domingo, 26 de octubre de 2014

Las aventuras de Baz el guerrero 19

—Antes de poder entrar a la cámara del tesoro de Reevert Tull —había proclamado Häarnarigilna—, queda una última prueba que yo llamo “La parrillada de los mentirosos”.

—Quizás será mejor que lo dejemos para otro día —dijo Baz.

—Sí, no hace falta que nos des tu precioso tesoro —comentó Tayner—. Puedes quedártelo. Nos conformamos con algunas joyas y monedas. Bastarán con las que sea capaz de cargar mi guardaespaldas.

—Me sorprende que permitas que alguien más toque tu oro —gruñó el guerrero.

—Los sirvientes no cuentan como “alguien” —respondió el príncipe.

—¡¡Silencio!! —mugió la vaca—. Nadie podrá llevarse ni un solo doblón hasta que no se haya completado la mazmorra.

—Está bien ¿Qué tenemos que hacer?

—Un momento —dijo la guardiana dando un paso atrás. De repente, como si hubiera accionado un mecanismo oculto, decenas de antorchas empezaron a arder mientras del suelo surgía una especie de vieja jaula de metal. Su aspecto hizo pensar a los presentes en señores con capuchas negras, cadenas de hierro y un sinfín de enfermedades altamente contagiosas—. Contemplad ¡la parrilla de los mentirosos! —bramó.

—Bonita, aunque yo la pintaría de verde pistacho o un bonito azul cielo —sugirió Tayner —el rojo óxido ya no se lleva nada en la corte, ni siquiera para los instrumentos de tortura.

—¿Para qué sirve? —preguntó Baz.

—El sujeto que pretenda obtener el tesoro debe introducirse en el interior de la jaula —explicó Häarnarigilna abriendo la puerta del artilugio—. Una vez encerrado tras estos barrotes irrompibles, se le harán tres preguntas. Si contesta con la verdad, se volverá tremendamente rico. En caso contrario, se asará a la parrilla y me proporcionará una rica cena.

—Creía que eras vegetariana.

—Es para darle más dramatismo al asunto —confesó la vaca—. ¿Alguna pregunta antes de que comencemos?

—¿Dónde has dicho que hay que meterse? —preguntó Tayner.

—Aquí, en esta jaula —dijo la guardiana impaciente.

—¿Dentro?

—Sí, así —continuó la vaca introduciéndose en la celda—. ¿Ves? Así estará alguno de vosotros cuando entre aquí.

—Ya veo. Entonces, supongo que la puerta que hay que cerrar es esta ¿no?

—Efectivamente. Se cierra con solo empujar. No necesita candado.

—¿Así? —preguntó el príncipe dándole un empujón a la puerta que encerró a Häarnarigilna en el dispositivo.

—Muy bien —le felicitó la vaca—. Y ahora, si yo fuera uno de los aspirantes a obtener el tesoro, tendríais que hacerme tres preguntas.

—¿De qué tipo?

—Del que se le ocurra al guardián.

—Muy bien —dijo Tayner sonriente—. ¿De verdad te llamas Häarnarigilna?

—Pues sí —respondió la vaca. Nada sucedió en la jaula, por lo que debía de ser verdad.

—¿Te gusta que te toquen las ubres?

—Eh… esto es algo personal, pero contestaré por el bien de la demostración: No me gusta mucho —mugió aún ignorante de su condición de prisionera. Tampoco ocurrió nada relevante.

—¿Ves? —susurró Baz a su compañero.

—¿De verdad eres la guardiana de esta mazmorra? —continuó le príncipe sin hacer caso al guerrero.

