lunes, 19 de marzo de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 49

Con mi sonrisa de anuncio de dentífrico languideciendo, los ánimos algo más bajos y ciertas ganas de pegar a alguien, salí de la consulta de mi psicólogo. Esa mezcla de tristeza y furia era una de las consecuencias habituales de mis visitas a Daniel, a pesar de que su propósito debería ser, precisamente, el opuesto. Pero a él parecía encantarle causarme ese efecto, especialmente, en mis momentos de máxima felicidad. Esos días sí que los aprovechaba a conciencia para obligarme a analizar mis pensamientos hasta la extenuación y destacar hasta el más nimio defecto que le pudiera sacar a mi existencia. Él lo llama "adecuación de las acciones a la lógica" o alguna tontería técnica rimbombante semejante, pero a mí me parecía simple sadismo. Sadismo injusto, para ser más precisos, porque era imposible que tal porcentaje de mis decisiones fueran incorrectas. No puedo manda a la mierda a alguien si me cabrea, no puedo enviar un mensaje al chico que me gusta, no puedo ilusionarme con una relación recién comenzada, no puedo pasarme la noche llorando si me hacen daño... La gente normal no tiene tantas limitaciones. Se pelean a puñetazo limpio, persiguen a sus ex a sus casas, ponen los cuernos a sus parejas o se acuestas con gente por despecho sin que nadie les cuestione su cordura. Pero el que está mal de la cabeza soy yo porque no tengo intención de suplicarle a Ichi que me perdone por liarme con quien me dio la gana sin tener en cuenta nuestra inexistente relación amorosa o sus sentimientos nunca revelados.

Joder, me siento como si fuera un príncipe con todos los cortesanos escudriñando si me rasco la nariz en una recepción o si uso el tenedor de las ensaladas para comer la carne... ¡Soy Anne Hathaway en Princesa por Sorpresa! Eso o Julia Roberts en Pretty Woman (por lo de equivocarse con los tenedores, no por nada que implique dinero y sexo en el mismo periodo temporal). La verdad es que cuando pensé la metáfora de la realeza no terminaba en esa terrible conclusión. Qué horrible y qué turbador. Bueno, lo intentaré de nuevo. Soy como... como un preso de máxima seguridad al que le vigilan para que no pueda esconderse cualquier objeto mínimamente cortante que pueda usar como arma. Pero esos presos (Anne Hathaway y Julia Roberts, también), al menos, pueden reírse o llorar de lo que les salga de las narices. No como yo, que tengo que pararme a pensar "¿es consecuente esto que estoy haciendo o por el contrario exagero?", "¿son mis actos fruto de una reflexión razonado o son mis sentimientos quienes me dominan?", "¿hay racionalidad en mi estado anímico o mis emociones se están desbocando y conduciéndome hacia un lugar menos lógico?". Es un auténtico coñazo.

La verdad es que, en parte, hay que comprender a Daniel. Se preocupa por mí. Y yo tampoco soy la persona más racional. Me fastidia que no me dé libertad para hacer lo que me venga en gana, pero la verdad es que en más de una ocasión he sido un poco extremo en mi comportamiento y mis actos han acabado escapando de mi control. No estoy dispuesto a admitir que este fuera uno de esos casos, pero entendía que a mi psicólogo le costara confiar en mi buen criterio.

Tampoco es que pudiera estar enfadado mucho tiempo con mi psicólogo. La confianza que nos teníamos y su exasperante tendencia a tener la razón, complicaban bastante mantener mi animosidad hacia su persona. Claro que ese día había otro motivo, además de mi buen humor generalizado, para que el rencor hacia mi terapeuta desapareciera con rapidez y es que había quedado con Gelo, mi futuro editor de manos fuertes.

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