A la mañana siguiente, la situación había dado un giro de 180º. De 360, si 180 les parece poco y no están muy familiarizados con la geometría. Eran las ocho de la mañana y acababa de llamar a la oficina para decir que me encontraba mal. Era cierto. Estaba fatal físicamente, porque había permanecido la noche en vela. Y peor anímicamente.
La noche anterior yo regresaba pletórico. Tenía ganas de echar a correr para llegar antes a casa y escuchar de nuevo el análisis de Miguel y comprobar si volvía a sentir esa sensación de inconmensurable felicidad absoluta que me invadiera en la oficina. Y después, ponerlo otra vez. Y otra. Y una más. Exprimir ese momento hasta agotarlo. Sin embargo, lo único que llegué a escuchar fue la voz humana que se dirigió a mí en el portal de casa. Me dijo que estaba encantado de que volviéramos a encontrarnos tras tanto tiempo. A mí el corazón se me aceleró, la sangre se me heló en las venas y mis gónadas visitaron mi garganta del susto. Una sensación muy diferente a la felicidad que esperaba que ocupase mi velada. Pasaría tiempo antes de que pudiera sentirla de nuevo. Y es que su voz era muy diferente del lector de textos para ciegos, pero igual de reconocible. Era Sergio.
¿Alguna vez les ha ocurrido al encontrarse con una persona que no saben si reír, llorar, gritar, escapar, darle un puñetazo o vomitar? Si desconocen esa situación, son afortunados. Yo me sentía así en ese momento ante la presencia de Sergio. Había pasado tanto tiempo. El amor y el odio se habían enquistado en mí de forma obsesiva junto con miles de conversaciones ensayadas en mi mente y de escenas imaginadas. Y, en cambio, me era imposible reaccionar. Estaba petrificado.
—Estaba por la ciudad y he pensado en venir a verte —dijo.
—Sigues haciendo chistes de ciegos —respondí divertido. Seguramente, la risa provenía más de la histeria que de otra cosa.
—¿Me invitas a una copa?
—Janf —fue lo único que logré contestar. Mi boca estaba tan bloqueada por el asombro, el miedo y la indecisión que me era imposible articular mejor.
—Genial.
Me llevó escaleras arriba. Y digo "me llevó" porque, como siempre, había conseguido dirigirme a donde a él le apetecía ¿En qué cabeza cabía que le invitase a subir a mi casa después de los años pasados? ¿Dónde había quedado mi dignidad? ¿Cuándo iba a reprocharle todo? Parecía que nunca. Así que me llevó a mi casa.
No tenía hotel, así que se quedó a dormir. Pero no nos enrollamos. Le dejé la cama y yo me fui al sofá. Sin embargo, la distancia no me ayudó a descansar. Era difícil conciliar el sueño después de que Sergio me dijera que tendría que dormir desnudo porque no tenía pijama. Preguntándome si eso era una invitación pasé la noche. Envuelto en una manta. Desnudo (por si acaso). Indeciso. Sin saber si acercarme o quedarme allí. Dudando si la visita solo era para ahorrarse la habitación de hotel o porque quería saber de mí. Insomne. Despierto durante interminables horas en el frío de la noche.