—Por supuesto —respondió Häarnarigilna. Una gran llama surgió del suelo del artilugio.

sábado, 25 de octubre de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 29

La hormiga gigante se encabritó como si se tratara de un caballo salvaje cabreado. Claro que existía una diferencia de tamaño y peso (incluso de número de patas) considerable y los efectos que su mal humor produjo en su entorno, también variaron bastante. La mayoría de los equinos no provocan terremotos al enfadarse, ni poseen unas pinzas capaces de cortar la roca sin problemas, ni cuentan con una fuerza 10 veces superior a la que tendría un humano medio en proporción a su tamaño (aunque hay excepciones a cada una de estas afirmaciones). El insecto sobrenatural, al verse libre de sus milenaria esclavitud quiso hacer uso de todas las ventajas que la evolución y/o la magia le habían conferido y las dirigió contra todo lo que encontró a su paso.

Los andamios cayeron bajo la embestida de sus antenas (gordas como troncos de árbol), las paredes temblaron ante el trote de sus seis patas y varias estalactitas de un tamaño considerable fueron arrancadas del techo rocoso por sus poderosas mandíbulas para ser inmediatamente lanzadas contra sus antiguos captores. Todo eso acompañado por otro de esos chillidos que te hacían desear arrancarte los tímpanos y una lluvia de ácido fórmico que nos provocó un fuerte escozor en los ojos. Era una vitalidad asombrosa para una criatura que, hasta unos minutos antes, se encontraba en la más completa inmovilidad. Parecía que hubiera estado guardando fuerzas para un momento como ese. Y debía reconocer que las utilizaba a conciencia, aunque también empezaba a pensar que todos los allí reunidos moriríamos en el proceso. Liberar a la hormiga gigante homicida no pasaría a la historia como una de mis mejores ideas, a pesar de haber cumplido completamente su objetivo: Las equidnas y las nagas estaban concentradas en la criatura y ya no atacaban más a Gotthold. Mi siguiente tarea sería evitar que el conde resultara herido por alguno de los desastres causados por la hormiga. Pero primero me tendría que salvar a mí mismo. Subir a lomos del monstruo había resultado un auténtico suplicio y parecía un millón de veces más sencillo que bajar después de que se hubiera descontrolado. Al final fue la misma hormiga la que me ayudó a desmontar. Claro que “ayudar” puede que no sea el término más adecuado para decir que me tiró al suelo de un antenazo. La leche (por no decir otra palabra) fue monumental. Me dolía todo.

— ¿Qué tal te encuentras? — Me preguntó Gotthold preocupado.

— Bien. — Mentí con un hilo de voz. — No ha sido para tanto.

— Me siento muy orgulloso de ti, pero ¿qué hacemos ahora? La cueva no va a resistir mucho más.

— Sígueme, tengo una idea. — Le dije antes de echar a correr. Mi cadera soltó un crujido, el coxis me ardió como si estuviera a punto de soltar llamas por el culo y varios calambres torturaron mis piernas. No estaba en mi mejor momento para hacer ejercicido, pero no tenía remedio. Debía hacer algo o moriríamos ante la rabia desatada de la hormiga.

A pesar de mi pésimo estado, no tuvimos problemas en adelantar a las nagas y equidnas que reptaban despavoridas. En un primero momento habían tratado de hacerle frente, pero pronto comprendieron que resultaba inútil y escaparon. Eso sí, cada uno trataba de huir con los de su especie, lo que me facilitó bastante las cosas porque los individuos que me interesaban para mi plan eran los menos numerosos de la manada.

— ¡Tenéis que abrir el portal! — Le grité a un grupo de nagas que me miraron con cara de incomprensión. Sabía que me entendían, porque ya les dije que soy capaz de hablar cualquier idioma, incluso las sobrenaturales. Quizás nunca habían visto a un humano usar el ssississ, uno de las lenguas de su reptiliana raza. Me hubiera gustado que me contaran qué acento tenía (orco, seguro), pero mis prioridades eran otras. — Si abrís el portal, podréis escapar.

— Pero la hormiga nos seguirá. — Escuché que siseaba uno de ellos. La corona emplumada que llevaba en la cabeza era mayor que la del resto, por lo que supuse que se trataría del líder del grupo o el brujo principal.

— No os preocupéis, yo lo cerraré en cuanto salgáis. — Les prometí.

— Está bien. — Aceptó la criatura.

