lunes, 11 de julio de 2011

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 17

Cuando volví a casa estaba más cachondo que una mona ninfómana en época de celo tras un cóctel de afrodisiacos. Puede que incluso un poco más. El caso era que me subía por las paredes desesperado por calmar mi lascivia. Tenía que averiguar si Gelo era gay. Porque como lo fuera, iba a averiguar muy pronto qué otros talentos, aparte de los artísticos, poseía este ciego. Pero hasta que ese futurible momento llegara, me valía cualquiera. Si un señor con la voz no demasiado desagradable me hubiera permitido en ese momento frotarme contra su pierna cual chucho, hubiera aceptado sin dudarlo... No me deja muy bien esta frase que acabo de escribir. Claro que mis niveles de fogosidad estaban en límites incognoscibles. Parecía que había regresado a los catorce años, con sus excesos hormonales y las duchas de la escuela de ciegos. Ese tiempo en que la falta de visión era irrelevante para el sexo porque la realidad importaba menos que tu imaginación y que tus compañeros no pudieran verte era una increíble ventaja si te tenías que desnudar frente a ellos en el vestuario del gimnasio.

Por desgracia para mi lívido la casa estaba vacía cuando llegué. Aunque puede que fuera una suerte para mí, porque me hubiera acostado con Sergio sin dudarlo y eso no iba a causarme demasiada alegría a la mañana siguiente. Sin embargo, las consecuencias emocionales de ese posible encuentro carecían de importancia para la parte de mi cuerpo que dirigía mis acciones en esos instantes. Lo único que importaba era que no había nadie con quien pudiera calmar mi fogosidad. Incluso, llegué a plantearme el hacer el trabajo yo mismo, pero lo deseché por absurdo. Esa noche era la fiesta de Miguel y era más conveniente atesorar ese "cachondísimo" para lo que pudiera suceder, antes que desperdiciarlo en los cinco minutos de una rápida solución solitaria. Así que me metí en la ducha y abrí el grifo del agua fría.

Lo bueno de mi excitación era que el tema de la ropa se resolvió rápidamente. La sofisticación y la elegancia eran secundarias. Lo importante esa noche era que se quitaran con facilidad. Así que volví a poner en práctica la elección de ropa fácil de dejar en el suelo. En esa ocasión, los elegidos fueron unos vaqueros anchos porque si me desabrocho un botón se caen solos, una camisa de corchetes porque se abre de un tirón y, de ropa interior, unos bóxer ajustados para que no se notase mi "alegría" a los videntes viandantes. Por supuesto, no repetí nada de lo que llevé en la cita con Sergio. Eso da mala suerte. Y si esa noche iba igual, me guardaría de usar esa para el próximo intento. Aún me quedaban un par de camisas con corchetes.

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