miércoles, 28 de marzo de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 51

El buen humor con el que desperté tras la fabulosa noche pasada con Miguel había sobrevivido sin problemas a la ardua jornada laboral. Incluso en los momentos más complicados y tensos de las reuniones de la mañana había conseguido mantener mi sonrisa intacta. Pero la situación había cambiado de forma radical al llegar las horas libres de la tarde y mi ánimo se encontraba por los suelos. El enervante análisis de mi psicólogo había contribuido a enfadarme, pero era la extraña culpabilidad al ver mi libido desatada por Gelo fue lo que más afectó en mi ánimo. Era un sentimiento absurdo. No mantenía ningún tipo de relación lo suficientemente formal que me obligase a guardar celibato y tampoco veía posibilidad alguna de que mis deseos por Gelo traspasaran la frontera de la fantasía (estaba claro que mi editor resultaría ser heterosexual). Pero, aun así, me sentía mal, como si hubiese traicionado la confianza de Miguel. A lo mejor era que me gustaba más de lo que quería admitir o que empezaba a importarme de verdad. Fuese lo que fuese, seguramente acabaría por dar la razón a Daniel y eso era algo que odiaba con toda mi alma. Qué manía tenía ese chico de acertar siempre. Era insoportable.

Aburrido de tanto pensamiento negativo, decidí ir a tomarme una caña en el mismo bar al que llevé a Miguel, esperando encontrarme a algún compañero del trabajo o a alguno de mis amigos. Podía ser un buen escenario para seguir el consejo de mi psicólogo e intentar arreglar las cosas con ellos. Pero si Luna, Ichi o Marc estaban en el establecimiento, ninguno se acercó a saludar ni yo logré escuchar sus voces. Quien sí se interesó por mi persona fue una chica, aunque no tenía ni idea de quién era.

—Ey, yo te conozco —me dijo.

—Puede ser —admití. Suelo ser bastante bueno reconociendo voces, pero la de esa chica no me sonaba.

—Sí, nos conocimos en la fiesta de Miguel.

—¿Eres la que hacía cuadros táctiles con nueces? —pregunté preocupado.

—No, tranquilo —respondió riéndose—. No soy tan original.

—Menos mal.

—Ven a mi mesa. Te presentaré a unos amigos.

—Esto… —dije intentando encontrar una forma de negarme. La sociabilidad no es precisamente mi fuerte y menos con personas a las que no conozco en absoluto.

—Sí, únete a nosotros. No es bueno emborracharse solo.

—De acuerdo —acepté previendo una interminable sucesión de súplicas que resultaría ser mucho más insufrible que soportar durante un corto rato a un par de personas más.

—Muy bien. Chicos —empezó a decir cuando me llevó a su mesa—, este es Santi.

—Encantado —dijo uno de sus amigos—. Yo me llamo Sergio.

—¿Sergio? —pregunté sorprendido al reconocer la voz.

—¿Santi? —preguntó él.

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