El resto del grupo no dijo ni siseó nada. Se limitaron a seguir a su jefe al enorme cristal azul que había en la caverna principal. Seis de ellas se situaron a su alrededor y pronto el cristal azul empezó a emitir el rayo luminoso que abría el portal de teletransporte en una de las paredes de la cueva. Una vez conseguido, el líder se me acercó y me pidió que le acompañara al círculo.

— Para que el portal permanezca abierto, deberás estar en contacto con el cristal. — Me siseó. — Pero quizás no sobrevivas.

sábado, 18 de octubre de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 28

— ¡Rolac! ¡Nóisuf! — Grité. No tardé nada en arrepentirme de haberlo hecho.

Se dice que las opiniones son como los culos, pues todo el mundo tiene una. En el mundo brujeril es igual. Cada hechicero cuenta con su propia teoría, por absurda que resulte. Algunos incluso llegan a contradecirse en el mismo pergamino, lo que no ayuda precisamente al aprendizaje de la magia. Al final, la hechicería no se diferencia en nada de las teletiendas que prometen pérdidas de grasa o abdominales labrados a cincel sin moverte del sofá (eso sí que es magia y no lo que hago yo).

Una de esas locas teorías, formulada por un tal Guimplin, defendía que se podía ampliar el rango de acción de los hechizos añadiéndoles extensiones. Así un brujo sería capaz de progresar en sus estudios aunque sólo poseyera un único conjuro. Parecía una hipótesis hecha a mi medida, pero nunca me había decidido a ponerla en práctica. Y no sólo porque fuera contra el principio básico de invariabilidad de la magia. También porque el señor Guimplin había fallecido tratando de demostrar que el cianuro no era venenoso en sí mismo, sino que el efecto dependía de la comida con la que se mezclase, del aire que lo rodease y de los malos pensamientos del asesino. Comprenderán que no me fiara mucho de una algo escrito por el señor que se bebió un litro de cianuro sin respirar esperando sobrevivir al proceso.

Sin embargo, en ese momento no me quedaban muchas más opciones. La cadena no iba a caerse sola y Gotthold necesitaba ayuda urgente. Pronto alguna a equidna se le ocurriría la genial idea de tirarle una piedra a la cabeza o las nagas comenzarían a soltar rayos por las manos. En principio, el asunto no presentaba demasiadas complicaciones. Era como animar a un niño a hacer los deberes. Había que indicarle lo que querías que realizase con cierta alegría y cariño para que el hechizo te complaciera. Todo eso teniendo en cuenta que nos estamos refiriendo a una cosa mágica que no llega a ser un ente en sí mismo y que sólo posee un leve soplo de algo que podríamos llamar conciencia, siendo generosos.

En cualquier caso, por leve que fuera su soplo de conciencia, a mi hechizo de calentar agua no debió de gustarle lo más mínimo la teoría de las extensiones, pues las manos me empezaron a quemar.

— ¡No a mí! — Chillé. — A la cadena ¡Nóisuf!

El ardor de mis manos aumentó, señal de que había algo que no estaba haciendo bien o que la teoría del señor Guimplin era tan válida como su idea sobre la toxicidad del cianuro.

— Por favor, hechizo de calentar agua bonito. — Añadí recordando que había que ser amable. Sé que parecerá una tontería hablarle a unas palabras que leí años atrás en una vieja piel de cabra que encontré en un monasterio abandonado, pero estaba desesperado. Y, además, funcionó porque la quemazón de mis manos se atenuó y parte se trasladó a la cadena. No se equivoquen, seguía doliendo mucho. Más incluso que el hechizo de defensa de la espada de fuego que me había causado ampollas en la mano. De verdad esperaba que Gotthold fuera bueno en la cama o, como poco, que se le dieran bien los trabajos manuales porque yo iba a pasarme una larga temporada sin poder coger nada o autocomplacerme. Al menos, no era el único que sufría con el proceso. A juzgar por los chirridos que soltaba y que me taladraban el cerebro igual que un estilete, la hormiga tampoco se estaba divirtiendo con eso. Ya lo dice el refrán: mal de muchos, consuelo de tontos. Y yo soy bastante tonto. Aunque me consolé más cuando la cadena se rompió y la hormiga se encabritó.  

