miércoles, 20 de abril de 2011

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 6

Media hora más tarde, Luna salió corriendo del restaurante como si le fuera la vida en ello y dejando dinero de sobra para pagar un par de banquetes. Impuntual y descuidada con el dinero. Así era mi mejor amiga y antigua jefa. Y eso que ella ve.

Yo me tomé las cosas con más calma. No tenía ganas de regresar a trabajar. La mañana había empezado mal, pero había empeorado considerablemente con la marcha de Miguel. Y con el pésimo humor que, he de reconocer, me dominaba desde principio de semana. Me sentía melancólico, cualquier cosa me entristecía y entraba en cólera por nimiedades. Y recordaba insistentemente a Sergio... Podía ser un buen momento para hacer una visita de cortesía a mi psicólogo. Había estado suficientes veces tras la línea de la depresión para saber cómo acabaría este ataque de pena continua si la dejaba seguir sin remedio o control.

Pensé en darme un paseo, pero deseché la idea al instante. La caminata de la mañana no había sido, precisamente, una maravilla. Tenía que hacer algo que me entretuviera o me mantuviera la mente ocupada. Desgraciadamente, a esas horas de la tarde de un día de diario mis posibilidades quedaban reducidas a hablar por teléfono con mi tía o volver a trabajar. Dado que la primera opción era algo que trataba de limitar lo más posible, me decanté por regresar a la oficina.

La encontré más fría que al irme. Podía ser por la digestión. Podría ser por la falta de Miguel. Podía ser porque empezaba a refrescar. Desde luego no era un lugar que fuera a hacerme dar saltos de alegría. Pero me acordé que había alternativas peores e intenté centrarme en lo que tenía que hacer.

Llevaba más de dos horas haciendo números y revisando informes cuando, al abrir un archivo del ordenador con el lector automático, me dio un vuelco el corazón. "Análisis de mercado de Miguel Rodríguez", dijo. Era lo último que había hecho antes de irse. Lo que me había entregado esa mañana. Sin embargo, no pude deprimirme por ese hecho. No me dio tiempo. El lector de textos continuaba su labor y, lo que dijo a continuación, me dio otro susto de dimensiones superiores: "Santi, soy Miguel. El viernes doy una fiesta en mi casa y me gustaría que vinieras. Llámame".

Decir que me alegré, quedaría tan lejos de cómo me sentía que sería totalmente inexacto. Estaba pletórico. Entusiasmado. Excitado. Me encontraba tan feliz que me hice una copia del análisis, apagué el ordenador y me fui a mi casa.

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