En una de las habitaciones más escondidas del Vaticano, su amo y señor sostenía un acalorado debate con sus consejeros. Tenía que tomar una decisión rápida, si no quería ver desprestigiada su imagen y la de su iglesia.
Realmente, los que discutían eran sus dos visitas. El tema era, por supuesto, los PECs. El cardenal Roku defendía que la Iglesia Católica se pronunciase en contra de los que consideraba unos enviados del Demonio y que debían combatirse para impedir que propagasen el Mal y el Pecado por el planeta. El otro, el cardenal Massini, abogaba porque, de momento y hasta que se pudiera comprobar lo contrario, se les considerase Iluminados del Señor. Desde luego, esa última idea no era la que más adeptos tenía.
El Papa se levantó precipitadamente y mandó callar a sus ministros. Era un hombre joven, aunque la mano que sostenía el báculo temblaba continuamente. La escondió bajo su albo hábito de seda, sobre el que colgaba una cruz visigoda de oro labrada.
—Queridos amigos, no hace falta acalorarse tanto por esta cuestión —dijo su Santidad con tranquilidad y un cierto toque de aburrimiento—. Ahora que he escuchado vuestros puntos de vista, debo retirarme a rezar y pedir consejo a nuestro Señor. Por favor, dejadme solo.
Los consejeros se levantaron de sus asientos de terciopelo rojo de mala gana, pero ninguno protestó. A pesar de que era el tema más importante y delicado desde la Segunda Guerra Mundial, el joven de blanco seguía siendo el jefe de la Iglesia Católica.
Cuando se hubieron marchado, el Papa se cambió de ropa y se echó una cabezadita.
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