sábado, 11 de octubre de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 27

Salté hacia delante con los ojos fuertemente cerrados para no ver a la criatura, aunque no tardé en abrirlos. Me estaba lanzando al vacío desde una altura más que considerable, con la pequeña esperanza de caer sobre el lomo de una hormiga gigante que no sabía si se encontraba donde yo creía porque me daba pánico mirarla. Poseo la autoestima de un tamaño considerable (como todo), pero hasta mi confianza en mí mismo tiene límites. Así que abrí los ojos un par de décimas de segundo después de que mis pies se separan del andamio. Inmediatamente, comprendí que habría sido mejor abrirlos un poco antes. Había tomado demasiado impulso desde una altura muy superior a la conveniente. No iba a aterrizar sobre su lomo con gracilidad felina, sino que me pasaría de largo y me estamparía contra el suelo como si fuera un saco de patatas. Sólo me salvé gracias a que pude agarrar uno de los largos pelos (o lo que fueran) que sobresalían de su lomo. Sentí que el brazo izquierdo se me desgajaba del hombro dislocado, las ampollas de la mano se reventaron y a punto estuve de vomitar por el dolor, el miedo y el asco que me daba tocar al insecto gigante. Pero, al menos, estaba vivo. Tampoco al monstruo debió gustarle mucho que le cogiese de ahí, porque soltó otro de esos chirridos antinaturales que nos habían taladrado los oídos con anterioridad, aunque en esta ocasión me pareció que era mil veces más potente e hiriente, seguramente por la cercanía del bicho. Por suerte, mi instinto de supervivencia (que también tiene un tamaño considerable) me obligó a mantenerme agarrado a los extraños pelos del animal o me hubiera caído por el borde.

El dolor fue muy intenso, pero mantuvo el miedo a raya en esos momentos tan críticos y me permitió asegurar mi posición sobre el monstruo. Sin embargo, a medida que se fue calmando, mi nerviosismo fue creciendo. Volví a cerrar los ojos para tratar de serenarme. No funcionó. Mi mente era incapaz de olvidar que me encontraba sentado encima de una hormiga. Y gigante, nada menos.

— Venga, Blaine. Tú puedes hacerlo. — Oí que me gritaba Gotthold desde el suelo. Miré en su dirección para ver cómo se encontraba mi conde predilecto. El número de equidnas a su alrededor había aumentado enormemente, aunque parecía mantenerlas a raya con la espada llameante. Las nagas presentes, no más de una decena, se habían concentrado a varios metros de la zona de combate. Sus manos chisporroteaban de energía mientras chismorreaban entre ellas. Eso no presagiaba nada bueno. Si le mataban, nunca me lo podría tirar (no, no me va la necrofilia).

Alentado por mi preocupación por Gotthold y por mi imperiosa necesidad de sexo, volví a abrir los ojos. Para mi sorpresa, descubrí que así sentía menos miedo. Lo que realmente me aterraba era la idea de encontrarme sobre una hormiga y no tanto el hecho de estarlo. Sobre todo porque, desde mi punto de vista, el monstruo parecía más un toro descomunal que una hormiga.

— Es un toro, es un toro, es un toro, es un toro. — Repetía en voz alta una y otra vez mientras buscaba a mi alrededor la cadena que ataba a la criatura. No me fue fácil encontrarla pues, después de tantos años (quizás siglos) llevándola, se había acabado mimetizado con su cuerpo. De hecho, se había fusionado tanto con su exoesqueleto que el animal soltó otro chirrido de dolor al tratar de quitársela. Y la cosa empeoró cuando comprendí que lo único efectivo sería la magia.

