Debí quedarme dormido de agotamiento en algún momento de la mañana porque, de pronto, el reloj del salón dio las doce del mediodía. Me encontré acurrucado en el sofá, en posición fetal. Tenía frío, pero me sentía mejor de ánimo. Al menos, hasta que mi cabeza se libró del embotamiento del sopor y recordé por qué estaba a esas horas desnudo y envuelto en una manta. Me quedé quieto, conteniendo la respiración. Intentaba oír a mi huésped. Saber si continuaba en el piso sin tener que revelar que había despertado. No escuché nada. Ni un roce, ni unos pasos, ni un suspiro, ni un crujido del parquet. Continué en silencio para asegurarme. Era una situación absurda, lo admito. Ni podía pasarme el día evitándole ni continuar inmóvil indefinidamente. Tras cinco minutos sin resultado y con el pie derecho dormido, decidí levantarme. No podía proseguir con eso. Necesitaba mear, una ducha caliente y un café bien cargado. Pero lo que más necesitaba era terminar esa vigilancia, porque empezaba a pensar que Sergio se había ido y que estaba haciendo el estúpido. Sin embargo, antes de que pusiera un pie en el parquet, oí un crujido muy característico cerca de la cocina.
Antes de proseguir, debería explicar que el suelo de mi casa está hecho para que pueda desplazarme a mi antojo sin necesidad de bastón o de ir tanteando continuamente. Para ello, tiene una serie de marcas táctiles que forman caminos que llevan a los diferentes lugares de la casa, mientras que otras indican la cercanía a puertas y paredes. Así, dependiendo de dónde te encuentres encontrarás una combinación distinta de marcas y esa combinación produce un sonido característico al pisarlas. Eso me permite saber la posición de cualquier invitado de mi casa. Y en ese momento, mi invitado estaba junto a la cocina. Sergio seguía en la casa. Debería haber gritado. O haberme agazapado en el sofá hasta que decidiera esfumarse. Pero, en lugar de esas cosas hice otra de lo más incoherente: me levanté, me puse unos pantalones de chándal y una camiseta y fui a la cocina a saludarle. Después de la noche en vela y de la paranoia en el sofá, resultaba que me hacía feliz que siguiera en mi casa. Mi psicólogo iba a tener mucho trabajo conmigo en los próximos años.
—¿Qué tal has dormido? —me preguntó.
—Bueno. Las he tenido mejores.
—Supongo que fue un shock que me presentara así en tu casa después de tanto tiempo —dijo—. Discúlpame.
—Tranquilo, no pasa nada.
—Fui un egoísta, como siempre. No pensé en ti —continuó—. Pero no tenía hotel y me apetecía tanto hablar contigo.
—En serio, no hace falta que me pidas perdón.
—Esta noche me iré a un hotel. Pero podríamos quedar a cenar —sugirió—. Yo invito. Así, comenzamos de nuevo el reencuentro.
—Vale —fue lo único que se me ocurrió responder. Cualquier recelo que hubiera albergado unas horas antes, se acababa de derretir ante esa petición de disculpas. Debía de ser la segunda o la tercera que le oía desde que le conocía.
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