el señor Pinoli.
Una potente luz rojiza iluminó el vertedero al completo, cegando momentáneamente a los dos héroes.
— Del señor Pinoli — dijo una voz a pocos pasos de ellos — mejor nos ocupamos nosotros.
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