— ¡Rolac! — Grité mientras apoyaba las manos sobre la cadena. — ¡Nóisuf!  

sábado, 4 de octubre de 2014

Blaine Nicholas, brujo a domicilio 26

No tuvimos que esperar mucho para descubrir si los gritos de alarma de la naga habían tenido el éxito que ella esperaba. Apenas habían pasado unos segundos y ya empezaba a llegarnos un murmullo lejano que me hizo pensar en decenas de cuerpos arrastrándose sobre la roca. Parecía que cuando se presentaba un peligro, nagas y equidnas eran capaces de dejar de lado sus enfrentamientos. Estaba acumulando tantos conocimientos sobre las dos especies y sus relaciones mutuas que pronto podría escribir un libro sobre el tema. Aunque primero tendría que sobrevivir a la experiencia.

— Yo me encargo. — Se ofreció Gotthold. — Tú encárgate del monstruo.

Protesté y empecé a exponer una retahíla de argumentos en contra de ese reparto de papeles: yo llevaba años acumulando odio hacia las equidnas y las conocía mejor, mi magia tenía más posibilidades de triunfar frente a un ejército que sus manos desnudas, los neófitos como él debían encargarse de la tarea menos peligrosa que, en ese caso, era la que incumbía a la hormiga gigante... podía mencionar mil razones además de mi mirmecofobia, que era el verdadero motivo por el que prefería combatir contra cientos de criaturas caníbales antes que subirme a una mansa hormiga gigante. Mi palabrería fue inútil porque Gotthold no escuchó nada de lo que le dije. Casi no había empezado a hablar y el conde ya se encontraba descendiendo por los andamios a toda prisa. Yo insistí durante un tiempo, pero me tuve que rendir cuando saltó sobre la naga desde más de cuatro metros de altura. Fue una suerte que no le pasara nada grave. Me refiero al conde, por supuesto. La naga, en cambio, quedó inconsciente. Le lancé la espada encantada para que tuviera algo con lo que defenderse.

— ¿Qué tengo que hacer para activarla? — Me preguntó a gritos.

— No lo sé. Es posible que lo único que tiene de especial es que te abrasa cuando la coges. — Respondí. — Hay brujos que disfrutan fastidiando al personal.

— Ya, pero si hiciera algo ¿qué sería?

— Pues te puedo asegurar que no va a hacer crecer gominolas del suelo. — Contesté algo molesto. De haber bajado yo, no habría tenido ese problema. Y me habría ahorrado la parte de la hormiga, claro. — Prueba con los elementos naturales. Es lo más típico en las espadas.

— ¡Hielo! — Gritó Gotthold. — Espera... había que decirlo al revés... o... l... e.. ih ¡Oleih! — Repitió. No pasó nada. — ¡Oleih! — Insistió.

— Prueba con otro.

— Ah, sí. Eh... ¡Auga! ¡Otneiv! — Ambos tuvieron los mismos resultados que el primero. — ¡Ogeuf!

La espada estalló en llamas, dándonos un susto de muerte. Gotthold a punto estuvo de dejar caer el arma y yo casi me olvido de agarrarme al endeble andamio de madera al que estaba subido.

— Qué apropiado. — Pensé. — Un mago que sólo sabe usar un hechizo de fuego encuentra una espada de fuego. Ya me podía haber tocado algo diferente. Por variar un poco. El día que deje de resolver misterios, el único trabajo que me va a conseguir la magia es asando castañas.

— Gracias. — Me dijo el conde. Se le notaba contento con su ardiente espada. — Yo me ocupo de las equidnas. Tú sigue subiendo. Piensa en lo que haremos luego.

Nuevamente quise protestar y sugerirle que intercambiáramos los puestos. Pero para entonces las primeras equidnas ya habían llegado a la altura de Gotthold y este se encontraba entretenido repartiendo mandobles a diestro y siniestro.

— En fin, vamos allá. — Me dije.

Respiré profundamente un par de veces, me concentré en las cosas que pensaba hacerle al conde más tarde y, usando las escasas fuerzas que aún me quedaban, subí a la carrera los cuatro peldaños del andamio que faltaban para llegar a la altura necesaria para lo que pretendía hacer. Luego cerré los ojos, me puse de cara a la hormiga y, tras un par de amagos, salté hacia delante.