miércoles, 5 de diciembre de 2012

Diario de un treintañero... y gay... y ciego 67

Había quedado a cenar con Miguel a las nueve de la noche en su casa, pero yo ya estaba dando vueltas por los alrededores de su edificio a eso de las ocho y media. Con los nervios de la cita, me había precipitado a la hora de salir de casa y había llegado demasiado pronto. Aunque, a decir verdad, el paseo me estaba sentando bien. Me permitía fumarme un par de cigarros lejos del pánico al fuego de Miguel y, de paso, tratar de aclararme un poco las ideas. Esa sería la primera vez que nos encontráramos desde que Luna me contara que lo vio enrollándose con otro tío y no tenía nada claro cómo iba a ir la velada. De hecho, ni siquiera sabía con seguridad qué era lo que yo mismo sentía en ese momento. Mi primera reacción al enterarme, fue bastante más furiosa de lo que acostumbro, pero eso ya pasó. No tengo ningún derecho a enfadarme. No somos pareja y acepté que tuviéramos una relación abierta. Incluso, creo recordar que le di permiso expreso para que se acostar con otros. Si tenía que estar cabreado con alguien era conmigo mismo por haber admitido un tipo de relación que estaba claro que me costaba manejar y que era poco probable que llegara donde yo (consciente o inconscientemente) quería. Sin embargo, como digo, el enfado con ambos, pasó. En el instante que llamé al telefonillo de su casa, me parece que el sentimiento mayoritario que llenaba mi mente era tristeza al darme cuenta que por mucho que a mí me gustara, eso nunca iba a ser recíproco. Si quería continuar con él tendría que ser asumiendo que jamás llegaríamos a tener una relación fuera de la cama que implicara algún tipo de compromiso, estabilidad o entrega hacia el otro. No había evolución posible. Salvo, como ya había demostrado Miguel, la de incorporar a más gente… tampoco es que su postura estuviera mal, ni nada por el estilo. Simplemente, teníamos intereses divergentes. Y, como ya he dicho antes, yo mismo acepté que fuéramos una pareja abierta.

—Mierda de psicólogo —pensé molesto mientras subía en el ascensor—. Ya no puedo ni cabrearme cuando me ponen los cuernos, sin ponerme a evaluar las motivaciones de la otra persona y la veracidad de mis juicios. Echo de menos la furia indiscriminada.

Pero ese momento no era momento para endurecerse. Todo lo contrario. Tenía que pesar qué decir. Qué hacer. Qué decisión tomar, si es que iba a tomar alguna. Y tenía que hacerlo antes de que abriera la puerta.

—¡Qué bien que hayas llegado! —me saludó él.

—Tenemos que hablar —respondí en un arranque de originalidad.

—Luego, ahora hay cosas más importantes. —Y, sin decir nada más, me arrastró al interior de su casa para besarme apasionadamente.

El ambiente era cálido. Él estaba desnudo. Mi ropa volaba por los aires. Mi cerebro no pudo aguantar más la presión y se desconectó. En ese momento no importaba nada más. Allí se estaba bien.

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