miércoles, 21 de diciembre de 2011

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 35

—Nooooooo, que va. No me he acostado con nadie —dije nervioso al darme cuenta de que Ichi estaba detrás de mí y que había oído lo que Luna había dicho. Aunque lo mismo podría haberlo escuchado desde dos calles de distancia porque mi amiga lo había dicho a grito pelado. No es, precisamente, muy discreta la chica.

—Ya.

—¿Y tú? ¿Has tenido sexo en las últimas horas? —le preguntó Luna riendo. Ya he dicho que la discreción no es una de los puntos fuertes de su personalidad.

—Puede que sí —respondió Ichi seco. Parecía más una pulla dirigida a mí que una confesión, pero no dejaba de ser relevante que no negara tajantemente esa posibilidad. Sobre todo teniendo en cuenta que su supuesta pareja tampoco lo había desmentido. Eso tenía que significar algo—. Tengo que ir al servicio ¿me pedís un zumo de naranja?

—Claro —respondió mi amiga. Siguió con la mirada el paseo de Ichi hacia el baño y cuando estuvo segura de que era imposible que nos oyera de nuevo, continuó—. Venga, admítelo ¿quién es?

—Vale —le contesté susurrando temiendo que se repitiera la situación anterior e Ichi estuviera a mi espalda—, me acosté con Miguel.

—¡Qué guay! —dijo la chica con alegría aunque imitando mi tono—. ¿Y qué tal estuvo?

—Fue genial. No había tenido nunca algo parecido. Y no solo por el sexo, que ha sido fantástico, también por todo lo demás. Hemos estado horas hablando y riéndonos. Ha sido una auténtica pasada.

—Sí, muy bonito ¿Y de talla qué tal?

—Nada que objetar.

—Vaya, que declaración más decepcionante —dijo mi amiga con bastante menos entusiasmo.

—No he dicho que estuviera mal.

—Sí, bueno ¿al menos lo haría bien?

—Sí, eh… creo que tengo que ir al baño, perdona —anuncié algo incómodo por el rumbo que estaba tomando la conversación. No me apetecía narrar mis intimidades en ese momento.

Me dirigí hacia el servicio con bastantes complicaciones. Es difícil moverse por un bar atestado siendo ciego. Para cuando conseguí llegar, las ganas de orinar habían dejado de ser una excusa ficticia y se habían vuelto una necesidad verdadera. Sin embargo, no pude desahogarme de inmediato. Alguien lloraba en una de las cabinas.

—¿Ichi? —pregunté.

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