martes, 19 de julio de 2011

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 18

Cuando llegué a casa de Miguel estaba tan entusiasmado que casi rayaba la histeria. Parecía un adolescente a punto de perder la virginidad. Y mi excitación también se asemejaba a la de un adolescente ante semejante paso, porque llevaba erecto desde que conociera a mi sensual editor. Hacía tiempo que mis cuerpos cavernosos no se comportaban tan bien. Mi urólogo estaría orgulloso de ellos. Solo esperaba que, si eso continuaba, no empezara a doler. Conocía algunos testimonios de afectados ocasionales de priapismo, la enfermedad en la que el miembro viril de recobrar su estado de relajación, y no me apetecía nada conocer cómo se sentía uno ante esa extrema muestra de vigor sexual.

Pero aún no había llegado a ese punto y mi única preocupación era que nadie se diera cuenta de mi situación, a pesar de mi precaución de usar ropa interior ajustada y pantalones anchos. De momento, había demostrado su efectividad. Ninguna de las ancianas que poblaban el autobús, con su olor a medicamentos y naftalina, dio muestras de notarlo ni me acusó de exhibicionismo. El siguiente reto era la fiesta. Y ahí, aspiraba a no tener que hacer uso del subterfugio. Muchos escenarios había imaginado mi mente acerca de esa reunión, pero la mayoría comenzaban con Miguel desnudándome y llevándome a su cama. Puede que fuera efecto de mis recuperadas hormonas juveniles, pero no era una mal forma de comenzar una fiesta.

—Me alegro mucho de que hayas venido —me saludó el anfitrión dándome dos besos y un fuerte abrazo. Un gesto muy amistoso que, sin embargo, quedaba lejos de mis expectativas. Tampoco la reunión cumplía mis esperanzas. Más que nada, porque había más gente. Y mucha. Por el ruido, debían ser unas veinte personas. Dos decenas por encima de las que necesitaba para lo que tenía pensado—. Ven, te presentaré a algunos de mis amigos —añadió destrozando mis últimas aspiraciones a tener un poco de intimidad.

Qué puedo decir, las fiestas no se encuentran entre mis actividades favoritas. Menos aún, si no conozco a nadie. A eso último, Miguel trataba de poner remedio a esto presentándome al 80% de los asistentes. Como si me interesaran. Me hubiera servido con que me hablase él. Pero no. Así que ahí estaba yo saludando a un ciego que odiaba a los que videntes porque eran imbéciles, otro odiaba a los sordomudos porque no encontraban una forma de comunicarse con él y uno más que odiaba a los parapléjicos por ponerse en medio de su bastón. Y, para colmo, Miguel me abandonó mientras una amiga suya me contaba lo genial que eran los cuadros táctiles que ella hacía en su casa con cáscara de nuez y lo mucho que odiaba el arte visual.

La única ventaja que podría haber sacado de esa convención de Ciegos Cascarrabias era que nadie podría ver mi situación eréctil. Pero, para ese momento, ya era innecesario. Con tanto odio se me habían bajado todo lo bajable. Así que decidí que si no iba a fornicar como un adolescente (en realidad iba a fornicar lo mismo que había fornicado en mi adolescencia, nada de nada) me emborracharía como un adolescente.

Me aparté de la de los frutos secos sin despedirme y busqué los cordones que Miguel había colocado junto a la pared para que nos sirvieran de guía. Había dos. Una era como de fieltro y, siguiéndola a favor de pelo (a contrapelo raspaba) te conducía al baño. La otra parecía lana y tenía una serie de nudos decrecientes que indicaban la dirección a las bebidas. Esa era la mía. La seguí hasta el final, una barra de bar en la que abundaban las botellas. Todas con su nombre en braille y de plástico, para que no se rompieran. Se notaba que Miguel tenía experiencia en organizar fiestas.

Agarré la botella que ponía "whisky" y me serví una copa bien cargada de alcohol. La necesitaba. Esa era la peor fiesta de la historia de las peores fiestas. Aunque, en ese instante, mejoró un poco. Alguien me cogió por el brazo. Era Miguel.

—Menos mal que te encuentro. Te habías escapado —me dijo riéndose. Estaba borracho. Y mucho—. Voy a tener que ponerte una correa.

Y sin decir nada más, me agarró el culo y empezó a morrearme.

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