"¡Tummm!" El ruido de la maza de Bolea golpeando contra el campo de fuerza que rodeaba el banco, se pudo oír a tres manzanas de distancia. Sin embargo, lo más que consiguió fue que soltara unas cuantas chispitas azules.
"¡Tummm!"
"¡Tummm!"
"¡Tummm!"
"¡Tummmmmmmmm!"
La argentina no es de las que se rinden fácilmente. No está acostumbrada a que las cosas salgan de forma diferente a como las tenía previstas. Especialmente, si se refiere a su maza.
— Estúpida cosa de mierda. — Se quejaba entre goterones de sudor, antes de hacer un nuevo intento. — Te vas a abrir por mis santos cojones.
— Bolea, — dijo TR — se te empieza a perder tu "argentinidad". Deberías relajarte.
Ella le miró con cara de estar planteándose arrancarle la cabeza de un mazazo. Y, seguramente, estuviera pensándolo. Para que Bolea perdiera el acento y empezara a soltar palabrotas, tenía que estar muy, muy, muy, muy enfadada. En los años que se conocían, TR sólo la había visto así en dos ocasiones. Era algo excepcional. Ni en el incendio de la residencia de ancianos, ni cuando unos terroristas habían secuestrado a los niños de una guardería. Sergi no quería imaginarse lo que les haría a los Conjurados si lograban entrar en el banco.
— Déjame tu palo. — Le pidió Bolea. Aunque por su tono, se podía adivinar que la frase poco tenía de solicitud y mucho de exigencia.
— ¿Qué vas a... ? — Empezó él. Pero la paciencia de la mujer no daba ni siquiera para media pregunta y, con un rápido movimiento, le arrancó la vara de metal de las manos. — ¡Eh!, deja mi palo en paz. — Protestó, en vano, TR. — Es mío. Es mi seña de identidad. Como la del tercer Robin, Gámbito y la Tortuga Ninja Donatello.
— Cállate. — Rugió ella, haciendo que su amigo se quedara petrificado donde estaba.
Bolea extendió la vara metálica, la agarró con fuerza con la mano izquierda, situó un extremo lo más cerca del campo de fuerza que pudo y golpeó la otra punta con la maza, como si estuviera usando un cincel y un martillo. El resultado fue el esperado: saltaron chispitas azules. Luego salieron más chispitas. Después, las chispitas se hicieron rayitos. Eso no era tan esperado. Y, tras una explosión que mandó a Bolea y TR a tres manzanas de distancia, esas chispitas se convirtieron en rayos grandes y azules que se expandieron por todo el campo de fuerza. Los gritos que salieron del interior dieron una idea de que, posiblemente, alguno de esos enormes rayos había penetrado en el edificio y electrocutado a sus ocupantes. Y los gritos del exterior parecían indicar que también habían afectado a varios de los policías que cercaban el banco.
— La concha de la lora. — Dijo Bolea.
— Al menos has recuperado tu "argentinidad".
Como superhéroes responsables, pretendían volver a ver qué había sucedido y tratar de enmendar sus fallos, pero entonces apareció un helicóptero gigante, con un foco deslumbrante y cargado de policías con mala leche y grandes metralletas.
— Pongan las manos donde podamos verlas. — Dijo uno de los agentes por un megáfono. — Tiren las armas. Están detenidos.
Bolea y TR se miraron durante un milisegundo. Eran superhéroes, pero no les solía gustar que les detuvieran. Ya habían pasado por eso con anterioridad.
— ¡Corre! — Gritó TR.
Ambos salieron huyendo, cada uno en una dirección. TR se concentró en saltar de azotea en azotea. A pesar de eso, resbaló tres manzanas más lejos. Y esa vez, no estaba Bolea para agarrarle.
— Mieeeeeeeeeeeeeeeerda. — Gritó mientras se precipitaba al vacío.
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