—Si me hubieras dicho que vendríamos a un restaurante elegante, me habría vestido de una forma más adecuada —me disculpé.
—No te preocupes —respondió él cogiéndome la mano por encima de la mesa. Si pretendía que me sintiera mejor, fracasó estrepitosamente—. Seguro que estás estupendo. Cualquier cosa que te pongas, te sienta bien.
—Bien, pero cutre.
—Te sentirás mejor cuando traigan la botella de lambrusco que he pedido.
—¡Me encanta el lambrusco! —dije entusiasmado.
—Lo sé. Y también sé que te fascinarán los dos platos que tengo pensados para ti. Si me permites pedir por ambos, por supuesto.
—Confío en ti ¿pero cómo sabes que me gustarán? —pregunté curioso—. ¿Has estado más veces aquí?
—Esta cadena de restaurantes pertenece a la empresa para la que trabajo, así que vengo mucho —respondió—. A este, en concreto, no. Pero dudo que difiera mucho del de París.
Para ese momento, llevaba mucho sin de sentirme como un niño tonto. Estaba demasiado embobado dejando que me cortejaran. No es algo que me sucediera a menudo. Ni siquiera cuando estaba con Sergio. Él era más seco y más egoísta. Y, sin embargo, ahí estaba esforzándose por agradarme y compensarme por haber ocupado mi casa. Me gustaba el cambio. También me encantaron los platos que me sugirió. Estaban deliciosos. La comida, el vino y la historia sobre el viaje de tres días que había hecho para venir desde París estaban convirtiendo esa cita en la mejor de mi vida. Y comenzaba a alegrarme de haberme puesto ropa que se quitara fácilmente. Bueno, la comida no influía en esa parte. Pero la historia (que incluía un pasaje en el que Sergio se duchaba desnudo en plenos de los Pirineos) me estaba poniendo cachondo... creo que había bebido un pelín en exceso.
Después de que Sergio pagara la cuenta (y yo babeara un poco más en consecuencia) yo estaba dispuesto a olvidar el pasado y cualquier ley contra el escándalo público, y lanzarme a su cuello en la primera esquina. Pero antes, Sergio tuvo que recoger su maleta del guardarropa.
—¿Por qué no la has dejado en el hotel? —le pregunté intrigado.
—Nunca se sabe dónde vas a dormir —contestó él, divertido.
A mí, no me hizo tanta gracia. Porque, en ese instante, el hechizo se rompió, mi embriaguez se esfumó y la visión del antiguo Sergio regresó como un asteroide. La cena, la había organizado para encandilarme y que le dejara dormir en mi casa. El traje se lo había puesto porque, seguramente, no le quedara otra cosa limpia tras tantos días de viaje. El restaurante habría sido elegido por sus descuentos a empleados más que por su elegancia. Y era muy posible que, en las recomendaciones respecto al vino y la comida, el precio había tenido mucho que ver. No era un nuevo Sergio preocupado por los demás, era el de siempre utilizando su encanto para lograr sus propósitos.
Aun así, le dejé venir a dormir a casa. Soy demasiado buena persona para dejarle en la calle esa noche. Pero dormiría en el sofá. El viejo Sergio no me atraía nada.
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